NAIRA LA INMACULADA
En esta tarde húmeda y fría de diciembre, me disponía a
escribir algunas reflexiones sobre la próxima fiesta
católica de la Inmaculada Concepción, cuando he visto
que la joven madre y la niña pequeña, como todos los
días a esta hora, venían por el puente de Arroa hacia
este bloque, bien abrigadas y cogidas de la mano,
mientras el bobtail lanudo y bonachón correteaba feliz a
su alrededor. “He ahí toda la bondad del mundo –me he
dicho–. He ahí la luz y el calor. He ahí el paraíso
original, anterior a todas las ideas y a todas las
perfidias.”
No he podido resistirme a esta epifanía, y he bajado a
saludarles y conocerles. La niña se llama Naira, que,
según me explica su madre proviene de los guanches,
antiguos habitantes de Canarias, y significa “La que es
maravillosa” o también “La de ojos grandes”. (¡Oh!,
¿quién inventó este nombre y todos los nombres? ¿Cómo no
figuran sus nombres por delante de los inventores de la
rueda, la máquina de vapor y el móvil?)
También Naira ha empezado a aprender nombres; mirándome
con sus pequeños ojos negros llenos de luz, señala con
el dedo al perro y me dice como si fuera la mayor
revelación: “¡Aila!”. El perro se llama “¡Aila!”, y ya
era de la familia mucho antes de que llegara Naira.
¿Cómo llegaste tú, Naira, con esa luz maravillosa en tus
ojitos negros? ¿De qué paraíso terrenal o celestial has
venido? Y este mundo que estás descubriendo con esa luz
del paraíso aún encendida, ¿qué nos dices de este mundo?
¿Qué sientes cuando lloras y te abrazan dulcemente esos
brazos que te llevan? ¿Crees que alguna vez serán
enjugadas todas las lágrimas amargas?
Esas dudas nos afligen a los mayores, a veces
terriblemente, y necesitamos mirarte. Déjanos mirarte,
Naira, para mirarnos mejor en tus ojos. Déjanos mirarte
para reanimar nuestra fe vacilante y para comprenderla
mejor, y para decirla hoy como por vez primera con
palabras nuevas, como tú.
Supongo, sin ninguna razón concreta, que no estás
bautizada, y esta suposición hoy natural me lleva a
considerar la fiesta de la Inmaculada Concepción a la
luz de tus ojos.
Por no estar bautizada, muchos cristianos todavía hoy,
incluso aquí en Arroa, te dirían:
“¡Qué lástima, Naira, y qué horror! Has nacido en la
culpa, y aún eres culpable. No habita en ti la gracia de
Dios, sino el pecado de Adán y de Eva, el pecado
original por el que fueron expulsados del paraíso,
aquella terrible desobediencia que trajo a este mundo la
concupiscencia, el dolor y la muerte, aquella horrible
culpa que tus padres te transmitieron al engendrarte con
su feo amor de carne”.
Tal vez los estás oyendo con tu secreto oído más agudo
que el de Aila, y tu pequeño corazón se estremece.
No se lo tomes a mal, Naira. No te lo dicen porque te
miren mal o porque te quieran menos, sino simplemente
porque así les enseñaron. Nos lo enseñó hace mucho
tiempo un hombre de extraordinaria inteligencia,
sensibilidad y elocuencia, que arrancaba aplausos en sus
bellas y profundas homilías. Se llamaba Agustín, y antes
de ser bautizado a sus 33 años, había vivido con una
mujer con la que tuvo un hijo llamado “Adeodato”, es
decir, “dado por Dios”, como tú. Pero luego pensó que el
amor puro no ha de ser carnal, y despidió a su pobre
compañera y se quedó con el hijo, y luchó denodadamente
hasta la muerte contra todos los sentidos y deseos
corporales.
Pues bien, él fue el que inventó la idea del “pecado
original” como luego se ha entendido y como hoy todavía,
después de los 1.600 años que han pasado, muchos siguen
entendiendo, incluso en Arroa: un terrible pecado de
Adán y Eva (más de Eva que de Adán, a decir verdad) que
debió de enfadar muchísimo a Dios y cuya culpa y castigo
hemos heredado todos sus descendientes. La ira y el
castigo de Dios para quien no está bautizado. ¡Perdón,
Naira, por hablar así de ti! Dios ya nos perdona por
hablar tan mal de Él.
En realidad, San Agustín llegó a esa siniestra idea
sobre ti y sobre Dios por saber poco griego, y por haber
traducido erróneamente una inocente palabra de San Pablo
en la carta a los romanos (5,12), ephautó, que
no quiere decir “en él”, como pensaba Agustín, sino
“puesto que”, como traducen hoy todos.
San Agustín pensó que nosotros seguimos sufriendo porque
pecamos “en él” (en Adán, o Eva), es decir, porque
heredamos su culpa, pero Pablo quería decir que seguimos
sufriendo “puesto que” seguimos “pecando”, es decir,
haciendo daño, igual que Adán y Eva.
Corregido el malentendido gramatical, nos correspondería
corregir el dogma, pero a la Iglesia le cuesta demasiado
reconocer errores (es su particular pecado original).
¡Perdón, Naira! Esta clase de teología no es para ti,
que no la necesitas, sino para nosotros, que fácilmente
nos enredamos con nombres y palabras.
Si te he contado todo eso es para decirte de todo
corazón que tú eres “inmaculada”, y para que también
comprendas mejor por qué hemos entendido tan mal esas
dos bellas palabras: “Inmaculada Concepción”.
Las inventaron los cristianos porque no se resignaban a
que la suerte humana fuese tan desgraciada, y se
dijeron:
“Ha habido una mujer, María de Nazaret, que ha nacido
sin mancha de pecado original, y de ella nació Jesús,
luego de ella hemos nacido todos, luego todos hemos
nacido inmaculados como ella. Al igual que María, todos
estamos llenos de la gracia de Dios, porque Dios nos
mira a todos con infinitos ojos de gracia y de ternura
infinita”.
Al decir “Inmaculada Concepción”, los cristianos
quisieron decir:
“También tú, Naira, bautizada o no, eres inmaculada.
Pronto conocerás el error, la envidia, el miedo, y todas
sus desgracias, pero eres llena de la gracia, el favor,
la ternura de Dios. Y también tu madre, y tu padre, y
todas las madres y todos los padres y todos los hijos de
padre y madre, y también Aila, todos están llenos de
gracia como María, porque Dios es gracia y sus ojos no
saben mirar de otra manera”.
Lo que pasa es que luego hubo muchos cristianos
(varones, célibes en general y clérigos) que insistieron
en que Inmaculada sólo fue María, y le pintaron como
ángel descarnado sin sexo ni ardores ni conflictos ni
mancilla, como criatura sumisa y recatada sin impulso ni
pasión ni independencia.
Pero no era María de quien hablaban, sino de sus
fantasmas y, para conjurarlas, necesitaban decir a la
mujer, a todas las mujeres:
“Vosotras no sois como María, vuestra madre es Eva,
vosotras sois como Eva la culpable, vuestra sangre está
manchada, vosotras sois carne peligrosa y tentadora”.
Y muchos varones clérigos y célibes hablaron así porque
deseaban y a la vez temían mucho a la mujer real, a la
mujer de espíritu y de carne, a la mujer amiga y
hermana, a la mujer independiente, a la mujer verdadera
con su encanto y sus heridas. Así ha sido la historia de
la Inmaculada Concepción.
Naira, a mí me gustaría contarte otro día otra historia
muy distinta de María o de Myriam, aquella mujer de
Nazaret, una mujer como todas que tuvo que ser
extraordinaria porque de su carne sagrada y sufrida
nació Jesús.
Hoy quiero decirte con todas las cristianas y cristianos
las palabras de aquel ángel:
“¡Dios te salve, Naira! Llena eres de gracia, el Señor
está contigo. A pesar de todo lo que ya padeces y que
pronto sabrás decir, tú eres Inmaculada, tú eres
bendita. Prométenos que nos vas a llevar a ese paraíso
que llevas dibujado en tus ojillos negros llenos de
luz”.
José Arregi
Para orar.
“Canción reciente sobre María de Nazaret”
Es comadre de suburbio.
La cueva no tenía más
higiene que el viento de la noche.
Dios tuvo un vecindario
de pobres amahares.
-Vallecas o Belén, Belén
o Harlem, Belén o las favelas-.
Tú tenías apenas las dos
manos para alternar con ellas el pesebre.
Las ricas caravanas
llegaban siempre a punto.
Vosotros llegaríais con
las puertas cerradas.
No hubo piso en Belén;
ni hubo piso en Egipto;
y no hay piso en Madrid,
para vosotros.
María de Nazaret, esposa
prematura de José el carpintero,
aldeana de una colonia
siempre sospechosa,
campesina anónima de un
valle del Pirineo,
rezadora sobresaltada de
la Lituania prohibida,
indiecita masacrada de
El Quiché,
favelada de Río de
Janeiro,
negra segregada en el
Apartheid,
harijan de la India,
gitanilla del mundo;
obrera sin cualificación,
madre soltera, monjita de clausura;
niña, novia, madre,
viuda, mujer (…)
María nuestra del
Magníficat,
Queremos cantar contigo,
¡María de nuestra
Liberación”
P.
Casaldáliga