EL BLOG DE LUIS ALEMÁN     

                             
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      IGLESIA


 

Las iglesias del primer siglo

 

 

No existió una primitiva comunidad cristiana idílica, que nos sirviera de ejemplo nostálgico para todos los tiempos. La iglesia de Jesús, como todo lo hecho por el Espíritu, es como un nuevo big bang que tras el estampido inicial se transforma en proceso silencioso, desplegando su vitalidad, poco a poco, como la savia por la vid, lentamente y en silencio. Y que florece donde menos se espera y en los ambientes más extraños.

 

En los primeros tiempos, los seguidores de Jesús crearon muchas iglesias: la iglesia de Jerusalén, la de Antioquía, la de Corinto, la de Tesalónica, la de Roma... Iglesias sin templos ni sacerdotes. Por eso, por no tener templos ni sacerdotes, los romanos consideraban a los cristianos paganos.

 

Eran iglesias muy diferentes unas de otras, en su organización, en sus preceptos o costumbres a seguir.

 

Pero todas predicaban al mismo Jesús. Los cuatro evangelios que reconocemos todos, son producto de esas diferentes iglesias. Se consiguió el ideal agustiniano: "Unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo."

 

Lo cristiano explosionó conducido no por autoridad jurisdiccional alguna sino por la primacía del amor.

 

La primera comunidad de seguidores de Jesús, con sede en Jerusalén, estaba formada por judíos convertidos a Jesús. Extraña comunidad. Mucho más judía que cristiana. Dirigida por un pariente de Jesús, Santiago, que impuso la circuncisión. Como en cualquier sinagoga, un consejo de presbíteros, junto con los apóstoles, llevaba la dirección. La autoridad moral la tendrían los doce, con la evidente y destacada presencia de Pedro, pero el primer báculo lo tuvo el “hermanísimo”.

 

Más tarde se ve que cedió ante lo de la circuncisión, pero no en lo de comer animales estrangulados, o sangre. Parece que murió apedreado el año 62.

 

Su gran rival fue Pablo. Santiago hizo cuanto pudo para que no triunfaran las ideas de Pablo. Pablo salió vivo y con prestigio gracias a su valía personal y a la ayuda de Pedro, que aunque con titubeos, fue viendo cada vez más claro. “Realmente, voy comprendiendo que Dios no discrimina a nadie...” Hechos 10,34

 

La segunda iglesia “cristiana” fue creada en Antioquía (Siria) por judíos de habla griega, de muy diferente talante, fariseos ultraconservadores a medio camino entre la Torá y Jesús, y judíos convertidos a Jesús de cultura helena, que chocaron en Jerusalén con Santiago. Todos venían huyendo del ambiente turbulento con persecuciones y asesinatos de Jerusalén.

 

Allí, en Antioquía, se empezó a hablar de los “cristianos”. La creación de los siete diáconos (todos de nombre griego) está vinculada a esta comunidad más inquieta y más activa que la cada vez más conservadora y judaizante de Jerusalén. En Antioquía se le dio más espacio al Espíritu. Y desde allí salieron los misioneros con el mensaje de Jesús.

 

El tercer grupo de iglesias cristianas, las comunidades creadas por Pablo, estaban formadas por cristianos provenientes del paganismo, con problemas de costumbres, ideas y ritos muy diferentes.

 

Estas comunidades paulinas no tienen estructura presbiteral como la de Jerusalén. Sí aparece una gran cantidad de oficios, casi todos carismáticos unidos por el Espíritu. Y todos valen en la medida que procedan del amor. Unos saben leer. Otros saben interpretar las escrituras. Unos tienen el don de enseñar. Otros el don de discernir... Diversos carismas, pero un único Espíritu. Diversos servicios, pero un único Señor. Diversas funciones, pero un único Dios.

 

En estas comunidades paulinas brillan notablemente algunos personajes femeninos, en calidad de responsables y de apóstoles.

 

Finalmente, otra corriente eclesial, que fue pronto agostada. Las comunidades que nacieron alrededor del histórico o mítico discípulo amado, Juan. Quizá nunca sabremos si Juan escribió el evangelio y las cartas que se le atribuyen. Más bien parece que detrás haya un grupo de cristianos de cierto nivel intelectual, con tendencia al espiritualismo salpimentado con el pensamiento gnóstico de la época.

 

Comunidad muy de Jesús. Ajena a todo "poder" jerárquico. Confiando su porvenir al Espíritu. Bella y atractiva experiencia.

 

 

 

 

ORIGEN DE LA INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA

 

 

Arrasada Jerusalén, que sí fue sede de la primera comunidad cristiana, se evidenció poco a poco, la necesidad de que una de las iglesias fuera aceptada como punto de referencia y encuentro para todas las demás.

 

Roma -por distintas razones sociales, políticas, vitalidad cristiana- fraguó como ese lugar de encuentro. Aunque el elemento más determinante fue sobre todo la voluntad de los emperadores romanos.

 

De alguna manera tenía que estructurarse el nuevo movimiento provocado por Jesús, si no quería convertirse en un asamblearismo de utópicos e iluminados como, efectivamente, empezó a ocurrir en determinadas comunidades.

 

La iglesia romana puede y debe organizarse como estime más oportuno, con la modalidad que los tiempos exijan, siempre sin perder de vista ni comprometer el mensaje de Jesús.

 

Lo que nunca podría hacer es presentar su organización como dictada por Jesús. Ni parapetarse tras el Espíritu Santo para defender su organización. El Derecho Canónico no es cosa revelada. Intentar sacralizar el andamiaje actual, producto del sentido común o de múltiples conveniencias, declarándolo de derecho divino es abuso descarado y pecaminoso.

 

No puede presentarse su esquema organizativo como una historia sagrada: “Jesús fundó la iglesia sobre los doce apóstoles”. “Los obispos son sus sucesores”. “El papa es sucesor de Pedro”. Ninguna de estas afirmaciones responde a la verdad histórica y neotestamentaria.

 

Jesús no fundó ninguna iglesia. Los obispos actuales no son, en ningún sentido - ni teológico, ni bíblico, ni histórico, ni de derecho ni de hecho - los sucesores de los doce “apóstoles”.

 

Entonces “¿quién sucede a los apóstoles? La respuesta rotunda sólo puede ser una: la Iglesia, la Iglesia entera sucede a los apóstoles. Apóstol es todo aquel “testigo” de Jesús resucitado, “enviado” con la buena noticia.

 

Son los seguidores de Jesús, los que creen en él, quienes reciben el encargo: “haced esto en memoria mía”, “perdonad”...

 

Jesús no instituye un cuerpo sacerdotal de elegidos, con poderes mágicos o divinos. La dimensión histórica y cósmica de Jesús no se la puede empequeñecer haciendo de Él el primer eclesiástico. No existen más sacerdotes en los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento que los que crucificaron a Jesús.

 

Pedro no fue nunca ni obispo ni papa. En ningún sentido. En ningún sitio de los cuatro evangelios,  se dice que Pedro sea el jefe, o que los demás tengan que obedecerle. Aducir aquello de “apacienta mis corderos... pastorea mis ovejas” como prueba de la autoridad de Pedro sobre fieles y obispos, es de tal memez técnica que sólo puede ser utilizada por quienes pretenden aprovecharse del Evangelio.

 

Pero la fe de Pedro y la fe de los apóstoles, testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, son los auténticos pilares sobre los que se funda la Iglesia.

 

La iglesia se funda en Jesús. Porque Jesús es palabra de Dios, lo que Dios dice a los hombres. Es camino hacia Dios. Es vida de Dios.

 

(Quien quiera saber qué piensa Dios, que estudie a Jesús. Y quien quiera encontrarse con Dios, que siga a Jesús).

 

 

 

 

CARA Y CRUZ DE LAS INSTITUCIONES

 

 

Las instituciones son la garantía de las sociedades. Y una sociedad progresa o muere según la fortaleza o debilidad de sus instituciones. El individuo crece y se desarrolla en sociedad. Toda institución tiene como único fin la armonía y bienestar de la sociedad. La institución es para la sociedad. Nunca la sociedad para la institución.

 

Estas instituciones las crea el hombre para organizarse, defenderse, convivir, y progresar. Deben cambiarse cuando la sociedad cambia.

 

Cuando se pervierten las instituciones, aparece el caos. Cuando caen en manos de unos pocos se corrompen, porque se utilizan como medio para dominar y no para servir.

 

Por tanto, las instituciones son imprescindibles para los hombres porque sin ellas no hay sociedad. Pero son peligrosas. Pueden matar la libertad.

 

Las grandes religiones pretendieron, desde siempre, que sus instituciones son sagradas, creadas por Dios. Por tanto, nadie puede cambiarlas, acomodarlas a tiempos o espacios diferentes. Son instituciones divinas. De derecho divino.

 

La gran visión de Jesús fue descubrir, denunciar y luchar contra el verdadero opresor de su pueblo: que no eran los romanos, sino las instituciones religiosas judías: Jerusalén, Templo, Ley, Sacerdocio.

 

Jesús creyó que hacía falta un nuevo éxodo (éxodo y liberación es lo mismo), una nueva huida, una nueva pascua, sacar al pueblo de las esclavizantes instituciones. Había que construir un nuevo Templo: el Hombre. Un nuevo modelo de relación con Dios Padre, sin intermediarios. Se acababan los sacrificios y expiaciones. Se acabó la sangre y los altares. La nueva Pascua cristiana es un trozo de Pan y un vaso de Vino en una mesa liberadora. Mesa de hermanos.

 

La antigua alianza, la antigua pascua, las antiguas instituciones, la ideologías religiosas habían dejado al pueblo paralítico, ciego, cojo, mudo, encorvado, leproso, marginado, apaleado, muerto.

 

Había que liberar al pueblo, había que darle de comer, había que vitalizar la sociedad de los hombres con una nueva vida, con un modo de pensar sobre Dios, totalmente distinto al oficial. Sacar al pueblo del pozo. Predicar un Exodo definitivo en el que no quepa la esclavitud, en nombre de ningún Faraón, ni en nombre de ningún Templo, ni en nombre de ningún dios.

 

 

 

En nombre de Dios

 

 

Nadie te puede hablar en nombre de Dios. ¡Nadie! Óyeme bien: nadie.

 

Todos los hombres hablamos con vocablos humanos. El “lenguaje” de  Dios no tiene traducción a ningún idioma humano.

 

Siempre hubo gurús, lideres religiosos, brujos, profetas que se presentaron como portavoces de Dios. Y esa arrogancia le ha costado muy cara a la humanidad.

 

Creo –y esa es mi fe– que Dios se ha manifestado, se manifiesta continuamente al hombre. Pero Dios no ha dicho una sola palabra del diccionario.

 

La palabra de Dios se hizo carne, se hizo hombre. Pero no se hizo vocablo. Nadie puede afirmar que habla al dictado de Dios. Quien lo haga, o está loco o es un soberbio.

 

Sí, lo creo. Dios se metió en la historia de un pueblo, y en la Biblia podemos intuir, descubrir sus modos y sus caminos, y después de mucho estudiar y mucho orar y de limpiar mucho nuestros oídos y nuestros ojos podemos llegar a comprender algo de Dios. Pero no podemos atribuir a Dios ni un solo versículo de la Biblia.

 

Eso de “palabra de Dios”, o se entiende o puede ser una solemne tontería.

 

Todo el inmenso universo es “palabra de Dios”. Pero palabra no traducida. Sin sílabas, sin sonidos.

 

Igual que “grita” Dios en el pobre con quien me cruzo por la acera, pero en silencio... Para quien tenga oídos.

 

Africa está lanzando un discurso. Los emigrantes, las multinacionales, los bancos, los terroristas, los niños que tienen que trabajar, las mujeres esclavas lanzan alaridos… y  yo –ésta es mi fe– creo oír a Dios. Pero que nadie me pida que traduzca a Dios.

 

Hoy día, el profetismo es otra cosa. Ya no está David en su palacio. La nuestra es otra historia, otra Biblia. Aquí Dios no da discursos, ni manda recados, ni proclama mandamientos, ni dicta verdades.

 

Que nadie se atreva a traducir en nombre de Dios.

 

 

 

 

Poder y Divinidad

 

 

Se vincula el poder a la divinidad. Dios es la fuente del poder. Se sacraliza la elección, la entronización y el ejercicio del poder. Así se elabora la teología del poder. Los que mandan han sido puestos por Dios. Han sido elegidos por Dios. Representan a Dios. Quien los obedece, obedece a Dios. Al pueblo le gusta que Dios mande. Es un orgullo tener unos jefes que están puestos por Dios. Da prestigio y seguridad.

 

Esto ha ocurrido en toda religión que se precie. Los Faraones eran dioses. Los Emperadores de Roma eran divinizados al morir. Más tarde, cuando ya la degeneración era total, consiguieron la divinidad sin tener que morirse.

 

La diferencia con la Biblia es que en Israel los reyes nunca llegaron a ser considerados dioses sino “elegidos” y “ungidos” por Yahvé. Cualquier poder para ser tal, emanaba de Dios. Identificar Poder y Dios fue columna vertebral de la historia escrita por los judíos. Dios elegía, defendía y actuaba a través de su elegido. La democracia no es del Antiguo Testamento.

 

Parece evidente que en esto del poder, autoridad, jefaturas, canonjías, papados, abadías, cardenalatos y demás jerga curial se sigue anclado en el Antiguo Testamento. En lo organizativo y en lo teológico no se admite la democracia para el pueblo de la nueva Jerusalén. Poder y Divinidad siguen caminando juntos, como en el Pentateuco.

 

Es más cómodo seguir siendo niños delegando nuestras responsabilidades en la madre superiora, en el obispo, en la conferencia episcopal, en el papa: ellos nos evitan el riesgo de ser adultos. Se está bien en el seno materno. Desviaciones freudianas de infantilismos enquistados. En cuestiones de fe el creyente siente pánico a ser adulto y jugársela a solas con la responsabilidad de su conciencia.

 

Por contra, la sociedad civil ha alcanzado notables grados de madurez. Incluso las viejas monarquías han de ser refrendadas, ya, por el pueblo: única fuente del poder. Dios no tiene nada que ver -¡alabado sea el Señor!- en la designación de sus monarcas. Dios no los ha elegido, ni ungido.

 

La democracia es un gran paso en el lento caminar de los hombres. Pero esto sólo sucede en sociedades adultas. En ambientes más primitivos, las masas prefieren que Dios siga al mando. Se mantienen los lideres religiosos en sociedades sacrales teocráticas, como el Rey de Marruecos, los Jomeinis, los Hassanes, los Ulemas de Afganistán. Todos “liberan” a sus pueblos de la obligación de pensar, decidir y crecer.

 

Y mientras la Jerarquía católica insista en mantener su placenta envolvente sobre su rebaño de ovejas, ese presunto pueblo elegido no saldrá de la guardería.

 

Secularizar la sociedad no es igual a negar a Dios. Es dejar al hombre que sea hombre para que Dios sea Dios. Al Cesar lo del Cesar y a Dios lo de Dios.

 

Podrá parecer ateo o paradójico: para que la humanidad se acerque a los designios de Dios tendrá que liberarse del pegajoso sistema teocrático, del paternalismo de lo divino y asumir su madurez, su mayoría de edad, la responsabilidad de su autobiografía, y en consecuencia el progreso de la humanidad.

 

Con frecuencia el infantil recurso a Dios no es otra cosa que la huida de sí mismo, bien por miedo bien por abdicación de la libertad.

 

 

 

 

UNA MONARQUÍA ABSOLUTA

 

 

El mensaje de Jesús, la buena nueva de Jesús, se ha adaptado, se ha transformado hasta convertirse en una religión con sus templos, sus sacerdotes, sus sacrificios, sus diezmos y primicias, su multitud de reglas (más incluso que las del Antiguo Testamento). Sus negocios (más incluso que el mercado de animales). Sus funcionarios.

 

La Iglesia católica es una gran religión, con una monarquía mucho más poderosa que la del Rey David. Una Monarquía sagrada, absoluta, personal, y vitalicia. Pacta sus concordatos con los reinos de este mundo. Presume de sello inmortal por su RH divino. Un auténtico sueño de grandeza: “Todo esto te daré, si llegamos a un acuerdo”.

 

Monarquía absoluta. Sin duda. Todo el poder en uno. Dentro de la iglesia el papa lo puede todo, y él solo, lo puede todo. Aunque en el Concilio de Constanza (1414 - 1418) quedó claro que el poder papal estaba supeditado al sentir de la iglesia. Es decir, el papa no se equivoca, pero sólo cuando proclama lo que piensa toda la Iglesia.

 

Y ese principio salvó a la Iglesia, porque, en aquellos días, había tres papas cada uno con sus razones y sus seguidores. El más terco, aunque quizá el más legítimo, el aragonés Benedicto XIII, que nunca cedió. Murió en su Vaticano de Peñíscola. "En sus XIII".

 

Sólo un concilio, por encima del papa o de los papas, podía ofrecer una solución. La Iglesia reunida (un concilio) encontró la solución. Porque la Iglesia está por encima del Papa.

 

Hoy no. Hoy la iglesia tiene que pensar lo que dice el papa. Ya hable de Dios, de Europa, de política, de historia, de medicina... Del pasado, del presente, del futuro… Nunca en toda la historia de la humanidad ha habido un poder más absoluto y monárquico.

 

Reconozcamos con humildad la piadosa monstruosidad que se consumó en el Vaticano I de 1870. Los cambios sociales, políticos y de mente que sacudían a Europa, produjeron en Roma el miedo al desastre total. Y ese miedo engendró una jefatura con dominio absoluto y poder ilimitado

 

Con el poder de Dios. Y digo el poder de Dios, no sólo el poder de Jesús. Jesús, por ejemplo, dijo que lo suyo no era enjuiciar al mundo, sino salvarlo. Sólo su Padre podía tener una opinión sobre los hombres.

 

El papa opina de todo, determina quiénes son buenos y los canoniza. Señala con su dedo a los malos y los condena. Marca límites, calla bocas, deja cojos para toda la vida a los que él cree que no deben correr, paraliza movimientos del espíritu, esteriliza a los profetas para que no se multipliquen.

 

 

 

Iglesia  o Iglesias

 

 

Seguro que habrá oído, alguna vez, la teología popular según la cual una cosa es Dios y otra la Iglesia: “me interesa Dios, pero no quiero nada con los curas”, creo en Dios, pero no creo en la Iglesia

 

Para los adscritos al cristianismo, no hay Dios si no hay Iglesia. En consecuencia, para quien elija creer en Jesús, para quien decida seguir la ruta de Jesús no tiene más salida que unirse a la comunidad de Jesús: la iglesia.

 

¿Pero qué Iglesia? En teoría, la respuesta es sencilla: la iglesia formada por los hermanos que intentan seguir los pasos de los testigos y discípulos de Jesús.

 

¿Y esa Iglesia es la Iglesia católica?

 

Dentro de la Iglesia Católica, aparece, cada día con más vigor, la realidad de dos iglesias, dos mundos que conviven con más o menos dificultades: una iglesia a la que podemos denominar como oficial y, por otra parte, una pluriformidad de comunidades de fe, que viven dentro de la esfera católica, pero, con notable independencia.

 

Desde la iglesia oficial (es decir: la única, santa, católica, romana) se dictan las ideas, se gradúa la intensidad de cada verdad: dogma expresamente definido, dogma implícito, doctrina de la Iglesia, doctrina del Vaticano (?), pensamiento del Papa (?) y mil formulas más. Se somete a un control estricto a todos los profesores de teología e, incluso, a través del brazo civil, a cualquier profesor de religión en cualquier centro de enseñanza. Ningún sistema, ningún dictador consiguió tanto control, tanto poder sobre el pensamiento de los hombres.

 

Pero Dios no quiso la uniformidad. La tierra no sería bella si no hubiera montes y valles, desiertos y trópicos,  hombres negros y hombres blancos, orientales y occidentales.

 

A estas alturas de la historia resulta sarcástico que algún obispo, cardenal, o dicasterio romano siga manteniendo que –cualquiera de ellos– posee la medida de la verdad, ni sobre Dios, ni sobre el hombre, ni sobre lo bueno o lo malo.

 

No se puede seguir esgrimiendo cualquier tipo de monopolio sobre Dios o sobre la Verdad, al margen de la auténtica Iglesia de Jesús, todos los hombres y mujeres convocados y congregados en torno a Jesús y su buena nueva.

 

La historia, la humanidad, los creyentes, e incluso los ateos, están pidiendo a gritos que la Institución eclesiástica se convierta. Algo de “pecado contra el Espíritu” está cerrando la mente de este monstruo anacrónico llamado Vaticano.

 

Me considero creyente, cristiano y vivo mi fe en las comunidades católicas. Necesito de la Comunidad. No podría seguir creciendo en mi fe fuera de una comunidad de hermanos en la fe. Necesito el trozo de pan de los domingos. Necesito oír el evangelio en medio de los hermanos. Necesito rezar el Padre Nuestro con los demás hermanos.

 

Ni quiero, ni podría ir por libre. Pero mi fe se ha desarrollado, me ha invadido en la medida y a medida que iba teniendo el coraje de sentirme libre de la opresión eclesiástica. Simplemente veo, y con toda claridad, que la Institución es el muro que sigue impidiendo el crecimiento del mensaje de Jesús.

 

No voy a escribir una sola línea con la intención de que me excomulguen. ¡Por supuesto! Pero no voy a dejar de escribir una palabra por miedo a una excomunión.

 

 

 

 

A ESTO LE LLAMAN ANTICLERICALISMO

 

 

El carisma favoreció la riqueza de la diversidad y la libertad, pero puso en peligro la unidad.

 

Estamos en el siglo tercero. Los responsables de las diferentes iglesias cristianas se transforman en clérigos. Y estos clérigos se organizan en un escalafón jerárquico y se convierten en poder sagrado: Jerarquía. El gran invento para uniformar y controlar.

 

Está naciendo en la familia cristiana una clase social: el clero. La finalidad del clero se camufla con lo del servicio a la comunidad. Pero la realidad es que el clero se convierte en instrumento de la Jerarquía. Funcionarios sacralizados de un estado supranacional. La primera multinacional.

 

Desde el evangelio no se puede estar de acuerdo ni con lo de poder ni con lo de sagrado. Ataca en la línea de flotación al evangelio. Jesús no enseñó a mandar sino a servir.

 

Jesús no fue de la casta sacerdotal. Sus seguidores no fueron los sacerdotes. El clero fue su principal enemigo. No fue el pueblo judío quien lo llevó a la cruz, sino el clero.

 

La primera desgracia es la identificación social de iglesia y clero. Así a simple vista, la Iglesia Católica se identifica, popularmente, con la siguiente imagen: una religión que profesa un Credo, que tiene un Jefe absoluto llamado Papa y una red de funcionarios sagrados con poderes divinos, organizados según un escalafón.

 

Le costará mucho separar las palabras iglesia y clero. Pero su fe en Jesús dependerá mucho de esa separación. Roma, papas y clero no es lo mismo que cristianismo. Cristianismo es una Fe, y Roma, papas, clero, la jerarquía, es un poder.

 

A este tipo de afirmaciones le llaman anticlericalismo. En esto me defino con absoluta contundencia: la jerarquía eclesiástica como institución sacralizada, intermediaria entre Dios y los hombres, hoy no tiene sentido.

 

El anticlericalismo es consecuencia del catolicismo clerical en el que nacimos, crecimos y nos movemos. El clero, no sólo en España, pero sobre todo en España, ha decidido leyes, ha bautizado guerras, ha urdido regímenes.

 

El clero no ha sido levadura oculta, sino el arroz en la paella y la patata en la tortilla. Habrá servido al pueblo, pero también lo ha dominado. Y el pueblo - incluso el cristiano - ya es mayor de edad.

 

Esta posición anti-eclesial no sólo se da entre sectores más o menos ateos, sino incluso en ambientes cristianos. Hoy es signo de identidad de muchas comunidades cristianas de base e incluso de una notable parte del mismo clero.

 

No existe ningún dato histórico, ni bíblico, en los que enganchar el actual andamiaje clerical. Ni el poder monárquico, absolutista, de un Sumo Pontífice, ni ese inmenso despliegue de obispos, sacerdotes y funcionarios clericales, entrelazados en un organigrama jerárquico, tienen cabida en el evangelio y en la teología cristiana del evangelio.

 

Esa organización clerical no es la aplicación del mensaje de Jesús. Es, más bien, una descarada manipulación de la revelación cristiana y una recaída en el Antiguo Testamento que empieza a contaminar al pueblo cristiano ya desde el siglo III y IV.

 

Nadie, medianamente culto en la historia de la fe cristiana, puede decir con propiedad que Jesús fundó una Iglesia, y mucho menos esta iglesia.

 

Lo único históricamente cierto es que, constatado el hecho de que Jesús vivía después de su muerte, se forma una iglesia, en el sentido de comunidad creyente distinta de Israel. Se pone en marcha un movimiento vinculado a Jesús sin culto propio, sin constitución alguna propia, ni organización con oficios específicos.

 

El fundamento de aquella primera comunidad de seguidores era sencillamente la profesión de fe en que ese Jesús era el Mesías. Y esa adhesión a Jesús quedaba sellada con un bautismo en su nombre, y mediante un ágape en su memoria. Ahí está la verdadera y única piedra base de la comunidad de seguidores de Jesús: la adhesión a Jesús (bautismo) y la comida fraterna (eucaristía).

 

 

 

 

NOSOTROS LOS ELEGIDOS

 

 

Los creyentes en Yahvé, en tiempos de David y sucesivos reyes, tenían un catecismo muy simple. Dios es el dueño del universo y de los hombres. Y todo se rige por un orden jerárquico, sacralizado. Dios elige a quien quiere y rechaza a quien no quiere. Dios eligió a su pueblo. Eligió a Abraham. Eligió a Moisés. Masacró a los egipcios. Eligió a David. Quien vaya contra David va contra el que lo eligió.

 

Es difícil imaginar una soberbia mayor a la del que se piensa a sí mismo como seleccionado de entre la multitud, sintiéndose elegido y protegido bajo el paraguas de Dios, en su Arca de Noé, mientras el resto del mundo se ahoga en dolor y hambre.

 

Sacerdotes y obispos no forman una casta sagrada, no son hombres “separados”, “escogidos”, como una clase social diferente, como unos ángeles en la tierra. Porque una cosa es ser un creyente “dedicado” por un encargo o misión a los demás y otra muy distinta, pretender ser un “consagrado” o “ungido”, un intermediario entre Dios y los hombres.

 

Eso queda para el Antiguo Testamento, para los tiempos del Levítico. El Antiguo Testamento no es cristiano. El velo del templo se rasgó el viernes santo a mediodía. El sacerdocio no se dio entre los cristianos en los primeros siglos. La teología del nuevo testamento proclama que el sacerdocio del antiguo testamento lo ha heredado el pueblo cristiano.

 

El mundo necesita hoy hombres y mujeres, entregados a los grupos de creyentes; que sepan y dominen bien el Evangelio; que hagan más oración que los demás; que entreguen sus vidas por los demás y que sean los “puntos de encuentro” para esos creyentes y lazos de unión con los otros grupos, otras comunidades, otras iglesias.

 

Y que la suma de todos los grupos, comunidades, iglesias, unidos en un Pedro que confirme en la Fe a los más débiles y que les recuerde siempre que no se olviden de los más pobres, sea como la presencia visible, sacramental, de Jesús en el mundo, actuando a través de su Espíritu.

 

Pienso que el mundo –y cuando digo mundo, pienso en Africa, Asia Sudamérica, suburbios...- pasa ya de tantas catedrales, góticas, romanas, barrocas, de tanto arte medieval o renacentista. Esas huellas a las que llaman cultura cristiana o, simplemente, cristianismo.

 

El mundo hoy necesita a Jesús, el de Nazaret, que ni fue sacerdote, ni clérigo, ni teólogo y al que crucificaron en Jerusalén los letrados, los fariseos, los sacerdotes.

 

Es deslumbrante y penosa la constatación histórica de que tanto el pueblo de Israel como el catolicismo romano levanten la bandera de pueblo elegido por Yahvé o por Dios.

 

Jesús nació hebreo. Por supuesto. En algún sitio tenía que nacer. Sin embargo su pertenencia a una determinada raza, a una zona geográfica o a una cultura concreta no confiere derecho alguno a nadie.

 

De ese Jesús histórico se pasó enseguida al Cristo greco latino, hecho por occidente y para occidente. Un Jesucristo hebreo, judío, griego y romano maniatado, paralizado por todas las contaminaciones de esas culturas, de los intereses de esos pueblos, pequeñas o grandes tribus de la humanidad.

 

El seguidor de Jesús se ve, hoy, en la urgencia de liberarlo, de desatarlo del judaísmo, del romanismo, del occidentalismo, porque Jesús es de todos y para todos.

 

Jesús es tan grande que está por encima de cualquier religión, y del mismo cristianismo. No puede ser barrera que separe culturas, ni bandera contra nadie. Jesús es patrimonio de la humanidad, no es propiedad de nadie, ni de ninguna iglesia, ni de ninguna raza.

 

El deseado ecumenismo podría llegar a ser una realidad. Unión de los creyentes en el diálogo, en la fraternidad y no en el poder.

 

 

 

 

La locura de las reliquias

 

 

Durante ocho siglos (desde los siglos IV al XII) toda la cristiandad se articuló sobre las reliquias, - la mayoría falsas - de santos, personajes del Antiguo y Nuevo Testamento, del mismo Cristo y la Virgen. Fue la fiebre de las reliquias. Se compran y se venden. Se roban, se estafan, se inventan. Sobre ellas se edifican monasterios, abadías, catedrales. Su tenencia lleva aparejado grandes beneficios y canongías. Son foco de peregrinaciones y, en consecuencia, de riqueza e influencias. De ahí que los robos más cinematográficos de la época tengan como argumento el robo de una reliquia.

 

Fe absoluta en los milagros y reliquias de santos y mártires eran el centro de actividad cristiana para seglares y clero.

 

Según Paul Johnson, “las peregrinaciones a los lugares en que se guardaban reliquias importantes, comunes a partir del siglo IV, se convirtieron en el motivo principal de los viajes realizados durante más de mil años y determinaron la estructura de las comunicaciones y, a menudo, la forma de la economía internacional.”

 

Se conservan algunos inventarios en los que se detalla el patrimonio de algunas abadías. La abadía benedictina de Reading (Gran Bretaña) custodiaba:

 

Un zapato de Nuestro Señor.

Los pañales del niño Jesús.

Pan procedente de la comida de los cinco mil.

Pan de la última cena.

Agua y sangre del costado de Jesús.

Cabellos, la cama, y el cinturón de Nuestra Señora.

Las varas de Moisés y Aarón.

Etc. etc.

 

Gregorio I descubrió que monjes griegos robaban por las noches los cementerios comunes romanos para llevar sus huesos a Constantinopla y negociarlos como reliquias.

 

No había monasterio, abadía, o sede episcopal que no guardara el trozo de un santo. 600 años se tardó en levantar una de las más bellas y armónicas catedrales de la cristiandad, la de Colonia. Allí se conservan en sepulcros de oro los tres cuerpos de los tres reyes magos que, como todo el mundo sabe, ni fueron tres, ni fueron magos, ni fueron reyes. ¿Fueron? Según el cristiano medieval, sus cuerpos descansan en la Catedral.

 

Para Roma, la reliquia más importante siempre fue el cuerpo de S. Pedro. La reliquia más buscada. La de mayor trascendencia para el Vaticano. El argumento más tangible para defender la primacía de Roma.

 

En la historia de la Iglesia cristiana sobran apariciones, milagros, intervenciones “divinas”, reliquias reales y manufacturadas. La orografía cristiana del medievo está sembrada de quincallería divina con poderes indiscutibles: las reliquias. Y sobre ellas se construyeron leyendas y mentiras históricas que todavía perduran.

 

Las reliquias cristianas llegaron a ser la fuente de negocio y de riqueza más fuerte de Europa. Las reliquias sembrarían una piedad ingenua, pero no se oculte su dimensión pagana.


 

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