LOS HIJOS DE ISMAEL
Que un profesor, el primer día de clase, pregunte sus
nombres a los alumnos es más que mera cortesía, y nada
tiene que ver, por de pronto, con un control de lista.
Antes de preguntarle a alguien “¿cómo te llamas?”,
debería descalzarme como Moisés en el Horeb, la tierra
pagana y sagrada de la Zarza Ardiente. Al escuchar a
alguien decirme su nombre propio, debería conmoverme
tanto como Moisés ante la revelación del sagrado
Tetragrama (JHWH), el misterioso nombre propio del Dios
bíblico que los judíos no pronuncian jamás.
Cuando alguien me dice su nombre, me confía su ser, su
misterio inviolable, su historia secreta incluso para
él, hecha de sueños y de miedos, modelada con la arcilla
más frágil y el agua más pura. Así es el nombre propio
de cada uno, y cuando lo escucho me convierto en su
portador y responsable. Cuando alguien nos dice su
nombre, deberíamos entrar literalmente en trance, como
Dios en el primer día de la Creación o de la Revelación.
Hace tres semanas, al comienzo del segundo semestre,
pedí a los alumnos que se presentaran por su nombre. Una
vez más, de nombre en nombre, compusieron el poema más
bello, la melodía más armoniosa, la oración más
inspirada.
Una chica dijo: “Yo me llamo Eva” (que significa
“Viviente” o “Vivificante”). Yo hubiese querido decirle:
“¡Oh, qué bonito, Eva!”, pero tuve que reprimirme, y
simplemente pregunté: “¿Conoces la historia de tu
nombre? ¿Conoces la historia de Eva?”.
Solo fue una relativa sorpresa que ni ella ni nadie en
la clase conociera la historia de Eva. Sin embargo, es
nuestra historia, la historia de todos los que vivimos
porque una mujer nos dio a luz.
Otra chica dijo: “Yo me llamo Saray”. No sé si logré
disimular la emoción, pero también esta vez me limité a
preguntar: “Y tú, ¿conoces la historia de Saray?”.
Tampoco ella la conocía, ni ella ni nadie entre los
cincuenta de la clase.
Es una pena que nuestros jóvenes no conozcan la historia
de sus nombres, por ejemplo esas historias bíblicas que
nunca sucedieron pero son tan nuestras y tan verdaderas,
pues, si las conociéramos a fondo, no solo nos
permitirían entender el pasado, sino sobre todo
comprender el presente y recrearlo.
Quiero contaros la historia de Saray y de Hagar, y la de
sus hijos Isaac y de Ismael, aunque el Génesis la cuenta
mucho mejor en los capítulos 16 y 21. Quiero contaros
sobre todo la historia de Ismael, que aún se prolonga en
la plaza de Tharir en el corazón de El Cairo.
Abrahán tuvo dos mujeres: Saray, que significa “Mi
princesa”, y “Hagar”, que significa “Extranjera”; en
realidad, la Biblia pretende que sólo Saray era esposa
de Abrahán y que Hagar no era sino una esclava egipcia
de la esposa, pero eso se debe simplemente a que la
Biblia cuenta la historia desde el lado de Saray la
Princesa, y no desde el lado de Hagar la Extranjera, o
si se quiere, desde el lado judío y no desde el lado
árabe.
Tan esposa era la una como la otra, pero ambas
sufrieron, y se hicieron sufrir. El sistema patriarcal
de la poligamia las hizo primero émulas, luego rivales y
al final enemigas. Y, como dice el Eclesiástico,
“ninguna pelea como la de las rivales, ninguna venganza
como la de las émulas” (25,13).
Saray era estéril y “no había dado” –así se decía
entonces– descendencia a Abrahán. Y, sin consultar para
nada con Hagar, dijo a su marido: “Ahí tienes a Hagar,
mi esclava; tómala y que ella te dé el hijo que deseas”.
Y así hizo, y Hagar quedó embarazada.
Entonces, a la pobre Princesa Saray le entraron unos
celos terribles y tanto maltrató a Hagar, que ésta tuvo
que huir de su casa y ser lo que su nombre indica, una
extranjera. Dios la encontró en el desierto junto a un
manantial, y no se lo explicaba, y le preguntó: “Hagar,
¿de dónde vienes y a dónde vas?”.
¿Cómo podía saberlo ella, si Él no lo sabía? Pero Hagar
respondió: “Huyo de Saray”. Y Dios le dijo: “Vuelve a
casa, mi Hagar, vuelve a tu casa. Y haz como si
asumieras tu rol de esclava y concubina, pero sé libre,
cree en ti y cree en ese hijo que llevas en tus
entrañas, y llámalo Ismael, es decir, ‘Dios escucha’,
pues es así: yo escucho a la extranjera, en contra de lo
que todos los hombres y pueblos que se sienten elegidos
se imaginan por un fatal malentendido. Sé libre, mi
Hagar, y da a luz la libertad”.
Y Hagar volvió a casa, transfigurada. Y dio a luz a
Ismael.
Los celos de Saray arreciaron. Pero años después sucedió
que la Princesa, a sus noventa años, también quedó
embarazada de Isaac, que significa “Risa”, y dijo: “Dios
me ha hecho reír”, pero lo que quería decir en el fondo
era que “la última que ríe, ríe mejor”, y que Hagar lo
oyera.
Un día vio Saray que los dos niños, Isaac e Ismael,
estaban jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer dos niños
sino jugar y reír? ¿Qué les importaba a ellos la
rivalidad de sus madres y los líos de la herencia y la
teología de la elección divina? Los niños ven las cosas
simplemente como son, y juegan, y así revelan el rostro
de Dios, sencillo como un niño.
Pero Saray no estaba para risas y se dijo “Esta es la
mía”. Y, ni corta ni perezosa, le dijo a Abrahán:
“Pongamos ya de una vez por todas las cosas en su sitio,
aclaremos quién es quién en esta casa: quién es la
esposa libre y quién la esclava concubina, quién el hijo
heredero y quién el segundón, quién el elegido de Dios y
quién el relegado. No aguanto que sigas haciéndote el
bien-queda y el bueno. Decídete ya: si crees en la
promesa de Dios, echa de esta casa a Hagar y a su hijo.
Te lo exijo”.
A Abrahán se le partía el alma, pero tuvo que acceder a
la exigencia de su esposa, como más de una vez sucede.
Al día siguiente se levantó, tomó una hogaza de pan y un
odre de agua, se los dio a Hagar, puso al niño sobre sus
hombros y los despidió con inmenso dolor.
Con más inmenso dolor se fueron Hagar e Ismael por el
desierto de Berseba, solos y a pie y sin saber a dónde.
Y cuando se les acabó el pan y se agotó el odre, el niño
lloraba a gritos, y a la madre no le quedaban fuerzas ni
para llorar, y cada grito del hijo le desgarraba las
entrañas más que al parir.
¿Dónde estaba Dios? Dios estaba con ellos, perdido y
solo como ellos. Y dijo a la mujer: “No temas, mi Hagar.
Juntos atravesaremos todo el desierto. Tu hijo será un
gran pueblo, será mi pueblo y hermano de todos los
pueblos. Y no temas, un día será libre”. Y así fue,
quiero decir: así debemos hacer que sea.
Ismael (que la paz sea con él) creció y vivió en el
desierto de Farán, cerca de la Meca y de la Kaaba, según
cuenta el Corán. Y encontró nuevos manantiales.
Y tuvo 12 hijos –cada nombre una promesa–: Nebayot,
Quedar, Abdeel, Mibsán, Mishmá, Dumá, Masá, Jadad, Temá,
Yetur, Nafís y Quedma, que son los doce patriarcas de
los pueblos árabes, y se extendieron desde Asiria (Irak)
hasta Egipto y desde Egipto hasta el Sahara, por todo el
Máshreq (que significa Levante) y todo el Magreb (que
significa Poniente).
Y de desierto en desierto, de manantial en manantial, se
extienden la promesa de Dios y el grito de Ismael, el
hijo de la esclava egipcia. Desde la plaza de Tahrir,
que significa “Liberación” y que tradicionalmente se ha
llamado plaza de Ismael, en el corazón de El Cairo, en
el corazón del mundo árabe, se expande imparable el
inmenso movimiento de la Juventud, del Pueblo y de la
Libertad, a pesar de la vergonzosa lentitud, por no
decir cobardía (Vargas Llosa dixit) de nuestros
gobiernos occidentales.
¡Mabruk (enhorabuena), hijos de Ismael!
José Arregi
Para
orar.
AL
FATIHA
(“La
que abre”, primera sura del Corán)
En el nombre de Allah, el Misericordioso, el Compasivo.
Bismi Allahi alrrahmani alrraheemi.
Las alabanzas a Allah, Señor de los mundos.
Alhamdu lillahi rabbi alAAalameena.
El Misericordioso, el Compasivo
Alrrahmani alrraheemi.
Rey del Día de la Retribución.
Maliki yawmi alddeeni.
Sólo a Ti te adoramos, sólo en Ti buscamos ayuda
Iyyaka naAAbudu wa-iyyaka nastaAAeenu.
Guíanos por el camino recto,
Ihdina alssirata almustaqeema.
El camino de los que has favorecido, no el de los que
son motivo de ira, ni el de los extraviados.
Sirata allatheena anAAamta AAalayhim ghayri almaghdoobi
AAalayhim wala alddalleena.