DOGMA
Ni ángel ni demonio
El llamado pecado original, que ni es pecado ni es original, es
la teatralización de una realidad: la maldad en el corazón del
hombre, una realidad sobrecogedora.
Se busca una historia que explique esta maldad.
El corazón del hombre salió hecho por las manos del Creador. Por
tanto, de fábrica era bueno. Dios los había hecho buenos,
guapos, seguramente rubios y con ojos azules. La maldad viene
después, por soberbia, por egoísmo, por envidia, por cualquiera
de los pecados capitales. Ellos, Adán y Eva, fueron los que
convirtieron todo lo bueno recibido en malo. Pecaron, y “en él”
pecamos todos. De ahí, que todos seamos hijos del pecado.
Tiene bemoles la historieta. Pero así se escribió y así nos la
contaron. Simplemente una leyenda muy bella, nunca interpretable
como aportación periodística. Pero se acepta y se la convierte
en primera página de La Historia Universal. Vienen después los
teólogos y montan, sobre la leyenda, una catedral de dogmas
dañados en su raíz. Nuestra fe ha crecido sobre el resbaladizo
terreno de leyendas, que no supimos interpretar.
El pecado original tal como se nos enseñó es injuriante para
Dios, injusto para el hombre. Puesta esa primera piedra, es
difícil ya arreglarlo, ni con parches bondadosos de Dios, ni con
Gólgotas por amor al hombre. Es sencillamente un desenfoque
estructural. Ante el que sólo cabe decir que nos hemos
equivocado.
El concilio de Trento deslumbró, con soberbia de pavo real, a
base de colorido y plumaje desplegado. Vean si no:
“Sea anatema el que no confiese que el primer hombre Adán, al
transgredir el mandamiento de Dios en el Paraíso, perdió
inmediatamente la santidad y justicia en que había sido
constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en
la ira y la indignación de Dios y por tanto en la muerte con que
Dios antes le había amenazado...y que toda la persona de
Adán...fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma.”
Y sea anatema “el que afirme que el pecado de Adán le dañó a él
sólo y no a su descendencia...”
Etc. Etc.
[Sesión V, 17 de junio de 1.546]
O sea, que para Trento el Paraíso no fue un mito sino una
situación real y una época histórica. Y Adán no es un personaje
mitológico. Fue un caballero, empadronado en la primera aldea
del mundo, cuando la gente eran dos. El tal caballero al
principio era santo, pero pecó. E incurrió en la ira e
indignación de Dios. Y como Dios se lo había advertido, le
castigó con la muerte. A él y a todos sus descendientes. Y desde
entonces todos nacen en pecado...
Admitamos que Trento, en 1.546, creyera en el Paraíso, en el
hombre “manufacturado” directamente por Dios. Pero hoy resulta
penoso seguir leyendo estudios teológicos que pretenden salvar a
base de alambique farisaico “el sentido de lo que Trento
quiso decir”. No, oiga, lo que quiso decir y dijo ese concilio
está claro que no se puede seguir defendiendo. Trento basa toda
su tesis del pecado original en el monogenismo, en el supuesto
de una única pareja inicial. Pero hoy el monogenismo no es
defendible.
Eliminada, por la investigación científica, del registro
matrimonial la pareja Adán y Eva y poblado el “Paraíso” de
dinosaurios, el desarrollo del conocimiento, y la honestidad del
sentido común, nos exigen una remodelación radical de la guía
para entender lo cristiano.
Un niño ni nace “angelito” ni “demonio”. Tendrá que aprender. No
le será fácil ser dueño de sus instintos, que van a crecer con
él.
Ese niño, por el mero hecho de nacer, forma parte de una
comunidad muy antigua, muy numerosa de seres humanos. El no sabe
que forma parte de una gran sabiduría acumulada desde miles de
años atrás. Ni sabe que forma parte de un proyecto gigantesco
para una humanidad adulta, libre y fraterna. Ya se enterará.
Desde que nace ya es solidario, como uno más, de lo bueno y de
lo malo de su especie. No es que sea responsable ante Dios de un
pecado que no cometió. Simplemente, por el hecho de nacer en
esta comunidad humana, su sangre y sus genes son producto de la
maldad y la bondad de todos sus antepasados. Eso le hace hombre,
y no águila ni hiena.
EL PECADO ORIGINAL y LA REDENCIÓN
Una teología viciada de raíz ha contaminado la comprensión de
los designios del Creador.
Hoy parece que podemos llegar a la siguiente conclusión: La
interpretación popularizada de la Historia Cristiana, es decir:
Creación del hombre; Fracaso del hombre; Castigo y Salvación del
hombre, no sólo es infantil y falsa, sino que ha pervertido la
imagen de un Dios Padre que sólo es Amor.
Mire. A Vd. le dijeron algo que no era verdad. Así de claro. A
Vd. le dijeron que al principio de los tiempos hubo un paraíso.
Es decir que Dios Creador lo hizo todo bien. “Y vio que era
bueno”. El hombre salió bueno de las manos de Dios. Todo era
perfecto y acabado. Hubo un tiempo en el que no existía la
maldad. Dios Creador no podía hacer las cosas con defectos o a
medias.
Bueno, pues cambie esta pieza de su esquema de pensamiento:
Nunca hubo un paraíso. Ese sueño es una utopía de futuro. Ese
paraíso está al final del camino, no en la cuna.
También le han dicho como a mí, que todo salió muy bonito de las
manos de Dios, y que todo lo fastidió el hombre (llamárase como
se llamara). El hombre pecó. El hombre no obedeció. Y lo echó
todo a perder. Y su pecado fue tan serio que desarboló toda la
Creación. La ofensa a Dios fue terrible, el desastre total. Dios
sería grandioso creando, pero el hombre era grandioso
destrozando.
Una visión terrible y pesimista del hombre.
Cambie Vd. esta nueva pieza. No hubo caída. Lo del pecado
original: una leyenda convertida en historia y en creencia, que
hoy queda al descubierto. No cuadra con la ciencia, ni con la
antropología, ni con la teología: es decir, con el Dios
cristiano que vamos conociendo poco a poco. No hubo caída, ni
pecado, ni leches. Todo este enfoque fue un error de
interpretación.
La mitología intentó comprender la realidad. Pero la deformó.
Los mitos suplieron a la ciencia. Las religiones estuvieron
siempre plagadas de mitos. Y cuando se desmitifica corremos
peligro de quedarnos sin nada.
También le dijeron con toda claridad, repetidamente, que Dios en
su Infinita Justicia castigó al hombre por su maldad, con
la muerte, el dolor y el sudor. Al infractor y a todos los que
viniesen detrás de él.
Otro error. Otra pieza que distorsiona toda la Teodicea
cristiana: no hubo castigo. Una leyenda mitológica asumida y
convertida en dogma por un cristianismo que no funciona, por
mucho que, después, lo embadurnen en misericordia divina. No
existe el Dios castigador. No existe la venganza divina. No se
puede seguir hablando del castigo de Dios sobre un hombre
abatido.
También le dijeron a Vd. que ante desastre de tal magnitud, Dios
Creador hubo de improvisar (es un modo de hablar) un plan de
Salvación. Porque Dios castiga, pero no ahoga. Es Justo
infinitamente, pero Bueno infinitamente. Terminada y fracasada
la Creación se abre, por tanto la segunda parte de la historia
de Dios: Primera, Dios Creador; Segunda, Dios Redentor
Otro gravísimo error. La historia de Dios no tiene capítulos. No
tiene remiendos. Dios no pone parches. Lo único que hace, lo
único que puede hacer es Amar.
Es verdad que a Jesús lo mataron. Pero lo mataron no porque el
Padre necesitara sangre para salvar al hombre. Lo mataron los
poderosos. Los políticos y sobre todo los sacerdotes del templo
porque les arruinaba su tinglado. Jesús quería un pueblo libre.
Ellos, los sacerdotes y los políticos, necesitaban un pueblo
sometido y asustado. La misión de Jesús era completar la
creación del Padre: la plenitud del hombre. Y sin libertad no
hay ni plenitud ni hombre. Jesús murió no para conseguir el
perdón del Padre, sino por sembrar libertad.
Los ángeles nos han hecho mucho daño
Ángel es una palabra persa. De allí la importaron los
israelitas. Ángel significa mensajero. No el que reparte
paquetes, sino el que lleva mensajes, noticias.
La Biblia está llena de ángeles. Suelen aparecer en momentos
importantes. Sin embargo, hoy gozan de poca credibilidad. Los
teólogos y creyentes más estudiosos los han aparcado en la
papelera de reciclaje junto a temas como el limbo, el
purgatorio, el infierno y la virginidad del himen. Con esta
operación de reciclaje, parecen cerrarse definitivamente las
puertas del paraíso medieval.
Los devotos israelitas crearon las figuras angélicas para dar
salida a una serie de problemas, que sin ellas no encajaban:
El innombrable Yahvé no podía estar todo el día yendo y viniendo
con dimes y diretes.
La evidencia del mal tenía que tener un origen. Yahvé no podía
cargar con esa responsabilidad. Tenía que ser el “Malo”. Pero,
no un dios con minúscula. Eso repugnaba al israelita. El recurso
al ángel malo fue la pieza del puzzle en su incipiente teología
que completaba un sistema.
Y comienza el folklore de Arcángeles, Querubines, ángeles de la
guarda, demonios malvados. En cierto modo esa raza angélica vino
a sustituir el Olimpo tan divertido de otras religiones. En la
Edad Media, los decoradores, les añaden sus alas, sus rabos y
cuernos.
Pero todos nos han hecho daño: los de las alas y los de los
cuernos.
Los de los cuernos, porque nos engañaban, compraban nuestras
almas y nuestra eternidad a cambio de un presente alucinante.
Los de las alas, porque se convertían en modelos imposibles de
imitar, sembrando la insatisfacción. Ellos nos han hecho
despreciar lo que teníamos, nuestro cuerpo y han grabado a fuego
-azul- en nuestro subconsciente un superyo angélico que se
encarga de torturarnos “divinamente”.
Aunque conviene tener en cuenta que su olvido nos trae
problemas. Por ejemplo, la desaparición de los ángeles malos nos
quita la posibilidad de echarles la culpa a ellos de nuestras
desgracias. Ahora somos nosotros los culpables.
La desaparición u olvido de los ángeles buenos nos ha dejado sin
guardias de seguridad. Ahora, somos nosotros los que hemos de
guardar las cuatro esquinitas de nuestros pequeños. Al no contar
con ángeles de la guarda, son, por ejemplo, las naciones fuertes
y ricas las que asumen el cuidado de las pobres y débiles. ¿Qué
son o deberían ser si no las ONG?
El diablo y su infierno
A los cristianos, precisamente a los que proclaman por el mundo
la “buena nueva”, les corresponde – nos corresponde - el honor
de haber inventado, difundido y comerciado con la más horrible
de las amenazas. Y, encima, como en casi todo, le echamos la
culpa a Dios. Y como el infierno no cuadra con el “Dios es
Amor”, recurrimos a la cobarde estrategia de siempre: “esto es
un misterio.”
El infierno y el demonio fueron instituciones en manos de la
aristocracia que los aprovechó para domeñar a un pueblo
infantilizado. Hay que reconocer que gran parte del poder que ha
acumulado la Iglesia S.A. a lo largo de los siglos se lo debe
al demonio y su infierno. ¿Qué hubiera sido de Roma sin
infierno? Pero en los bajos barrios de la Iglesia ya no se cree
en el diablo y su infierno.
Habrá que revisar los catecismos. Porque “jamás” puede ser el
infierno un “castigo” ni una “venganza” de Dios. Eso sería echar
por tierra toda la verdad fundamental de nuestra fe: Dios es
Padre. Y ni Vd. ni yo seríamos capaces de condenar para toda
la eternidad a nuestro hijo, por muy mal que se hubiese portado
con nosotros. ¿Acaso nos consideramos nosotros mejores, más
buenos, más padres que Dios?
La historia macabra del Infierno es la mayor y más grave
difamación de Dios. No se puede decir que las penas del infierno
sean “venganza” de Dios; y que el fuego no es metafórico, sino
material, especialmente inventado para quemar almas. Y todo para
el hombre, una criatura mortal, por naturaleza, a la que se le
concede la gracia de la inmortalidad para poderlo joder
eternamente. ¡Por favor, señores! Si esto es así, yo renuncio a
mi fe, rechazo a ese dios monstruo, y digo que Jesús me ha
mentido: que Yahvé no es un Padre. Y reclamo una huelga
universal contra Dios.
Entonces, ¿qué? ¿Aquí no habrá justicia al final? ¿Los cabrones,
- que los hay y muchos- se van a ir de rositas? ¿La madre Teresa
de Calcuta y Milosevic van a tomar el té juntitos en los bellos
atardeceres de la eternidad?
En primer lugar, un consejo para los interesados en el tema y
que, como es lógico, no se fían de mí. Miren, existe un libro
sobre el tema del infierno, fácil de leer, corto y relativamente
reciente de uno de los más grandes teólogos de la España
actual. Se llama Andrés Torres Queiruga. El libro sobre el
infierno tiene 106 páginas. Colección Alcance de la Editorial
Sal Terrae. Su título: ¿Qué queremos decir cuando decimos
“Infierno”?
Creo que la lectura de ese libro puede no sólo tranquilizar
espíritus atormentados, que los hay, sino abrir horizontes para
entender algo mejor a Dios. Torres Queiruga, en el libro citado,
se dedica, sobre todo, a desmontar una a una las vigas maestras
del infierno que nos han vendido: ese infierno no existe. Es
más: quien crea en él, no puede creer en el Dios de Nuestro
Señor Jesús. Pero, una vez desmontado, nos quedamos con el solar
y con la madre Teresa y Milosevic. ¿Qué hacemos con el té?
Lógicamente lo que se intuye tienen que ser conjeturas. Pero tan
insensato sería desmontar, sin razones, lo antiguo como
levantarnos un chalecito a nuestro gusto. Lo imprescindible es
que, sea lo que sea, eso que llaman infierno tendrá que estar de
acuerdo y en armonía teológica con los pilares fundamentales de
nuestra fe: es decir, no podemos construir una fe, una teología,
un catecismo sobre la afirmación de que Dios es Amor, es nuestro
Padre, que nos ha traído a este mundo – para muchos, tan
puñetero - y acabar luego achicharrados eternamente.
¿Qué puede ser eso del Infierno?
Los teólogos piensan, razonan, interpretan las escrituras e
intuyen lo siguiente:
Primera posible interpretación
(No lo olvide: tendrá que ser una explicación que no destroce
ningún pilar de nuestra fe)
El Infierno es la “auto-condena” que la misma persona humana
hace de sí misma al comprobar, desde una perspectiva definitiva
y sin posibles artilugios, la mala leche, el egoísmo, la
soberbia, la hipocresía, etc. con la que fue entretejiendo su
vida sobre la tierra. ¡Puede ser insoportable!
No hablamos de debilidades. No hablamos de confusiones. No
hablamos de errores. Hablamos de Caín, hablamos de mala leche,
hablamos de hipocresía, hablamos de despotismo, hablamos de
egoísmo ante el pobre, ante el que no tiene trabajo, o está en
la cárcel, o tiene el sida, o lleva el frío en el cuerpo y en el
alma. Hablamos de todo eso que sabemos todos, seamos creyentes o
ateos o medio pensionistas.
Y pudiera ser que durante nuestra vida en la tierra hemos sabido
engañar a todos y nos hemos engañado a nosotros mismos y hasta
cogimos fama de buenas personas. Pero habrá un momento de la
verdad. Frente a frente a nosotros mismos. Ante el implacable
espejo de nuestra conciencia, ya sin posibilidad de mentirnos:
ese puede ser el infierno.
Puede ser lógico. Aunque a muchos teólogos, desde la antigüedad,
les parece insoportable que ese “auto-condenado” quede así por
toda la eternidad. No les encaja.
Segunda posible interpretación.
El ser humano, por propia naturaleza, no es inmortal. La
inmortalidad, si es, necesariamente es un regalo de Dios. Todo
lo que nace, muere. Lo que empieza, acaba. Lo que no sea Dios no
es eterno. Y esto es así. Hoy día nadie (de los que piensan,
estudian y son libres) piensan que la “presunta alma” sea, por
naturaleza, inmortal. Dios es el único inmortal.
Dijo Jesús: Quien cree en mí, vivirá eternamente.
Pero el que no ha querido llegar a ser humano, no puede llegar a
ser hijo de Dios, único camino para ser eterno. Por lo tanto se
hundirá definitivamente en la nada. Y ese sería el infierno: la
nada.
Tercera posible interpretación.
Pero ¿es posible que un ser humano pueda llegar a ser
absolutamente malo? Una madre ¿no ve siempre algo de bueno en el
criminal de su hijo, aunque haya sido condenado como tal? ¿Somos
capaces de ser tan malos que no quede algo de bueno en nosotros?
El infierno sería la condena de todo aquello de maldad que nos
haya quedado. En la casa del Padre de Jesús hay muchas moradas.
Purificada la maldad, siempre puede quedar algo bueno. Y eso
bueno, por pequeño que sea, no se echaría en el contenedor de la
nada. Y el amor de Dios salvará todo lo salvable. No será la
misma capacidad de disfrutar de Dios la de la madre Teresa de
Calcuta y la del amigo Milosevic. Pero ¿quienes somos nosotros
para negar algo bueno en ese desgraciado jefe de Estado?
No cabe duda. Todo son conjeturas. Que cada uno piense una
solución. Pero que nadie se cargue el amor de Dios; que nadie
inutilice la vida y la muerte de Jesús.
Dogma e Historia
Hasta hace muy poco, sólo unas cuantas décadas, se vivía en un
esquema de ideas seguras, conseguidas, verdades definitivas. En
casi todas las materias: filosóficas, científicas y, por
supuesto, teológicas. La fijeza en las verdades, en las ideas,
era como un distintivo de madurez. Tanto más perfecta una
sociedad cuanto más fijo y sólido era su esquema ideológico.
Entendiendo siempre lo “sólido” en el sentido de inmutable. Por
eso, la Iglesia Católica era, para muchos, un ejemplo a seguir.
Ya algunos pensadores teólogos, a principio y mediados del siglo
pasado lo avisaron: el encuentro de la teología con la historia
producirá una gran conmoción. Y para algunos, ya estamos
inmersos en esa gran conmoción.
Por supuesto que historicidad no es igual a relativismo total.
Por supuesto que el ser historia, y por tanto intrínsecamente
cambiante, no nos lleva al escepticismo total: nuestra misma
experiencia personal nos ayuda a comprender que a pesar de que
todo cambia, y en ese todo entramos nosotros mismos,
siempre queda algo que, aunque cambiado, sigue siendo el mismo.
Ejemplo: nosotros. ¡Cuán distintos somos ahora a lo que éramos
hace veinte años! Somos los mismos, pero qué distintos. No sólo
ha cambiado nuestro cuerpo, han cambiado nuestras ideas, o han
madurado, o ha cambiado nuestra actitud ante ellas. Pero, a
pesar de tanto cambio, seguimos siendo nosotros. Y tenemos esa
experiencia: tan cambiados, pero ¡los mismos!
Y esto es tan así, que si alguien no cambia, a pesar de lo densa
que es la vida, a veces decimos: ¡qué terco es ese tío, con todo
lo que la vida le ha enseñado, y no le ha servido de nada! El
que no cambia sufre ya una necrosis celular o mental.
Y ahora las preguntas:
¿Puede el hombre concebir ideas absolutas?
¿Puede el hombre producir verdades absolutas?
¿Puede el hombre encontrar palabras y formas gramaticales que
sirvan para siempre?
¿Puede el hombre formular un dogma que goce de valor eterno en
su contenido y en su formulación verbal?
Píenselo, por favor, y si encuentra una respuesta, dígamela
después de la publicidad.
¿Vd. tiene alma?
La fe de los hebreos se desarrolló en medio de una cultura
concreta: la semita. Desde esa cultura, desde esa filosofía se
“pensaba” a Dios, se “traducía” a Dios.
Esa cultura semítica era y es muy diferente a la cultura y modo
de pensar de los griegos. Es decir, entre Aristóteles, Platón,
etc., y los israelitas había tanta diferencia como actualmente
entre un centroeuropeo y un chino. Son culturas y formas de
pensamientos diferentes.
Para los griegos,
Aristóteles, por ejemplo, todo ser conocible está hecho de dos
partes diferentes: la materia y la forma. La materia se mide, se
pesa...; la forma se intuye, se deduce...
Caso concreto:
El hombre es materia (el cuerpo) y forma (el alma).
La materia (el cuerpo) se mide, se toca, se ve. La forma (el
alma) está fuera del campo de los sentidos. Pero sin ella el
cuerpo no existe.
La muerte es la separación de la materia y la forma: la
separación del alma y el cuerpo.
Para los semitas,
es decir, para los hebreos; es decir, para la Biblia, esa forma
de pensar de los griegos no tiene sentido. El hombre no está
hecho de dos partes: alma y cuerpo. El ser humano es una
unidad. Sacado del barro, vive con la vida que le da Dios.
Para la Biblia, este hombre, creatura de Dios, que es una
unidad, tiene actividad, tiene inteligencia, ama, sueña, siente
miedo, confía, se mueve con libertad.
Lo que mantiene vivo al hombre no es el alma, sino Dios. Y
cuando muere el hombre, muere el hombre íntegro: su actividad,
su inteligencia, su mente, sus sueños, su libertad.
Para el Cristianismo occidental:
el cristianismo occidental copió el sistema operativo griego. Y
lo espolvoreó con citas bíblicas que, en su inmensa mayoría, no
tenían nada que ver con el tema en cuestión. Es decir, bautizó a
Aristóteles. Pero no en las aguas del Jordán sino del Tíber. Y
Aristóteles pudo más que el Jordán y la Biblia juntos.
Y con todos estos bautizos y mezclas se llegó a la siguiente
conclusión:
El alma es un ser vivo, espiritual, inteligente, independiente,
que proporciona la vida al cuerpo. El alma no es perecedera.
(Porque según este sistema operativo, lo espiritual es inmortal.
Al ser espiritual es simple, es decir, no tiene partes. Y si no
tiene partes, no se puede descomponer, no puede morir). Tendrá
el razonamiento toda la guasa que Vd. quiera. Pero es así. Y así
está hecho, con poco rigor bíblico, pero muy aristotélico.
Cuando el hombre muere, no muere “el hombre”, muere “el cuerpo”
del hombre. El alma no muere. Lo cual nos crea nuevos problemas.
¿A dónde se va el alma? Inmediatamente después, una vez muerto
su cuerpo, el alma se presenta ante Dios que la somete a un
“juicio particular”. Si sale bien parada, va directamente al
cielo. Si quedan cosas por purificar (o séase, pecados
veniales), al purgatorio a tostarse un poquito con fuego
especial para almas espirituales. Y si la cosa no tiene remedio,
directamente al infierno.
Comentario.
Este tipo de teología no merece ni comentario. Pero conviene
dejar constancia de que estas tesis, cualificadas como de
doctrina católica, siguen enseñándose en los seminarios. Esta es
la doctrina oficial.
Son tesis arbitrarias, porque no se fundan en ninguna
“revelación”. Están construidas con amaños de versículos de las
Escrituras que ni siquiera han sido estudiados en serio. Después
de enseñar esta “buena nueva”, nadie puede extrañarse de la
descristianización de las masas.
CUERPOS Y ALMAS
Si Vd. parte de la base de que en el hombre hay dos partes
distintas: una, el alma, la espiritual, la inteligente, la
inmortal, la pura, y otra, el cuerpo, lo material, lo pasional,
lo perecedero, lo impuro...
Es lógico que se dedique a “salvar almas”.
Si, además, descubrimos que quien engaña, quien arrastra a la
pobrecita alma es el cuerpo..., habrá que darle palos al cuerpo
como culpable de todos nuestros males.
Ahí radican todas las penitencias corporales, los ayunos, los
latigazos de los penitentes y tanta historia medieval, que si no
fuese tan triste, provocaría el choteo.
Bueno, pues de ese enfoque teológico, elaborado en tiempo de los
picapiedras, arrancan la moral y la piedad mal llamadas
cristianas, actualmente vigentes.
Consideración final.
Yo no sé si tengo un alma. Es decir: un ser distinto e
independiente de mi cuerpo, a quien le debo mi poca o mediana
inteligencia, inmortal, creada directamente de Dios...
Si la tengo, no tengo el gusto de conocerla. Yo sólo conozco a
un tal Luis, un tío ya vejete, que cree en Dios, que espera en
Dios, que ha sido y sigue siendo un trasto, pero que profesa la
fe cristiana, firme y con orgullo.
Fe en la que quiere morir y que no le deja vivir.
Un tal Luis, que morirá pronto. Y que tercamente sigue
convencido de que el Padre no le va a “revivir”, sino que lo va
a resucitar. Y esto, después de morir en “cuerpo y en alma”.
Pero volverá a nacer, él mismo –no reencarnado en un sapo sino
en los brazos del Padre- junto a Jesús, del que se ha fiado.
¿Y cuánto tiempo pasará desde la muerte a la resurrección? ¿Será
ese mismo día, después de tres días, o al final de los tiempos?
Esa pregunta está mal hecha. No tiene sentido ni siquiera el
planteamiento. Porque con la muerte se acabó el “tiempo”. Y
terminado el tiempo, ya no hay días, ni horas, ni cuándos.
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿De qué manera? Ese tipo de periodismo
no vale para la Resurrección.
Yo sólo sé que viviré eternamente, porque creo en Jesús.
LOS CREDOS QUE RECITAMOS
A lo largo de la historia cristiana se han rezado, se han
discutido, se han propuesto muchos y diferentes credos.
Hoy alternamos en las misas dos credos, uno más corto y otro más
largo y también más ininteligible. Cada credo responde a una
época.
Al comienzo del siglo V aparece ya el Símbolo de los
Apóstoles. Por supuesto que no lo hicieron los Apóstoles.
Pero busca sus raíces en la predicación de los primeros
creyentes. Es el más corto de los que se recitan en las misas
actuales.
En el siglo X el emperador Otón el Grande impone este Symbolum
Apostolorum en Roma para sustituir el largo, complicado y
farragoso credo producido por los concilios de Nicea y
Constantinopla.
Pero Trento, -que fue un Concilio montado para poner orden, de
una vez por todas, en todas las cosas, después del lío que montó
Lutero,- volvió al credo niceno-constantinopolitano.
“Nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz
de Luz, engendrado, no creado... Bajó del Cielo... y subió al
Cielo y está sentado a la derecha del Padre... Y en el Espíritu
Santo que procede del Padre y del Hijo...”
Sin duda, este credo sabe demasiado. El magisterio eclesiástico
pretende saber de todo, incluso de las entrañas de la Santísima
Trinidad. Su historia demuestra que no es la prudencia su
virtud.
Los credos que recitamos en las iglesias son credos
filosóficos, que no se entienden ni hacen vibrar, ni interesan.
Quizá por eso se recitan y no se profesan. No se
discute el grado de verdad de lo que se proclama o se reza. Es
su inutilidad vital.
No tengo objeciones, ni parciales ni totales. Me acostumbré a
creer y me trago los dogmas como los antibióticos, de golpe y
sin masticar. Pero entre tanto dogma se me ha perdido Dios.
Un credo institucional no es compatible con la duda. La
Institución no puede dudar. Mi credo, sí es compatible con la
duda. Mi fe, porque es mi fe, camina siempre junto al
abismo de la inseguridad.
La fe, la creencia, la teología no es equiparable a la ciencia
exacta, ni al silogismo filosófico. La fe convertida en
catecismo es como una paloma disecada. Bella, pero muerta.
Jesús fue más listo, más precavido que los Concilios. Jesús dejó
muchos puntos suspensivos. Un credo humilde es un credo con
pausas de silencio, con espacios en blanco y algo de poesía.
Si la creación no está terminada, si nos falta la perspectiva de
la última colina, si todavía no hemos visto el rostro del
Padre... ¡cómo llevar en la mochila verdades con punto final!
El Credo Católico no sirve si no es cristiano.
El Credo es una obra de museo. Lleno de historia del occidente
cristiano. El resultado de muchas peleas. Es la historia
atormentada de Nicea, Calcedonia, Trento... Luce viejas heridas.
Es nuestra historia, nuestro tesoro. Pero se nos muere en
la vitrina. La conservación de una obra antigua es también arte
y ciencia.
Se nos ha dado no para enterrarlo, por miedo a perderlo, sino
para que su luz ilumine a los hombres de todas las generaciones
y de todas las culturas. Hay que pregonar nuestra fe en la nueva
era que se nos ha echado encima. Hoy no se entiende ni el
lenguaje ni los conceptos de Nicea ni los de Trento.
Los creyentes del siglo XXI tenemos la gravísima responsabilidad
de traducir el credo para que sea fuente de vida, inteligible
por la sociedad de hoy. El credo no es propiedad de ningún
siglo, de ningún concilio. El credo no puede ser una clase de
teología, sino la manifestación pública de las verdades o de las
promesas que dan sentido al día a día.
En nuestros credos falta olor a bienaventuranzas y sobra
pedantería.
El credo cristiano debería estar empadronado en Nazaret y
Jerusalén, no en Nicea. Un credo más iluminado por el evangelio
que por el pietismo atrevido de gnósticos -filósofos ampliamente
superados- o engreídos escolásticos.
Dios no puede ser nunca el “objeto” de ninguna ciencia, de
ningún Concilio. Es muy peligroso hablar de Dios con palabras
como sustancia, consustancial,
naturaleza… Y acudir a una determinada filosofía para explicar a
Dios. Eso es hacer de Dios una asignatura.
El siglo XXI que comenzamos exige a la comunidad cristiana que
ponga en el centro de su fe y de su quehacer al Hombre. Al
Hombre con mayúscula para los discursos y encíclicas. Y con
minúsculas y apellidos para la rutina del día.
Quizá sea necesario recordar que el cristianismo no fue un
movimiento para “salvar” a Dios. La finalidad de la fe cristiana
es ayudar a salvar y liberar al hombre.
El islamismo sí es una religión orientada hacia Alá. Es una
religión en la que el hombre es lo de menos. Ya tendrá un
paraíso, si es creyente, aunque muera reventado, reventando a
infieles inocentes.
En el cristianismo, en cambio, el cristiano no puede creer en su
Dios, ni proclamar a su Dios si no es del brazo de los otros
hombres. Para dirigirse al Dios cristiano, el creyente tiene que
soportar a los hombres, ayudar a los hombres, comprender a los
hombres, apretar sus manos.
Y si la cacareada descristianización de las masas sólo significa
que la sociedad pasa ya de los templos, pero se preocupa más del
hombre apaleado que de los ritos, podría estar amaneciendo una
descristianización evangélica. Quizá se huye de Roma para un
encuentro en Jericó.
No se ha encontrado el Credo perfecto. Nunca hará el hombre un
Credo perfecto. Nada humano está terminado. Lo hemos de ir
pariendo, depurando, exprimiendo, generación tras generación.
Hoy, cuando se mezclan los sudores de todos, occidente y
oriente, norte y sur, ¿es posible un credo cristiano entendible
por todos, creíble, ilusionante?
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