HOMBRES Y DIOSES
No sé por qué el título
español dice “De dioses y hombres”, siguiendo a la
versión inglesa (“Of Gods and men”). Creo que el
original francés (“Des hommes et des dieux”) debería
traducirse más bien “Hombres y dioses”. La película no
habla “acerca de dioses y hombres”, sino acerca de unos
hombres tan humanos que encarnan a Dios. Pues Dios no
habita en el cielo, ni desciende a veces de lo alto,
sino que es la entraña de la tierra y de todo lo
entrañable. Y cuando entrañas a Dios en tu vida,
entonces eres dios con minúscula e incluso con
mayúscula.
Soy lego en la materia,
y no sé juzgar sobre la calidad artística de la
fotografía, el montaje, la interpretación o la banda
sonora. Pero me parece una película maravillosa. Uno se
siente subyugado, sumergido de comienzo a fin en un
mundo de belleza y de bondad, Y uno se dice:
“¡Oh, sí! Esto es lo
real, lo más verdadero a pesar de todo. Esta es la
humanidad verdadera, más allá de la dominación, la
vanidad y la codicia. Esta es la religión verdadera más
allá de la verdad, de la ley y del miedo. Oh sí, Dios es
Eso, es Ahí, ese Fondo o ese Rostro de ternura en que
todos podemos descansar. Dios es ese silencio que
estalla en palabras y melodías. Dios es esa penumbra en
que todo se ilumina. Dios es esa conversación tan
natural entre el anciano y entrañable monje médico y la
sencilla muchacha musulmana que le habla de sus amores,
sentados ambos contra el muro del monasterio al sol de
la tarde. Dios es esa naturalidad, esa franqueza, esa
humildad. Dios es esa Humanidad”.
La historia es conocida:
en la noche del 26 de marzo de 1996, siete monjes
cistercienses del monasterio de Tibhirine, en el Atlas
argelino, fueron secuestrados por el Grupo Islámico
Armado (GIA); el 31 de mayo, el ejército argelino halló
las cabezas cortadas (nunca los cuerpos) de los siete
monjes.
Nunca se ha aclarado la
autoría del múltiple crimen. El Gobierno argelino y el
Gobierno francés (poder colonial de Argelia hasta 1962)
informaron de que los monjes habían sido ejecutados por
la GIA que los secuestró. Pero hay muchos indicios de
que fue el propio ejército argelino el que los mató
tanto a ellos como a sus secuestradores, y falsearon la
información para así desacreditar a los islamistas de la
GIA dentro y fuera de Argelia. Así lo piensan los monjes
de Notre Dame de l’Atlas Midelt (Marruecos), fundación
que prolonga el monasterio de Tibhirine.
Pero la película no toma
partido por ninguna hipótesis sobre la autoría del
asesinato, pues eso no es fundamental para el mensaje
que quiere transmitir. ¡Hay tantas muertes en todos los
lados! El poder colonial francés, el régimen argelino
violento, el islamismo violento… ¡Hay tantos poderes que
matan!
La película no acusa a
unos exculpando a otros, no divide el mundo entre buenos
y malos, no llama al odio, el castigo, la venganza. Ni
por ello incurre en eso que muchos –tendrán que
preguntarse por qué–, en cuanto alguien apela a la
bondad, se apresuran a denigrar como “buenismo”.
La película nos sumerge
en la vida cotidiana de unos monjes buenos que comparten
la tierra, la oración, las fiestas, la vida con los
musulmanes de la pequeña aldea en la montaña soleada y
fría. Su vida corre peligro, pero allí se quedan. La
película nos sumerge en la bondad de los monjes, en la
bondad de las gentes musulmanas, incluso en la bondad
herida que se oculta bajo las armas de los terroristas.
La bondad limpia, la bondad que cree, la bondad que
perdona, la bondad que cura también al terrorista.
“Hombres y dioses” no
oculta la duda, el miedo, la herida, pero es un acto de
fe y de esperanza en la humanidad, Sacramento del
Misterio Consolador en el corazón de la vida.
“Somos como unos
pajarillos en una débil rama”. Seamos esa débil rama que
sostiene a ese pobre pajarillo en su desamparo.
La película no enmascara
el fanatismo, la violencia, la crueldad, pero no se
detiene ni nos encierra ahí, sino que nos conduce más
allá, desde más allá. Mirad el Misterio y dejaos acoger,
nos dice. No endurezcáis el corazón. Creed en la bondad,
creed en la belleza. También la noche está llena de luz.
El corazón humano está
lleno de dudas y de heridas, pero hay un bálsamo, y aun
cuando no queden medicinas, puede quedar todavía una
mirada, una palabra bondadosa. El mundo está lleno de
inseguridad y de horrores, pero la paz del corazón es
posible, la paz de la tierra es posible. Las religiones
están llenas de opresión y perversiones, pero debería
bastar la llamada del muecín o el eco de un salmo para
convertirnos al Misterio que nos habita y regenera.
“Hombres y dioses”.
Estos dos términos no designan seres distintos: seres
humanos de la tierra por un lado, seres divinos o dioses
celestes por otro. No. Todos los seres humanos guardan
un misterio divino que están llamados a revelar y
realizar. Ya lo dijo el Salmo bíblico, hablando de los
hombres: “Sois dioses, hijos del Altísimo todos” (Sal
82,6).
El monje que ora y cura,
la muchacha que cuenta sus primeros amores, el musulmán
que reza al Único Dios, el terrorista que empuña el
arma, el soldado que mata… son hijas e hijos de Dios.
Diré más: son Dios mismo, pues Dios habita y alienta en
su corazón, aunque aún no sea en ellos enteramente Dios.
Cuando una comunidad
musulmana ora, celebra y canta – “somos orantes en medio
de un pueblo de orantes”, solía decir Christian, el
prior del monasterio–, entonces Dios ora, celebra y
canta. Cuando unos monjes son secuestrados y asesinados,
entonces Dios es secuestrado y asesinado. ¿Y qué nos
curará, nos hará libres, nos hará dioses, sino la
misericordia o la humanidad de Dios que se manifiesta en
toda belleza y en toda bondad?
La belleza, la bondad,
la humanidad no tienen dueños. Dios tampoco tiene dueño,
pues se derrama y se regala en todos los seres, más allá
de todos los esquemas y de todos los sistemas
religiosos, dogmáticos o morales. Pienso por ello que
nadie debiera utilizar esta película para defender su
causa particular, especialmente religiosa.
Creo que el Vaticano y
nuestros obispos no debieran referirse a este hermoso
film para decir: “¿Ya veis cómo tenemos razón? Esto es
la Iglesia, esto es el cristianismo, esto es la verdad”.
Ni para decir: “Sólo donde hay Dios puede haber
humanidad y bondad”. ¡Oh, no! Creo que de la película de
ningún modo se desprende ese mensaje confesional, ningún
mensaje confesional. No en vano su director, Xavier
Beauvais, es ateo; hizo la comunión contra su voluntad,
y no ha bautizado a su hijo.
“Mi problema –ha dicho
en una entrevista– es que no veo la relación entre el
cristianismo y el Vaticano”. Es ateo, pero (¡perdón!,
este “pero” está absolutamente de sobra) es
profundamente contemplativo. “Puedo estar cinco horas
sin moverme ante un bello paisaje”. Es un ateo místico.
No digan, pues, los
obispos: “Donde no se cree en Dios, no hay humanidad ni
bondad”. Y menos tomando pie de esta bella película,
pues la película, sin estridencia ni agresividad, dice
justo lo contrario: “Donde no hay bondad, no se cree en
Dios”. Lo dice más bien en forma positiva: “Donde hay
bondad, allí está Dios”. Ya lo dijo san Juan. Ya lo dijo
Jesús.
José Arregi
Para orar.
HE AQUÍ LA NOCHE
(Traducción del himno que cantan los monjes en la noche de Navidad)
He aquí la noche,
la inmensa noche del
génesis,
en la que no existe nada
fuera del amor,
fuera del amor que se
esboza:
separando la arena del agua,
Dios preparaba, como una cuna,
la tierra en la que había de aparecer.
He aquí la noche,
la dichosa noche de
Palestina,
en la que no existe nada
fuera del Niño,
fuera del Niño de vida
divina:
tomando carne en nuestra carne,
Dios transformaba todos nuestros desiertos
en tierra de primavera inmortal.
He aquí la noche,
la inmensa noche sobre
la colina,
en la que no existe nada
fuera del Cuerpo,
fuera del Cuerpo
perforado de espinas:
haciéndose crucificado,
Dios fecundaba como un jardín
la tierra en la que la muerte le plantaba.
He aquí la noche,
la inmensa noche que se
alumbra,
en la que no existe nada
fuera de Jesús,
fuera de Jesús en quien
todo culmina:
arrancándose de nuestras tumbas,
Dios conducía al nuevo día
la tierra en que había sido vencido.
He aquí la noche,
la larga noche en que
caminamos,
en la que no existe nada
fuera de este lugar,
fuera de este lugar de
esperanza en ruina:
quedándose en nuestras casas,
Dios preparaba como una zarza
la tierra a la que había de bajar el fuego.
Letra de D. Rimaud,
música de J. Akepsimas