Las tentaciones de Jesús y las nuestras
Queridos
amigos y amigas:
Al comienzo de nuestra Cuaresma, miramos a Jesús tentado en
el desierto. Él es uno de nosotros. Miramos a Jesús tentado
como nosotros, para tener de quién aprender en nuestro
camino a la Pascua. ¿Solamente de quién aprender? Eso es
decir poco. Miramos a Jesús tentado, para saber y tener con
quién caminar. Jesús tentado es nuestro compañero de camino.
Él nos reconforta.
El evangelio nos dice que el "diablo" lo tentó.
Evidentemente, "el diablo" es una manera de hablar. El
"diablo" no es un espíritu maligno que está ahí, dentro de
nosotros o fuera de nosotros; no es un ángel tortuoso que
nos está instigando al mal. El "diablo" no es un alguien
separado de Dios y de nosotros.
"Diablo" viene del griego diábolé, que significa
"desavenencia, desacuerdo", y también "acusación falsa,
calumnia". Por ahí va lo diabólico: es esa desavenencia
instalada en el corazón de nuestro ser, es esa falsa
acusación contra nosotros y contra los demás que tantas
incomprensiones y angustias y miedos nos provoca.
El "diablo" es una imagen que expresa nuestro ser inacabado
y siempre herido, nuestro ser en desavenencia consigo y con
los demás, que nos lleva a acusar, dividir, engañar.
¿Qué os imagináis? ¿Que Jesús no era de esta nuestra carne
inacabada y herida? Pues sí lo era, y profundamente, y desde
lo profundo la fue curando y nos cura. Su ser era nuestro
ser: limitado como nosotros, herido como nosotros,
hambriento en el desierto como nosotros, en camino hacia la
Pascua como nosotros. Tentado como nosotros. También él
sintió esa profunda desavenencia interna, ese conflicto de
quereres que nos desgarra y nos pone a prueba.
Queremos y no podemos. No llegamos a hacer aquello que
querríamos hacer, o a ser como querríamos ser. Querríamos
ser mucho mejores de lo que somos, y no conseguimos serlo. O
es la misma voluntad la que tal vez se desvanece y tambalea.
A menudo nos sucede que no sabemos ni siquiera lo que
realmente queremos. O acaso nos sucede que sí lo sabemos,
pero nuestra voluntad no posee la firmeza y determinación
necesarias para realizar aquello que queremos. ¡Quién sabe
lo que realmente nos pasa!
Algunos lo han llamado "pecado original", pero esta
categoría nos ha metido en auténticos berenjenales y, en
todo caso, para que "el pecado original" pudiera explicar
algo, tendríamos primero que poder explicar "razonablemente"
el propio "pecado original", y no hay manera, de modo que no
nos sirve.
Una cosa es cierta: no hacemos
-no
podemos hacer-
todo el bien que queremos, y hacemos muy a menudo
-a
nosotros mismos y a los demás-
el daño que no querríamos hacer.
Así hablaba San Pablo, y nos basta con ese lenguaje, que no
explica nada, sino simplemente describe la realidad.
Llevamos profundamente adheridas en nosotros, y están
profundamente incrustadas en todas las estructuras e
instituciones sociales (y religiosas), muchas tendencias que
contradicen nuestro querer más auténtico, el querer bueno y
feliz de Dios.
Eso son las tentaciones: las tendencias, inercias, deseos,
intereses, poderes y factores que nos impiden realizar
nuestro querer más nuestro y verdadero, que es el querer de
Dios. Y estamos heridos, y herimos sin cesar.
¿Por qué nos herimos? Yo no diría que lo hacemos por nuestra
culpa y maldad. No. Nos hacemos daño a nosotros mismos y a
los demás, no tanto por libertad, sino más bien por falta de
auténtica libertad. No somos realmente libres, o dicho de
otro modo: nuestra naturaleza o nuestro ser están aún
inacabados.
Y de esa naturaleza nuestra inacabada es, precisamente,
imagen el desierto. Vivimos en camino. Caminamos a la vida
digna de ese nombre. Caminamos a la Pascua. Caminamos a la
plenitud de nuestro ser. Caminamos hacia Dios. Y el camino
está lleno de pruebas e incertidumbres. Pero debemos
caminar. No basta decir: "Así soy y ¡qué le voy a hacer!"
Jesús también caminó, y su camino estuvo sometido a la
prueba, la herida, la ignorancia. Y tuvo que aprender a
liberar su auténtico querer. Nuestras "tentaciones" son
también las de Jesús. El evangelio nos las ha resumido
magistralmente: la tentación del pan, la tentación del Dios
mágico, la tentación del poder.
En primer lugar, la tentación del pan: "Di que estas
piedras se conviertan en panes". Que todas las piedras
se conviertan en pan fácil e inmediato: ¿qué más
quisiéramos? ¡Pero qué engañoso es!
Es la tentación de satisfacer ya todos nuestros deseos y
apetencias, es la tentación de poner nuestro interés
inmediato por encima de todo lo demás, es la tentación del
consumismo compulsivo y desaforado, es la tentación de
pensar que seremos más felices teniendo más.
También Jesús tuvo que hacer frente a esa tentación.
Escuchemos lo que dice: "No sólo de pan vive el ser
humano". También la palabra nos hace vivir. Y el amor y
la belleza. Es decir: Dios nos hace vivir más que todo pan.
En segundo lugar, la tentación del Dios mágico: "Échate y
Dios enviará ángeles que te recojan en el aire". Es la
tentación de la religión mágica, la tentación de convertir a
Dios en explicación y recurso, la tentación de rebajar a
Dios a nuestra medida y de utilizarlo para nuestros
intereses superficiales.
Pero Dios no nos salva desde fuera. Dios no nos envía
ángeles que nos recogen en el aire. Eso sería "tentar a
Dios": ser un Dios omnipotente y externo sería la tentación
suprema de Dios. Dios no quiere ser omnipotente desde fuera,
sino desde dentro de nuestro ser frágil, herido y peregrino.
Escuchemos a Jesús: sólo desde nosotros mismos nos puede
salvar Dios. Seamos ángeles los unos para los otros, y sólo
así será Dios nuestro ángel de la guarda.
En tercer lugar, la tentación del poder: "Todo esto te
daré, si te postras y me adoras". Es la tentación de
todos los reyes y de todos los reinos. Poseerlo todo y estar
por encima de todos. Es "el diablo" por antonomasia: la
desavenencia, la lucha, la opresión. El poder aplasta y
ahoga.
Dios libera y da aliento. Escuchemos a Jesús: "Sólo a Dios
adorarás". Pues Dios sirve y hace libre. Sólo a Dios darás
culto, pues Dios sirve y cuida delicadamente la vida de todo
viviente. Jesús fue libre porque, en su ser inacabado y
herido como el nuestro, sirvió y cuidó y sanó la vida. Así
fue Jesús verdaderamente libre, verdaderamente humano. Y así
fue verdaderamente divino.
Amigos y amigas, en Jesús vemos la medida y el destino de
nuestra humanidad. Nuestra verdadera voluntad libre. Y cada
vez que nuestra voluntad flaquea y titubea, él está con
nosotros. En nuestro desierto, no caminamos solos: Jesús
tentado y herido viene con nosotros. Vamos juntos a la
Pascua, a nuestra verdadera libertad, para convertir el
desierto de nuestro mundo en un nuevo paraíso.
José
Arrregi
Para orar
Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.
Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.
Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.
Para que nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.
Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón.
Liturgia de las Horas