¡Ven, Espíritu Santo!
Querido amigo, amiga:
En el Credo decimos “Creo en el Espíritu Santo”, y es mucho
más que un artículo de fe. Convertir al Espíritu en artículo
de fe es una ofensa grave al Espíritu de Dios, el Espíritu
de la vida y del consuelo, el Espíritu de Pentecostés.
Es el Espíritu que movió a Jesús. Es la energía materna de
Dios que habita en el corazón de la materia o, mejor, la
constituye. Es el seno materno de Dios, el “beso de la
vida”, el verdor de la vida, el abrazo de todos los seres.
Es llama de amor viva, amorosa intimidad, apasionada
cercanía y divina creatividad.
Cree en el Espíritu Santo de Dios que mora en nosotros,
suscitando y cuidando la confianza en las horas oscuras. Él
mora en lo más adentro de ti, y tú moras en él. El es tu
huésped y tú el suyo. Aunque tú no aciertes a acogerle, él
siempre te acoge, te comprende y te cobija dulcemente, como
una madre. Él es también Ella y todos los géneros: es
femenino en hebreo (ruah), neutro en griego (pneuma)
y masculino en latín (y en las lenguas romances y
germánicas).
Es espíritu, alma, vida. Es dinamismo, relación, comunión
divina. Es aliento, viento, agua. Es ungüento, es consuelo,
es compañía. Es el tú de todo yo, el yo de todo tú, el
nosotros de todo tú y de todo yo.
Desde el comienzo del tiempo y desde antes, está
acostumbrado a abrigar su creación y habitarla, a fecundar,
remover y renovar cuanto es. Por él, por ella, Dios se
acostumbra a nosotros, a todas las criaturas, y nosotros
junto con todas las criaturas nos habituamos a Dios,
habitando en Él.
El Espíritu de Dios nos alienta para que nunca desesperemos
de nosotros mismos y del futuro de la creación, a pesar de
tanto horror y de tanto llanto.
Es el “Espíritu de la verdad” (Jn 16,13), que nos
lleva a trascender todas nuestras nociones y lugares de
verdad; nos lleva a conocer una verdad que no es ante todo
del orden del pensar y del saber, sino del orden del ser y
del hacer; nos ayuda a reconocer, a agradecer la verdad y el
bien que hay en el mundo, pero también a reconocer y
denunciar las redes de mentira, las redes de injusticia.
Nos ayuda a discernir nuestra realidad más concreta, a
conocer el bien que llevamos en nosotros como tesoro
escondido y a fundamentarnos en él; también nos ayuda a
conocer y aceptar la fragilidad, el error, el daño y el
engaño que hay en nosotros, preciosa vasija que somos de
barro; nos ayuda a no aislarnos y a no consentirnos en
exceso, encerrándonos; nos ayuda, sobre todo, a no
maltratarnos, sintiéndonos solos o condenados.
Es el Espíritu del consuelo o de la
solidaridad: “Yo rogaré al Padre para que os envíe
otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros” (Jn
14,16). El Espíritu no desenmascara nuestra verdad como
fiscal, sino como Paráclito: como consolador,
defensor, abogado, defensor, compañero, solidario. “Sin esta
fuerza protectora, estabilizadora y alentadora
desesperaríamos de la fecundidad de la verdad” (G. Müller-Fahrenholz).
El Espíritu nos habilita para ejercitar la paráklesis
mutua: la exhortación y la consolación; no una exhortación
moralizante o culpabilizante, ni un consuelo piadoso y
tranquilizante, sino la exhortación que suscita en el otro
lo mejor de sí; un consuelo que proporciona al otro,
frágil como yo, un suelo donde apoyarse
sólidamente; un consuelo en forma de solidaridad
protectora y paciente.
Es el Espíritu de la fidelidad y de la
perseverancia. Es el amor fiel e irrevocable de Dios. Es
la presencia (shekiná) de Dios que mora y
permanece siempre con nosotros. Es la fidelidad tierna e
inconmovible de Dios, que nos da fuerza para resistir en la
prueba, para la “paciencia histórica” hoy más indispensable
que nunca. Es la constancia de Dios. Es la amplitud de Dios
que nos da respiro. Es la misericordia de Dios, fundamento
de nuestra esperanza.
Cree en el Espíritu de Dios que es el alma de Jesús, el alma
de cada comunidad cristiana, el alma del mundo, el alma de
nuestra alma, el alma de cada criatura.
Cree en el Espíritu de Dios que sigue creando el mundo hasta
hacerlo templo de Dios.
Cree en el Espíritu Santo, pues
“sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en
el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es una
pura organización, la autoridad es tiranía, la misión es
propaganda, la liturgia es simple recuerdo, y la vida
cristiana es una moral de esclavos.
Pero en el Espíritu, y en una sinergia indisociable, el
cosmos es liberado y gime en el alumbramiento del Reino, el
hombre lucha contra la egoísmo, Cristo resucitado está aquí,
el evangelio es una
fuerza
vivificadora, la Iglesia significa la comunión trinitaria,
la autoridad es un Pentecostés, la liturgia es memorial y
anticipación, y la acción humana es divinizante”
(Patriarca Ignacio de Antioquía en Upsala en 1968).
Amiga, amigo, cree en el Espíritu de Dios y déjate recrear.
No desistas, no te cierres, no mueras. Déjate mover,
transformar, ensanchar. Déjate acompañar y consolar. Déjate
querer como eres, y vive y crea.
José
Arregi
Para orar. Oración al Espíritu Santo
Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, tesoro
innombrable.
Ven, realidad inefable. Ven, persona inconcebible.
Ven, gozo perpetuo. Ven, luz sin ocaso.
Ven, espera infalible de los que anhelan la salvación.
Ven, despertar de los que yacen. Ven, resurrección de los
muertos.
Ven, oh poderoso que todo lo haces,
lo cambias y lo transformas siempre a tu voluntad.
Ven, oh invisible y totalmente intangible e impalpable.
Ven, tú que siempre permaneces inamovible y en cada momento
todo entero te mueves y vienes a nosotros que yacemos en el
infierno,
oh tú que estás más allá de todos los cielos.
Ven, oh Nombre amadísimo e invocado por todas partes,
del cual no podemos en absoluto expresar el ser
o conocer la naturaleza.
Ven, gozo eterno. Ven, corona inmarcesible.
Ven, púrpura del gran Rey y Dios nuestro.
Ven, cintura cristalina y de piedras preciosas.
Ven, sandalia inaccesible. Ven, diestra real y purpúrea y
soberana.
Ven, tú al que ha deseado y desea mi alma miserable.
Ven tú solo al que está solo, porque, como ves, solo estoy.
Ven, tú que me has separado de todo
y me has creado solo sobre la tierra.
Ven, tú que te has convertido en mí en deseo
y me has hecho desearte, a ti que eres por completo
inaccesible.
Ven, mi aliento y mi vida. Ven, consuelo de mi pobre alma.
Ven, mi gozo, mi gloria, mi delicia sin fin.
Simeón el Nuevo Teólogo, s. X-XI