HAY QUE REPENSAR EL CRISTIANISMO
Todo el mundo sabe que
Hipócrates (siglo V a.C.) es considerado “el padre de la
medicina” y “el médico” por antonomasia. A él se le
atribuye, con razón o sin ella, el famoso “juramento
hipocrático”:
“Por Apolo médico y Esculapio, por Higias, Panacace y
todos los dioses y diosas, juro que cuando entre en una
casa no llevaré otro propósito que el bien y la salud de
los enfermos”.
Muchos estudiantes de
medicina, al final del grado, siguen haciendo el mismo
juramento en versión actualizada y sin mencionar a los
dioses, pues éstos han resultado ser menos inmortales de
lo que Hipócrates pensara.
No estaría mal
–permítaseme la digresión– que los políticos, los
empresarios y los periodistas hicieran también un
juramento similar en nombre de lo que consideren más
sagrado:
“Juro que diré la verdad, cuidaré la vida y defenderé al
más necesitado sin buscar mi lucro”.
Y que los obispos, en
vez de jurar obediencia al papa que les ha nombrado y
les puede ascender, dijeran:
“Juro por Jesús que defenderé la libertad, la
fraternidad y la igualdad dentro y fuera de la Iglesia”.
Y que todos los
teólogos, en vez de aquel “juramento antimodernista” que
ha estado vigente hasta no hace muchos años,
pronunciaran también su particular juramento
hipocrático:
“Juro por el Espíritu o la Ruah de Dios que me
empeñaré en preparar odres nuevos para el vino nuevo, en
liberar la buena nueva de los dogmas viejos, en hacer
una nueva teología razonable y liberadora como la
Ruah de Dios para el mundo de hoy”.
Jesús prohibió jurar,
pero estos juramentos le gustarían.
Volvamos a Hipócrates.
Fue un médico moderno en su tiempo, y se dejó guiar por
la observación y la experimentación. Negó, por ejemplo,
que la “enfermedad sagrada” –así llamaban a la
epilepsia– se debiera a la acción de los dioses, y se
opuso a tratarla con conjuros; él la trataba con buena
dieta.
Pues bien, un médico de
nuestros días, Manuel Guerra Campos –hermano de aquel
obispo integrista de Cuenca, diputado en Cortes por
nombramiento de Franco–, asegura en sus Confesiones
de un creyente no crédulo que Hipócrates no pasaría
hoy de un 0 en un examen de Anatomía. Y el Dr. Guerra
Campos, se pregunta: ¿Cómo es posible, sin embargo, que
la Iglesia siga hoy con el mismo lenguaje y las mismas
creencias que hace cientos y miles de años?
A eso iba. No es ésta la
cuestión más importante en los tiempos que corren. ¿Qué
diría Hipócrates de esta gravísima enfermedad en que
está sumido su país, Grecia, y el nuestro y todo el
planeta a causa de cuatro ricos que padecen la
enfermedad más mortal de todas que es la codicia sin
límite?
Esta es sin duda,
también para la Iglesia, la cuestión más importante,
mucho más importante que la “increencia” y el
“relativismo”, la familia y la eutanasia e incluso el
aborto, y no digamos la religión en la escuela.
Pero creo que también es
urgente para los cristianos hacer otra teología, una
teología que vuelva la fe comprensible para hoy. Esa ha
sido siempre la misión de los teólogos: decir la fe de
una manera razonable para los hombres y mujeres de cada
tiempo y lugar. Solo una teología razonable puede ser
liberadora. Hay que repensar el cristianismo, para que
sea evangelio liberador.
El cristianismo no puede
ser evangelio liberador manteniendo conceptos y
paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos,
absurdos e incluso nocivos.
Que Hipócrates, un
genio, hoy no pudiera aprobar ninguna asignatura de
Medicina nos parece tan normal. Lo mismo le pasaría a
Descartes en Filosofía, por mucho que la Filosofía no
evoluciona en los mismos parámetros que las ciencias
empíricas. Pero hoy no le valdría su famoso “pienso,
luego existo”, y el tribunal se le reiría si repitiera
que el cuerpo y el alma se conectan en la glándula
pineal. Hasta el mismísimo Einstein, genio entre los
genios y muerto hace solo 56 años, hoy suspendería en
física cuántica, y seguiría afirmando ingenuamente que
“Dios no juega a los dados”.
Pues sí que juega,
aunque es una forma de hablar. Lo cierto es que no
podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de
Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a
cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos.
Por ejemplo, no podemos
hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y
determinista, piramidal y geocéntrico: arriba el cielo
habitado de dioses con un Dios Supremo al frente, abajo
la tierra creada por Dios desde fuera, y más abajo el
infierno para los malos.
Dios no es un Ente, ni
es Algo, ni es Alguien con psicología y sentimientos
como los nuestros. Dios no interviene desde fuera cuando
quiere. Dios no tiene por qué encarnarse, pues es la
Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de
cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra,
el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo
abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad
de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la
luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la
Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo
en su infinito movimiento, en su infinita relación.
Y no podemos hablar de
Jesús en los términos de la metafísica dualista que
subyace a los dogmas: como si Dios fuera una
“substancia” distinta y separada del mundo, como si en
Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única
vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no
fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo
ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser
bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí
se resumen todos los dogmas. Así de simple.
Ni podemos hablar de la
revelación y de la encarnación de Dios como si este
planeta fuese el centro del universo y como si la
especie humana fuese el culmen de la evolución de la
vida. El universo no tiene centro, y la vida en este
planeta seguirá evolucionando todavía durante miles de
millones de años, y seguramente también en infinidad de
otros planetas en un universo sin límite. Y Dios es el
Corazón y el Misterio del universo siempre revelado y
oculto, el Fuego que lo habita.
Tampoco podemos hablar
del ser humano como si la biogenética y las
neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más
conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen
capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero
tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino,
como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es
la meta de toda la creación.
¿Y el pecado? ¡Qué
absurdo y nocivo nuestro lenguaje tradicional sobre el
pecado, y por lo tanto el perdón! El pecado no es la
culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el
error, la finitud y el daño. Pero somos amados y podemos
seguir: eso es el perdón.
Así deberíamos seguir
revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más
allá”, para volverlo a decir con palabras libres y
metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en
la fe, sino justamente lo indecible. Lo dijo nada menos
que Santo Tomás de Aquino hace 800 años.
Lo malo es que él sí
aprobaría hoy un examen de teología. Con él sucede lo
contrario de lo que sucede con Hipócrates o Einstein:
las autoridades eclesiásticas de su tiempo le
suspendieron como heterodoxo, pero más tarde proclamaron
su teología como “teología perenne”, inmutable.
Sencillamente, no tiene
sentido, y el “doctor angélico” sería hoy el primero en
protestar por seguir aprobando hoy con la teología de
hace ocho siglos, y nos diría con pena que le hemos
traicionado. En efecto, ser fieles a Santo Tomás de
Aquino no consiste en repetirle, sino en hacer en
nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: repensar el
cristianismo, para que sea iluminación y consuelo,
medicina y liberación.
José
Arregi
Para orar
En el mercado y en el claustro,
sólo vi a Dios.
En el valle y en la montaña
sólo vi a Dios.
Lo he visto detrás de mí
en la hora de la tribulación
y en los días del favor y la fortuna.
No vi alma ni cuerpo,
accidente ni sustancia,
causas ni cualidades:
sólo vi a Dios.
Abrí mis ojos,
y gracias a la luz
de Su rostro circundándome,
descubrí en todas las miradas
al Amado.
Baba Kuhi, poeta sufí iraní del s. XI