TEOLOGÍA
EL ESPÍRITU
A los cincuenta días (eso significa “Pentecostés”: quincuagésima) de la celebración de la resurrección de Jesús, la Iglesia celebra la “venida” del Espíritu y, con ella, el inicio de la misión.
La celebración de Pentecostés tiene como trasfondo histórico la fiesta judía de Shavuot o “Fiesta de las Semanas”, que se celebraba siete semanas después del segundo día de Pesaj o Pascua, y conmemoraba la Alianza de Yhwh con el pueblo judío, ratificada en la entrega de la Torah a Moisés, en el Monte Sinaí.
El término “espíritu” hace referencia a “aliento”, “hálito”, “soplo”, “respiración”… y remite al Origen y Principio de la Vida. Comprendemos bien que nuestros antepasados lo expresaran así: la experiencia cotidiana les decía que, donde había respiración, había vida, y que la ausencia de ese aliento o espíritu significaba la muerte. No es extraño que, desde muy antiguo, en muy diversas tradiciones religiosas, el Principio vital (Dios) haya sido nombrado como “Espíritu”.
El Espíritu es lo que alienta, impulsa, sostiene, moviliza…, lo que genera y mantiene la vida. Me parece iluminador que, en hebreo, el término que lo designa –rúaj- sea femenino, con lo que todavía se resalta más el simbolismo del Espíritu como la matriz de donde la vida surge.
En el texto de este domingo, que pertenece al llamado “testamento espiritual” de Jesús, tal como lo presenta el cuarto evangelio, aparecen afirmaciones que nos ayudan a “evocar” esa Presencia inefable, sin querer aprisionarla en conceptos, sino más bien reconociéndonos en Ella.
El Espíritu es llamado “Defensor” o, en un término más próximo al original griego, “Paráclito”. Es quien defiende y sostiene la vida; es protección y consuelo. Si lo vemos desde el “yo”, se trata de una figura protectora externa que, desde fuera, asegura ese sentimiento de protección. Si ahondamos un poco más en nuestra identidad, empezamos a percibir que el Espíritu es lo que aparece, se expresa y se manifiesta en toda vida, constituyendo la identidad última de todo lo que es.
La mente hace que nos veamos como seres separados, individuos –la mayor parte del pensamiento occidental, desde Boecio y sobre la base de la filosofía de Aristóteles, ha definido al ser humano como “sustancia individual de naturaleza racional”-, y que esa misma percepción la hayamos proyectado hacia el Misterio, hacia Dios. De ese modo, habíamos convertido a Dios en un “Ser individual todopoderoso” y, en la tradición cristiana, habíamos llegado a hacer, en la práctica, “tres individuos divinos”: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
A partir de esa falsa idea de separación, pensábamos al Espíritu, como una fuerza “defensora”, pero que nos venía de “fuera” –como “llama de fuego”, en la escenificación que hace el Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,3-, para fortalecer e impulsar nuestro yo.
Ahora bien, en la medida en que somos capaces de “tomar distancia” de nuestra mente, gracias a la observación de la misma, empezamos a descubrir la trampa de cualquier idea de separación. No hay nada separado de nada; eso es sólo una “creencia”, una falsa ilusión producida por nuestra mente divisora y separativa. No hay muchas vidas, una junto a otra. Hay Vida que se manifiesta, se expresa y “se vive” de maneras infinitas, y a la que nombramos de mil modos: Realidad, Conciencia, Presencia, Misterio, Dios…, Espíritu.
Desde esta nueva perspectiva, que se abre en el instante mismo en que dejamos de identificarnos con la mente, el Espíritu se nos muestra de un modo diferente al que estábamos, desde nuestra mente, acostumbrados.
Ya no es una figura separada que, desde fuera, viene a defender a nuestro yo necesitado. Es, más bien, nuestra Identidad última y compartida, el Aliento o la Vida que todo constituye y en todo se expresa.
Al reconocernos en Él –como Él-, todo encaja y se desvela. Porque no es que mi yo individual crea ser “el Espíritu” –esto sería un trastorno grave-; mi yo individual es sólo una expresión, una forma, en la que se expresa y vive lo que real y últimamente soy, la Vida que es.
A partir de ahí, se nos hace más patente el sentido de las palabras de Jesús. Habla de un “Espíritu de verdad”, porque es justamente en Él donde hallamos la verdad de lo que somos. No se trata de que nos aporte contenidos o creencias a las que aferrarnos, sino que sólo en el ser-en-Él descubrimos la verdad última de nuestro ser. Dicho más rotundamente: Nuestra verdad no es el yo individual, sino Él.
Dice Jesús que el Espíritu lo “enviará” desde el Padre, porque “procede del Padre”. Esas expresiones no hay que leerlas en un sentido espacio-temporal. El Espíritu no viene en un tiempo determinado, porque siempre es, siempre ha estado y siempre estará. Lo contrario sería equivalente a afirmar que la Vida “viene” en algún momento concreto. Tampoco viene de algún lugar, como si fuera un ser separado y distante. Es el “alma” de todo lo real, el corazón de la identidad última.
Pero no en el sentido de que fuera “añadido” a lo material, sino en una relación no-dual, donde el Espíritu y la materia no sólo no son opuestos, ni siquiera añadidos, sino el doble aspecto de una misma y única Realidad, la cara y la cruz de Lo Que Es.
Si seguimos nombrándolos por separado se debe, únicamente, a que nuestro lenguaje y nuestra mente no pueden actuar de otra manera.
Si el Espíritu es la Dimensión Profunda de lo Real, la espiritualidad hace referencia al cultivo de esa dimensión, experimentando, viviendo y ayudando a vivir lo que realmente somos, en la Unidad admirable de Lo Que Es.
Se ha dicho que “la epidemia más grande del mundo moderno es la superficialidad” (R. Panikkar); se ha denunciado el empobrecimiento del “mundo chato” (K. Wilber); se ha hablado también de la “anemia espiritual de nuestra sociedad” (M. Cavallé).
Pues bien, frente a ello, el camino no es acusar, sino preguntarse: ¿En qué medida ha contribuido a este estado de cosas la propia religión? Y favorecer la puesta en marcha de medios que nos ayuden a “despertar”, para saborear y vivir el Espíritu.
Para terminar, en esta fiesta del Espíritu, quiero regalaros un texto de Mónica Cavallé:
El Espíritu es “lo que vive en nosotros, lo que respira en nuestra respiración y pulsa en el rítmico fluir de nuestra sangre; aquello que ríe cuando reímos y danza cuando danzamos; lo que arde en nuestra ira y en nuestro deseo. Es lo que mira por nuestros ojos, piensa en nuestro pensamiento y nos inspira palabras cuando hablamos.
Es el vigor que late en la semilla, que asciende como savia y se celebra en el fruto y en la flor. Es la matemática armonía del cielo nocturno, de la estructura del cristal, de los arabescos del mundo subatómico, réplica analógica de las galaxias celestes.
Es aquello que nos fascina en el andar alerta y grácil del tigre, en la creatividad y elegancia insuperables del color de los peces y del plumaje de las aves. Lo que une a estos peces y aves en bandadas. La voluntad única que los hace moverse y danzar al unísono, formando un solo cuerpo…
Es la hermandad invisible que nos permite adivinar lo que sintió algún hombre del pasado, y compartir el dolor que adivinamos en la mirada de otro ser humano o en la mirada afligida de un perro…
Es la insólita belleza de la música y lo que se conmueve en aquél que la escucha. La misteriosa armonía que, enlazando lo más sutil y lo más grosero, permite que nuestro espíritu necesite de la materialidad del oído para sentir esa mística familiaridad. Lo que hace acordar el alma con lo que sólo son ondas sonoras…
Es la inteligencia ilimitada e insondable que todo lo rige y en todo se manifiesta. ¿Qué hay de abstracto o de “otro” en todo ello?”
(M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia,
Martínez Roca, Barcelona 2006, p. 92).
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com