DEFENSA DE LA INSUMISIÓN
EN LA IGLESIA
La jerarquía católica suele comportarse de manera
inmisericorde con quienes disienten de la línea oficial
y lo hacen públicamente. No se atiene a razones ni
humanas ni divinas. Menos aún a razones evangélicas, que
son las que más le duele y las que menos soporta porque
le recuerdan su gran distanciamiento del cristianismo de
los orígenes.
El papa y los obispos no aguantan la más mínima crítica,
por moderada que sea. Y mucho menos la que les hacemos
desde dentro en nombre de Jesús de Nazaret. Una crítica
que, por lo demás, no busca derrocarlos, sino sólo
hacerles ver que no caminan por la senda del Evangelio.
Muchas hemos sido las personas que hemos experimentado
en nuestra propia carne el trato despiadado de la
jerarquía.
Ahora lo está sufriendo el teólogo Joseba Arregi, a
quien se le impuso silencio en determinadas condiciones.
A los tres votos de religioso aceptó sumar un cuarto: el
del silencio que cumplió escrupulosamente.
¿Silencio por qué? Por haber revelado actuaciones
detectivescas del monseñor Munilla cuando era sacerdote
en la diócesis de San Sebastián y por haber expresado
públicamente su desacuerdo con la orientación pastoral
de monseñor Munilla, cuando fue nombrado nuevo obispo de
Guipuzcoa.
Desacuerdo no en solitario y de francotirador, sino que
se sumaba al de numerosos creyentes de la Iglesia
española y al de casi cien sacerdotes diocesanos para
quienes Munilla “en modo alguno es la persona idónea
para desempeñar el cargo (de obispo)”.
Arregi rompió el silencio al derogar el obispo las
condiciones que lo justificaban y escribió la carta
“Tomo la palabra” en clave de denuncia profética. Hace
dos días ha vuelto a escribir una nueva carta en la que
anuncia que va “a dejar la Orden Franciscana que ha dado
enteramente forma a mi ser”.
Lo que demuestra este comportamiento de la jerarquía es
que en la Iglesia católica imperan la censura, el
pensamiento único y el autoritarismo, se impone la
obediencia ciega, no se permiten el disenso y la
insumisión, ¡y falta de piedad!
Lo dice en su carta Arregi:
“En la Iglesia que tenemos no hay lugar para insumisos.
Y yo lo sabía. Tampoco hay lugar para insumisos en la
Orden franciscana que tenemos”.
En similares términos se había expresado dieciocho años
antes su hermano franciscano Leonardo Boff en un trance
parecido:
“El poder doctrinal (en la Iglesia católica) es cruel y
sin piedad. No olvida nada, no perdona nada, exige todo.
Y para alcanzar su fin, se toma el tiempo necesario y
elige los medios oportunos. Actúa directamente o usa
instancias intermedias u obliga a los propios hermanos
de la orden Franciscana a cumplir una función que
compete, por derecho Canónico, sólo a quien tiene
autoridad doctrinal”.
El papa y los obispos se ensañan de manera especial con
cristianos y cristianas de conducta intachable y de vida
evangélica ejemplar.
Durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto
XVI se cuentan por cientos los represaliados: teólogos,
teólogas, biblistas, moralistas, obispos, sacerdotes,
religiosos, religiosas, catequistas, líderes de
comunidades, formadores de seminarios, directores de
revistas religiosas, en la mayoría de los casos personas
dedicadas íntegra y desinteresadamente al servicio de la
Iglesia.
Contra ellos utilizan todos los medios a su alcance:
empiezan por someter sus escritos a censura, luego les
imponen silencio, les prohíben escribir, les retiran de
las cátedras, les cesan de sus cargos de
responsabilidad.
Y no contentos con esas sanciones, al final les exigen,
bajo presiones a sus superiores, abandonar la Orden o
Congregación a la que pertenecen. Decisión que se ven
obligados a tomar los afectados para preservar su salud
física, psíquica, mental y evangélica.
“Tengo la impresión de haber llegado ante un muro –decía
Boff en 1992 cuando anunció su abandono de la Orden
Franciscana- No puedo avanzar ni un paso más. Retroceder
implicaría sacrificar la propia dignidad y la libertad
de la persona”.
Y Arregi: “Tomé la palabra… porque ya pasaron los
tiempos en que la libertad de palabra pudiera ser
impedida en la Iglesia de Jesús con pretextos de dogmas
y magisterios”.
Esos procedimientos se utilizan tanto contra hombres
como contra mujeres, siendo el caso de éstas más
doloroso por el clima de ocultamiento con que se llevan
a cabo y, a veces, con el silencio de los medios de
comunicación que no conceden especial relevancia a la
marginación que sufren las mujeres en la Iglesia
católica en general y en las Congregaciones religiosas
en particular.
En la mayoría de los casos el abandono de la vida
religiosa no significa cambiar de estilo de vida. Todo
lo contrario, se comprometen a seguir viviendo la opción
por los pobres con más radicalidad evangélica.
Fue el caso de Boff:
“Yo he cambiado. No de batalla, sino de trinchera. Dejo
el ministerio presbiteral, pero no la Iglesia. Me alejo
de Orden Franciscana, pero no del sueño tierno y
fraterno de San Francisco de Asís”.
Lo es ahora el de Joseba Arregi:
“Quiero seguir siendo discípulo de Jesús de Nazaret, el
hombre bueno y libre… Quiero seguir siendo
franciscano, un simple franciscano sin hábito”.
Si se valoran los éxitos y las derrotas desde el poder,
al final, en la Iglesia siempre gana la jerarquía. Pero
no nos llevemos a engaño. El triunfo es sólo aparente.
En el caso de Arregi, han ganado el evangelio, la
libertad, la esperanza y la insumisión.
Con comportamientos tan represivos, la jerarquía se va
quedando cada vez más sola, más aislada, más cerrada y
pierde credibilidad, mientras que el teólogo vasco va a
contar con la compañía de los movimientos cristianos de
base, con la solidaridad de los colegas y con el
reconocimiento de los hombres y mujeres que luchan por
la libertad de conciencia y por una sociedad libre de
dominación, sea ésta patriarcal, religiosa, política,
militar y económica.
Juan José Tamayo