SOBRE CIENCIA Y MÍSTICA
Los pasados días 19 y 20
de Mayo tuvieron lugar en el Palacio Miramar de Donostia
(San Sebastián), unas Jornadas sobre Ciencia y Mística,
organizadas por la Asociación GUNE de la que me honro en
formar parte. Afuera, el cielo se reflejaba en el mar,
el mar se reflejaba en el cielo, la luz de la tarde
revelaba el infinito. Dentro, ante un salón repleto y
seducido, las palabras expresaban el prodigio de lo
conocido y evocaban el misterio de la Realidad
indecible.
Allí participaron, entre
otros, nuestro ilustre Pedro Migel Etxenike, el físico
catalán David Jou y la monja catalana Berta Meneses,
profesora de matemáticas y Maestra Zen.
Pedro Migel Etxenike
(Premio Príncipe de Asturias de Física) encarna el rigor
de la ciencia, la elegancia del saber y la modestia del
científico (“el mayor producto del conocimiento es el
aumento de la ignorancia”, declaraba como si tal unos
días antes en una entrevista).
David Jou conjuga de
manera singular la ciencia y la poesía (una fórmula
matemática es un poema para él).
Berta Meneses (Chosui-An,
“agua que purifica”) combina clases de matemáticas con
cursos de Zen, como si ambas cosas no fueran sino dos
maneras de iniciar el mismo misterio que somos y que
nunca alcanzamos a ser ni a decir.
Durante miles de años, y
hasta hace bien poco, la ciencia y la mística estuvieron
unidas como la luz y la belleza del arcoíris, como la
cuerda y la melodía del piano, como la gramática y el
misterio del poema. No son lo mismo, pero no se pueden
separar.
¿Pero cómo es que, no
siendo lo mismo, no se pueden separar? Pues no lo sé,
pero todo es así: hay un misterioso “todo”, una forma
misteriosa, una “vida” inasible que no existe sin las
partes, que es inseparable de ellas, pero que no se
reduce a ninguna de las partes, ni siquiera a la suma de
todas ellas.
Nuestra ciencia –de
otras posibles no sabemos nada– empezó cuando el ojo
alcanzó a analizar y distinguir las partes en el todo, y
ello nos ha permitido fabricar herramientas, curar
enfermedades, comprendernos mejor, ser más libres,
sobrevivir.
Pero el ojo que
analizaba y miraba las partes nunca dejaba de percibir y
de admirar el todo, la forma, la vida, y ambos
ejercicios nacían del asombro y llevaban a la oración,
fuera ésta religiosa o no, se dirigiera a un dios
personal con forma o al misterio mismo del Todo sin
nombre y sin forma.
Luego vino el divorcio
que aún persiste en muchos, aunque no precisamente en
los grandes científicos ni en los auténticos místicos.
El divorcio se dio porque la ciencia olvidó el misterio
y porque la religión se apoderó de la mística. Ambas
cosas se dieron a la vez, y no se podría decir cuál de
las dos se dio primero. En realidad, la raíz de ambas es
la misma, y se llama “voluntad de dominio”. Voluntad de
prender y de aprehender, de capturar y poseer.
La ruptura entre la
ciencia y la mística llegó tarde, pero el conflicto
estaba en ciernes ya desde muy antiguo, en el corazón
mismo del ser humano. Ya el libro bíblico del Génesis
nos lo cuenta a su manera. Había dos árboles en el
paraíso, nos dice: el árbol de la Vida y el árbol del
conocimiento del Bien y del Mal. A Adán y a Eva, al
hombre y a la mujer, se les abrieron los ojos y el
apetito de tomar y de comer, de ser dueños y señores de
todo, incluso el uno del otro, incluso de Dios.
Imaginaron a Dios como
dueño y señor y no lo pudieron soportar. El mal no
consistía en no soportar a un tal Dios supremo, sino en
imaginarlo de ese modo. “Seréis como dioses”. El mal no
consistía en querer ser como Dios o incluso ser Dios,
pues a eso estamos llamados y eso somos; el mal
consistía en perder el sentido del don, la actitud de
respeto, el sentido de la gratitud y la admiración, en
querer conquistar lo que es regalo.
El mal no consistía en
querer comer del árbol de la ciencia y acceder al
conocimiento, pues para eso estaba allí y ofrecía sus
frutos en medio del paraíso; el mal consistía en querer
forzar al árbol, para arrebatarle el fruto gratuito y
devorarlo. Entonces se les abrieron los ojos y vieron
que estaban desnudos, y sintieron vergüenza el uno del
otro y tuvieron miedo a Dios, como si Dios fuera como
ellos.
Nietzsche y Heidegger
mostraron que la ruptura entre la ciencia y la mística
se dio en Grecia en los albores mismos de lo que se
llama “cultura occidental”. En cualquier caso, se
manifestó en toda su crudeza en la Modernidad en forma
de positivismo. El positivismo cientificista pretendió
que todo lo que es se puede conocer con métodos
empíricos y que solo es verdad aquello que conocemos
empíricamente y formulamos matemáticamente.
Mucho antes, por otro
lado, se había ido desarrollando en el seno de la
Iglesia católica un auténtico positivismo teológico que
afirmaba la revelación cristiana como la única
revelación plena de Dios en el mundo, consideraba los
dogmas cristianos como expresiones inmutables de
verdades ocultas reveladas por Dios, y sostenía que la
jerarquía católica ha sido instituida por Dios mismo
como depositaria y garante única de la verdad y del
misterio divino en la Tierra y el cosmos entero.
La religión, vacía de
mística, se creía autorizada así para dictar verdades a
la ciencia. No es descabellado pensar que el positivismo
cientificista moderno ha sido una reacción contra el
positivismo y absolutismo cristiano que se había
apoderado del misterio en exclusiva, lo que equivale a
negarlo.
El olvido del misterio
arruina la religión y reseca la ciencia. Es necesario
que el misterio vuelva a animar la religión y que la
ciencia vuelva a recuperar aquella admiración originaria
de la que nació como pregunta, como búsqueda, como una
exploración casi religiosa de la realidad particular y
universal.
La ciencia y la mística
no se oponen, ni se yuxtaponen, ni siquiera se
complementan. Se entrelazan y animan, como la
observación y el asombro, como el cálculo y la
admiración, como la medida y el infinito. No se
identifican, pero son inseparables como la parte y el
todo, como el organismo y la vida.
La ciencia es el arte de
medir las partes del todo. La mística es el arte de
mirar el todo en cada parte. Mira un arcoíris
maravilloso una tarde soleada y lluviosa. Se puede medir
el espectro de frecuencias de la luz y explicar la
aparición de los siete colores, del rojo al violeta,
cuando los rayos del sol atraviesan las gotitas de agua
de la atmósfera, y por qué el arco entre el cielo y la
tierra, naciendo del agua, pero tus ojos ven la belleza
del arcoíris como un todo y exclamas: “¡Oh, qué
bonito!”.
Y el científico puede
admirar más que nadie, porque sabe más que nadie el
milagro que es cada gota de agua o de aire, cada
organismo, cada célula, cada átomo y cada partícula.
Y no solamente ve que
todo es parte de un Todo, sino que también mira cada
parte como un todo, pues cada átomo es un universo sin
medida de quarks, gluones y electrones, semejante al
universo inmenso y sin fin de las galaxias, y porque
sabe que todo, desde lo infinitamente pequeño a lo
infinitamente grande, está en relación y en movimiento,
que en el tiempo está la eternidad y que el futuro es
absolutamente indeterminado e impredecible, que del
orden se deriva el desorden y del desorden se deriva un
nuevo orden maravilloso imprevisible.
Y sabe mejor que nadie
que toda la realidad es abierta y siempre capaz de
novedad y de más, gracias a la relación y al azar. Y que
todo, desde la roca al pensamiento y la ternura, todo es
materia, salvo la propia materia que nadie sabemos qué
es, sino que es. Y la admiración, eso es la mística. La
admiración convertida en amor, eso es la verdadera
religión.
José
Arregi
Para orar
MÁS QUE LA
POSESIÓN; LA BÚSQUEDA
La materia conocida
sólo es el cinco por ciento del universo;
el ADN codificante
sólo es un tres por ciento de nuestro genoma;
las neuronas
sólo son un diez por ciento de nuestro cerebro.
Concentramos con avidez nuestra atención
en aquello que sabemos interpretar,
nombrar, medir, manipular, gozar.
Pero de repente, a veces,
los bárbaros irrumpen con antorchas oscuras
en nuestro imperio de claridades,
y abaten los templos y palacios de nuestras certezas:
la materia oscura, la energía oscura,
los mecanismos ocultos de la regulación de los genes,
los astrocitos y sus ondas de calcio.
Pese a ello, los científicos nos alegramos de esas
invasiones:
los horizontes se nos hacen más inquietantes;
las preguntas, más sutiles;
las respuestas, más sorprendentes;
nos lanzamos con perplejidad y audacia
a reedificar nuestra imagen del mundo
con mayor amplitud que la de antes.
Quizás tengamos vocación de vagabundos más que de reyes:
amamos más
el camino y la búsqueda que la seguridad y la posesión.
David Jou