BIBLIA
Libros inspirados
Eso que llaman “inspiración” de la Biblia no es más que eso: sus
autores supieron, con la ayuda de su fe, intuir algunas huellas,
a veces confusas, de Dios en la historia de su pueblo y en la
historia de la humanidad.
Los israelitas intuyeron que Dios era el innombrable, pero no
pudieron conocer hasta qué punto era eso verdad.
El gran error de los judíos, de los musulmanes, de los
cristianos o de cualquier otra religión fue siempre querer meter
a Dios en una definición, en un sistema filosófico, en una
fotografía, o en un libro. Ahí está la idolatría. Ahí lo
blasfemo.
Por eso, hoy hemos purificado mucho la imagen del Dios que nos
legaron los israelitas en su Torá. De Dios no podemos saber casi
nada. Y nos sorprende o nos ofende la ligereza y el desparpajo
con el que habla de Yahvé el Antiguo Testamento y le atribuye
intenciones, leyes, condenas, castigos, premios, promesas,
alianzas, preferencias. Proyectó sobre la divinidad infumables
desfiguraciones antropomórficas.
Hoy, además, sabemos que la teofanía del Yahvé de los judíos fue
adulterada, manipulada con pretensiones políticas,
nacionalistas. Deformaron la Realidad de Dios para utilizarla
como mercancía propia y exclusiva. El Antiguo Testamento tiene
mucho de reivindicación histórica de un pueblo. Las creencias
religiosas se elaboraron a partir de la “promesa de Dios”, la
“alianza con Dios”, la “elección de Dios”, siempre utilizando a
Dios en beneficio propio. Y cuando todo se hundió inventaron un
mesianismo a su medida.
Todo es explicable si se parte de la base de que Dios ni dictó
ni pudo dictar lo que se escribía.
A mí no me cabe la menor duda. En el Antiguo testamento, hay
luces, intuiciones a veces sutiles, a veces deslumbrantes sobre
la vida, sobre Dios, sobre el hombre, sobre la fraternidad,
sobre la comunidad humana. Seguramente el pueblo israelita supo
intuir algunos perfiles del Dios de todos, con más claridad que
otros muchos pueblos. Y lo hizo en circunstancias favorables y
en los desastres.
Hoy sabemos que Dios no sólo se ha manifestado al pueblo de
Israel como pensaban los autores del Antiguo Testamento. Hoy
descubrimos también sus huellas en otros pueblos, en otras
culturas, en otras geografías, en otras gentes que encontraron a
Dios en sus leyendas, en sus propias historias, en sus esquemas
de pensamiento.
Toda estrella, todo hombre, toda flor, toda lluvia, todo
progreso, toda catástrofe, toda cultura es una Teofanía. Dios se
manifiesta a todos en todo, llámese como se llame, porque Dios
no tiene nombre o, si se quiere, tiene todos los nombres.
Dios no es de nadie: de ningún pueblo; de ninguna raza; de
ninguna religión.
DESCUBRIENDO A DIOS
El Antiguo Testamento no es un hallazgo de Dios. Sólo es una
aproximación. Un paso más. Una ayuda. Un tenue amanecer entre
nubes. Un camino, no un encuentro. En el Antiguo Testamento no
hay un retrato fiel de Dios ni de su rostro ni de su
pensamiento. No hay respuestas unívocas de catecismo y con sello
de garantía. Sólo hay huellas, pistas que van llevando, en un
proceso lento, hacia la sorpresa oculta desde el comienzo de los
tiempos: Jesús de Nazaret.
Y el mismo Jesús no se olvidó de decirle a los suyos, según nos
recuerdan los evangelistas, que ni con él estaba todo dicho.
Quedaban muchas cosas por decir y que ya se irían aclarando a lo
largo de los tiempos.
La verdad sobre Dios, sobre Jesús, sobre el hombre. La historia
no quedó cerrada. Sigue abierta. El universo y el hombre son
seres en evolución. Todo está sin cerrar. No existen ideas
terminadas.
Para el creyente en la Divinidad, junto a esta evolución, dentro
de esta evolución, produciendo esta evolución “camina”
Dios.
El que detecta la presencia de Dios en el caos de su propia
vida, en el caos de la historia de la humanidad está
“inspirado”, intuye a Dios. Y no hay re-velación si no se
mantienen las puertas abiertas para la fe.
Y es que la historia de la creación -o si se quiere la historia
de la plenificación humana- camina junto a una sucesión de
Teofanías progresivas de Dios, como un negativo que se va
“revelando” con la marea del tiempo, o con el caer de las
legañas de los ojos inmaduros del ser humano.
Dios se va dando a conocer en la medida en la que el mundo y el
hombre se van construyendo. O puede que no sea Dios el que se va
dando a conocer (Teofanía), sino que es el hombre el que va
encontrando, en su desarrollo progresivo, a Dios que siempre
está ahí. “Pues resulta que Dios
estaba aquí y yo no lo había
visto” Génesis, 28, 16.
Los libros sagrados ¿“revelados” por Dios?
El concepto de libro revelado por Dios ha sido a lo largo de la
historia judeocristiana uno de los que más simplezas ha
provocado. El autodenominado Magisterio Eclesiástico produjo,
con el tema de los libros sagrados, la mayor colección de
ingenuidades e infantilismos. Se ha llegado a defender, hasta
ayer, que el Espíritu Santo escribía con la pluma de Moisés.
Hoy podemos decir con toda rotundidad que la Biblia
judeocristiana no es un libro revelado por Dios. Un libro
revelado es un objeto sacralizado e intocable.
Esa malla paralizante de “libro revelado” que atenazaba a la
Biblia dentro del catolicismo, fue rota definitivamente en el
Concilio Vaticano II. No fue fácil. Supuso la lucha de toda la
Iglesia, capitaneada por el Cardenal Lienart frente a los dueños
del aparato del vaticano capitaneados por un funesto Ottaviani,
Cardenal jefe de lo que se llamaba el Santo Oficio y cuyo
heredero fue luego Ratzinger.
Venció Lienart. Venció la comunidad cristiana frente a los
dueños del aparato. Quedaron rotas las cadenas con las que
siempre se quiso atar a Dios, primer damnificado de su supuesto
libro. En el fondo, la tesis del aparato era clara: Dios había
hablado ya. Lo dicho estaba dicho y escrito. Ahora sólo habla el
Magisterio eclesiástico, único válido para interpretar lo dicho
y escrito. Pero le salió mal la jugada gracias a aquel hombre
bueno y creyente que siempre quiso oír más que mandar: Juan
XXIII.
El concilio aclaró que los libros sagrados estaban “inspirados”
por Dios, pero no habían sido escritos, ni revelados - ni
entregados - a nadie por Dios. Esos libros han sido escritos por
sus autores, con sus ignorancias, con sus circunstancias, con
sus errores, con sus pretensiones, con sus primeras y con sus
segundas intenciones. Dios anda por ellos. Dios se “aprovecha”
de esos autores, de la historia que viven y que narran, para ir
abriéndose camino y dándose a conocer a la humanidad.
Haber tardado tanto en hacer esta distinción, haber creído que
todo lo que se dice en la Escrituras está dicho por el mismo
Dios, ha sido la causa de multitud de errores. Por el Antiguo
Testamento corre demasiada sangre de hombres y becerros y esa
sangre salpicó la imagen de Yahvé: ese dios ensangrentado no es
el Padre de Jesús.
No es el Antiguo Testamento (ni el Nuevo) un libro talismán, ni
siquiera un libro fácil de comprender y citar. ¡Con qué cara
dura seguimos los cristianos, incluso teólogos y clero, citando
las escrituras! De ellas podemos entresacar versículos para
probar cualquier idea o inclinación nuestra. No son, las
escrituras, un diccionario de Dios. Son libros para el estudio y
la búsqueda.
En el mundo sólo queda un libro revelado: el Corán que –para los
creyentes musulmanes- es la palabra de Dios revelada por medio
del arcángel Gabriel a Mahoma. Un “dictado” sobrenatural
recogido por el Profeta iluminado. Y, por tanto, no puede ser
sometido a ningún estudio crítico, histórico ni es integrable
dentro de un proceso de evolución. Ahí radica su fuerza, ahí su
fanatismo y ahí su peligro.
LA Biblia, historia de un pueblo
La Biblia está toda ella llena de leyendas, relatos míticos,
símbolos, alegorías, incluso importadas, a veces, de culturas no
israelitas, es decir, paganas. Y por no haber sabido admitir
esas leyendas y esas alegorías, como tales leyendas y alegorías-
que ni siquiera eran originales del pueblo hebreo-, se
convirtieron en relatos históricos, y sobre ellos se
fundamentaron muchos dogmas y gran parte de la piedad y culto
cristianos.
Recuérdese la creación del mundo, el pecado original, la
serpiente, el paraíso, el Diluvio, la Torre de Babel, los
ángeles que van y vienen, los sueños como lugar de encuentro con
la divinidad. O autenticas novelas como los relatos de José en
Egipto y la del santo Job. La fantasiosa epopeya del Mar rojo,
el Desierto, el Sinaí con sus truenos y sus tablas de madera y
piedra. Viejas leyendas como la de Sansón con su cabellera.
Intervenciones milagrosas con tantas mujeres estériles que dan a
luz niños providenciales, y hasta la parada del sol (¡Yahvé lo
puede todo!). Sin olvidar al fanático y tremendista Elías que se
va al cielo, en un carro de fuego, después de haber degollado a
un montón de profetas de otras religiones, etc.
Incluso en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles. ¿Y
por qué se iba a cambiar esta forma de concebir y de escribir la
“historia” en tiempos de Jesús? En el nuevo testamento, no se
esfuman los ángeles. Siguen los sueños. El diablo entabla
conversaciones programáticas con Jesús, y martiriza a una piara
de cerdos. En los Evangelios, las estériles siguen pariendo, las
vírgenes dan a luz. Y las estrellas caminan y se paran a gusto
del historiador. Al enviado de Dios se le exigen signos
(milagros) para demostrar quién era.
¿Cómo contar la “venida del Espíritu” sino en forma de lenguas
de fuego? ¿Cómo narrar que Jesús se fue con el Padre, sino desde
un monte, elevándose, y finalmente corriendo el velo de una
nube?
Y entonces, salta la pregunta lógica, ante la que no cabe el
miedo, sino el estudio:
Si, en la Biblia, hay tanta leyenda, tanto mito, tanta alegoría,
tanto género literario... ¿no será todo un cuento sin ningún
fondo de historia? ¿No serán, también, Yahvé y el mismo Jesús un
mito más?
En principio, todo pueblo que se precie tiene en sus orígenes un
cúmulo de leyendas, de mitos, de historias nebulosas que
intentan explicar sus más profundas y lejanas raíces. Recuerden
a D. Pelayo, el Cid, el moro que lloró como mujer al salir de
Granada y tantas otras historias en las que es difícil separar
leyenda y reportaje. Pero, incluso lo que es sólo leyenda como
el “Santiago y cierra España”, sirve para entender la historia.
La Biblia es la historia de un pueblo que se siente querido por
su dios. Que, poco a poco, descubre que su dios es el único
Dios. Que descubre que las normas de la convivencia humana son
queridas por Dios. Que cuenta entre los suyos a personajes
llenos de fe en ese Dios y cuya fe les impulsa a hablar al
pueblo, a los jefes del pueblo, y a los sacerdotes del templo
haciéndoles ver su apostasía diaria, su hipocresía, su
injusticia y su manipulación del nombre de Dios.
Y resulta que en esa historia actúa Dios. Y a través de esa
historia, Dios se manifiesta a ese pueblo. Y finalmente, aparece
claro que no es sólo a ese pueblo sino a todo hombre y a todos
los pueblos a quienes se manifiesta Dios. Que es Dios quien
“está hablando” en medio de la bruma del acontecer humano. Y
cuando llegó la plenitud de los tiempos, ese Dios se hace
Palabra y acampa entre los hombres. Esa Palabra de Dios – ¡todo
un discurso! – es Jesús, el de Nazaret.
Pero la actuación de Dios, la palabra de Dios en esa historia de
un pueblo, escrita como todas las historias de cualquier pueblo,
sólo se descubre con buena voluntad, con estudio y con fe. Y
siempre habrá quien tiene “ojos y no ve, y tiene oídos y no
oye”.
Lo antiguo sigue vivo
Hemos bautizado lo antiguo, olvidando que todo bautizo es una
muerte y que la vida nueva solo florece sobre la tumba de lo
viejo.
Los ritos sacramentales, las ordenaciones sacerdotales, las
consagraciones de obispos y de templos, las aguas benditas, los
aceites, las unciones, los ayunos, las abstinencias, las
cenizas, los altares... son hipotecas del Antiguo Testamento o
residuos meramente paganos.
Por supuesto que el hombre como materia y poesía que es, tiene
que manifestarse y encontrarse a través de signos. Pero los
signos valen cuando significan algo. Los signos los crean los
tiempos, las culturas, las circunstancias. Una mano tendida; un
abrazo en silencio; el regalo de una flor; una corbata bien o
mal colocada; un anillo; una cadena de oro en el cuello o unos
grilletes en los pies; una sotana negra por las calles de
Madrid... Todos son signos que, en su silencio, van hablando o
gritando un discurso, armonioso o distorsionante.
Pero los signos valen cuando dicen algo que se entiende. ¿Son
muchos los que pueden captar el significado de los ropajes,
gestos o rituales litúrgicos? Signos de otros tiempos tras los
que se esconde una historia desconocida o, lo que es peor, una
filosofía y una teología errónea.
Seamos sinceros. Hoy dia, el ceremonial del culto, en la mayoría
de los casos, no ayuda a unir al pueblo entre sí, ni hace
presente a Jesús en medio de la asamblea.
El Vaticano II llegó tarde y se quedó corto. Hay que reconocer
el esfuerzo del Vaticano II por actualizar la liturgia. Pero
además de llegar tarde, quedó reducido al abandono del latín, a
unas guitarras y canciones, y a que el cura no tuviera la mala
educación de dar la espalda al pueblo.
Sigue intacto el engranaje conceptual, la simbología y el
lenguaje teológico procedente del Antiguo Testamento, vestidos
con ropajes de imperialismo pagano. O, en el mejor de los casos,
se ha conseguido una mezcolanza insulsa y a veces
contradictoria.
Se sigue hablando de “santo sacrificio, expiaciones, víctimas
propiciatorias, rescate, corderos, tabernáculos, Jerusalenes
celestiales, purificaciones...” Y se sigue recurriendo a signos
ya huecos, anacrónicos. ¡Qué pocas celebraciones litúrgicas son
digeribles o simplemente inteligibles! Faltó valentía y coraje
para permitir que floreciese una celebración cristiana de perdón
mutuo, fraternidad, y alegría ante un destino y un Padre común.
En la actual liturgia falta teología cristiana. Casi todo se
reduce a una mala actualización de los ritos, símbolos y
terminología del Antiguo Testamento. El pueblo sigue “asistiendo
y oyendo misa”. Y siempre en un Templo: la casa del
Señor. A pesar de que había quedado claro que la única casa de
Dios era el hombre y la comunidad humana.
¿Cómo quieren Uds. que para encontrar a Jesús haya que repetir
el ritualismo y la terminología del Antiguo Testamento en un
mundo informatizado e iluminado por el láser, que se pasea por
la Luna y por Marte, en el que se enfrentan no civilizaciones
distintas sino en el que se ven obligados a convivir el siglo V
con el siglo XXI, masas analfabetas y hambrientas con el lujo
más refinado?
¿Qué le dice hoy a la gente lo del divino cordero, el pan ázimo,
la unción etc.? ¿Qué significado tienen las casullas, las
mitras?
-“¡Es que son símbolos!”
- Pero, hoy, la simbología del mundo es otra.
-“¡Hay que conocer la historia!”
- Por supuesto que hay que conocerla. Pero no para repetirla.
Hay que tener coraje para crear la historia.
La venganza de la Torá
La Edad Media fue la venganza de la Torá.
Torá es un nombre hebreo que significa, en primer termino, ley.
Después pasa a significar todas las leyes recogidas en el
Pentateuco. Más tarde, Torá es todo el Pentateuco (los cinco
libros fundamentales). Y por fin, Torá se convierte en un
sinónimo del Antiguo Testamento judío.
¿Quién triunfó en la Edad Media europea y mediterránea, el
Evangelio o el Antiguo Testamento? Esta pregunta provocativa es
igual a estas otras: ¿la estructura del llamado occidente
cristiano está cimentada sobre los evangelios o sobre el
pentateuco? ¿cuál fue el modelo, el reinado de Jesús el de
Nazaret o el reino Teocrático de David?
El problema no empezó en la edad media. El problema quedó
planteado, con la máxima crudeza, en la iglesia judeocristiana
de los primeros días. Pablo tuvo que luchar contra todos para
arrancar a los discípulos de Jesús de la ideología judía. Ganó
Pablo, a medias, aquella batalla, pero la guerra quedó larvada
con todos los virus.
El pueblo cristiano se consideró siempre a sí mismo heredero de
Israel, es decir pueblo escogido de Dios. Hoy diríamos en
términos políticos que a la muerte de Jesús, entre la Ley judía
y Jesús no hubo ruptura sino transición. Sólo hubo ruptura para
Jesús porque murió condenado. Pero la sociedad que emergía de la
nada con fuerza masiva no supo romper ni supo inventar nuevas
formas, nuevos símbolos, ni casi nuevo lenguaje, y lo copió del
Antiguo Testamento.
Fue uno de los descuidos de Jesús: no haber dejado escrita una
constitución con sus leyes orgánicas, sus reglamentos, sus
organigramas. Él despachó el asunto recalcando que la forma de
gobierno para la nueva sociedad no tenía nada que ver con las
formas de gobernar de este mundo.
Ya mucho antes de que se formase la llamada cristiandad, los
responsables del pensamiento y de las comunidades cristianas,
ante la dificultad enorme que suponía inventar el Reino de
Jesús, volvieron su mirada al Antiguo Testamento. Se copiaron
las instituciones y disposiciones legales de los antiguos libros
sagrados. Fundamentaron la moralidad, el orden y la jerarquía en
textos del Antiguo Testamento. No se sabía vivir sin clero y se
fraguó, poco a poco, un estado clerical resultado de aunar la
visión griega romanizada y la visión judaica.
Jesús no
había dejado nada más que Fe y poesía. Es decir, utopía. Y se
sabe que la utopía no sirve para organizar.
Fue mucho más fácil reeditar el Reino de David que instaurar el
reinado de Jesús. ¡Claro que es más bonito el Templo con paredes
de oro y alfombras en los suelos de mármol, con trompetería de
órganos!
A la Edad
Media le debe la Iglesia Romana toda su organización, toda su
expansión, todo su poder, toda su riqueza. Volvió nuevamente la
Teocracia de David y Salomón con sus palacios, sus templos y su
Torá retocada, bautizada y romanizada, y su nueva casta
sacerdotal.
Para dirigir una sociedad con ese poderío divino, la autoridad
tenía que proceder de Dios. El año 672, en Toledo, se unge la
cabeza del rey Wamba, el primer rey ungido de
la nueva era. Le seguirán Pipino el francés o Egfrid el inglés.
Exactamente igual que con Saúl y David.
A partir del siglo VI, el lugar de reunión de la asamblea o
familia cristiana, vuelve a ser la casa de Dios y se consagran
los templos como se hacia en el Antiguo Testamento. Hacía
falta el esplendor de la antigua ley.
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