ETERNA INFANCIA DE DIOS
En la fría mañana del 25 de diciembre de 1886, un
joven de 18 años, que luego llegaría a ser gran
poeta y dramaturgo, se dirigió a la catedral de
Notre Dame de París. Había hecho la primera
comunión, pero había sido también la última. El
mundo no era para él más que un inmenso engranaje
material sin corazón y sin rumbo. Fría materia y
ciego azar: no hay más. ¿Y los pobres seres humanos?
¡Oh, los pobres seres humanos! Nacen sin haberlo
pedido, disfrutan quienes pueden, y todos sufren; y
luego mueren todos, jóvenes o viejos, de miseria o
de enfermedad o de soledad. O de desesperación.
Todos mueren, y no hay más.
Así pensaba el joven Paul Claudel, principiante de
escritor, mientras caminaba triste hacia Notre Dame
de París, en la húmeda mañana de la Navidad. Buscaba
un tema para escribir, un motivo inspirador. Pero
¿quién sabe lo que buscaba? ¿Quién sabe lo que
buscamos? Hacía poco que había leído las
Iluminaciones del poeta Rimbaud, y le había
producido un profundo sentimiento, casi físico, de
Presencia “sobrenatural”. Hacía poco también que
había muerto su abuelo, tras largos meses de un
doloroso cáncer de estómago; desde entonces, la
angustia y la obsesión de la muerte no lo
abandonaban.
Siguió la misa sin mucho interés. Pero por la tarde,
“no teniendo nada mejor que hacer”, según nos cuenta
él mismo, volvió a Notre Dame para asistir al oficio
de Vísperas. Estaba de pie, entre la multitud, junto
a la segunda columna del lado de la sacristía. Tarde
gris de Navidad en París. Tarde oscura del corazón
en la catedral iluminada.
De pronto, el coro de niños, vestidos de roquetes
blancos, entonó el Magníficat, que él no conocía: el
canto de María, la madre de Jesús, el canto de los
pobres, el salmo de los humildes, el himno de la
Vida y de la Misericordia.
“Entonces se produjo el acontecimiento que domina
toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado
y creí. Tuve de repente el sentimiento penetrante de
la inocencia, de la eterna infancia de Dios.
Una revelación inefable”.
Y rompió a llorar. Y
mientras el blanco coro de niños cantaba el
Adeste, fideles, lloraba más y más. Y cuanto más
lloraba, más se consolaba.
Eso es la Navidad: que
todas las penas del mundo se transfiguren en
lágrimas de consuelo, en lágrimas de compasión,
hasta que las lágrimas transfiguren el mundo. Eso es
lo esencial, y todo lo demás es anécdota, son
imágenes y palabras. A veces, sin embargo, si las
imágenes son bellas y las palabras son inspiradas,
se convierten en llamitas de luz y de calor, en
poemas que iluminan la noche, tanta noche como queda
todavía.
Que te suceda eso mismo,
amiga, amigo, como sea y donde fuere. Y lo llames
como lo llames. Que contemples el Misterio como
Inocencia y Ternura, que tus ojos se abran, que tu
corazón se conmueva, que tus nudos se desaten, que
tus lágrimas fluyan, que tus penas se consuelen.
No importa que te suceda
en el templo o en el monte. Delante del belén o
delante de un árbol. Al son de villancicos o del
canto del petirrojo en una tarde de invierno.
Delante de un niño cualquiera, o tal vez delante de
tu madre, tu querida madre tan mayorcita y enferma.
Y no importa cómo lo digas, ni si eres creyente o
agnóstico. Pero ¡ojalá te suceda!
Me sorprendo al pensar
que el joven Claudel apenas sabía lo que es la
Navidad cristiana. Sí, sabía –por la catequesis
infantil y por la cultura ambiental– que se celebra
el nacimiento de Jesús allá en Belén, y que en esa
frágil figura de un recién nacido los cristianos
adoran al mismísimo Dios, o a la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad, que se hizo hombre por
nosotros y por nuestros pecados. Eso lo sabía, pero
así no lo podía creer, y por eso lo olvidó.
Pero aquel día de
Navidad, por alguna razón, por la tristeza de su
corazón o por la belleza del Magníficat o por la
emoción de aquella multitud, perdida como él, de
pronto todas sus penas y deseos más profundos se
agolparon y los recuerdos más recónditos acudieron
juntos a su memoria. Y se produjo la Revelación de
lo indecible.
Era aquello mismo que el joven poeta había
presentido meses atrás en los versos de Rimbaud.
Pero ahora se le revelaba en su forma cristiana más
bella: los ritos, los cánticos, los relatos de
Navidad. Jesús, María y José. Los ángeles, los
pastores, los magos. Belén, Belén, Belén. Dios es
carne de niño, es carne de tierra. Dios es carne.
Infancia eterna de Dios. El que no cabe en el
universo cabe en el seno de una joven madre. El
creador se cría al pecho de una mujer.
El Amor eterno necesita ser mimado y abrazado como
un niño. El Todo es nada, para que sepas que eres
Todo. Es necesitado para que aprendas a dejarte
socorrer, y aprendas así a socorrer. Está
desamparado, para que tengas hogar, patria, calor.
Yace en un pesebre, para que todas las criaturas
podamos sentarnos en la gran mesa de toda la Tierra.
Eso es la Navidad en lenguaje cristiano, ¡qué bello
lenguaje! Necesitamos palabras para hacer
villancicos, como necesitamos instrumentos para
crear sonidos. Pero el Misterio es más grande que
todas las palabras. Algunos le llamamos Dios, y los
cristianos lo reconocemos en la vida humana,
sanadora y feliz, de Jesús de Nazaret. Su vida es
para nosotros la gran Encarnación, desde el pesebre
hasta la cruz.
Es una pena que Claudel, a la vez que cristiano, se
volviera tan conservador. Recuperemos la Navidad
esencial, la Navidad de la Vida. En la vida de
Jesús, hecha de carne sufriente y feliz, reconocemos
los cristianos la Encarnación universal, más allá de
todas las fronteras de espacio, de tiempo y de
religión. La Encarnación de Dios en todos los mundos
desde el primer Big Bang.
Todo esto que se ofrece ante mis ojos aquí en Arroa:
la luz, la nube, la sombra; el aire, el agua, la
tierra; la montaña, el valle, el río; el bosque, el
prado, la viña (sí, aquella viña desnuda de txakolí,
al fondo en la ladera); el árbol, el agua, la
tierra; el aliso, el abedul, el laurel y la encina;
el gorrión y el petirrojo, el reyezuelo y el
zarcero, el urogallo solitario y la pareja de patos;
orquídeas, ficus, ciclámenes y pensamientos;
cristales, piedras, conchas y caracolas muertas
(¿muertas?); y esa entrañable familia que pasea por
el puente: Itziar y Víctor con Naira con sus ojitos
negros y con sus labios que ya repiten todo lo que
dice su madre, y con Aila el bobtail zalamero y
juguetón que no deja de correr y de rozarse con los
suyos al pasar (es su manera de decir cuánto se
siento querido y cuánto les quiere)… ¿Qué es todo
eso sino encarnación de Dios? Adoro a Dios en todo
cuanto es, como al Niño Jesús.
Eso es la Navidad más allá de las formas: acoger y
vivir la eterna Infancia o la Bondad eterna de Dios
en todas las cosas, a pesar de todo.
José Arregi