JON SOBRINO:
HONDURA DE UN CONFLICTO
Estos días se habla del jesuita español Jon Sobrino
que, desde hace más de 50 años, da clases y escribe
de las cosas de Dios en El Salvador (Centroamérica)
y por todo el mundo. Sobrino es ahora tema de
comentarios y debates porque ha sido gravemente
censurado por el Vaticano.
Aún no se conoce el castigo que le van a imponer. Lo
peor es el castigo que ya le han impuesto. Me
refiero al castigo de su imagen pública que ya está
rota para siempre. Porque son muchos los que, cuando
pasa una cosa de éstas, piensan y dicen: “si lo han
censurado, por algo será”, “algo habrá hecho”... Y
ese “sambenito” ya no hay quien se lo quite de
encima. Esto es lo peor de todo.
Digo esto porque ahora hay quienes escriben contra
el Vaticano y sus procedimientos. Como hay quienes
dicen cosas muy desagradables contra Sobrino y la
teología de la liberación. Yo aquí prescindo de
todo eso. Y me fijo sólo en la hondura del conflicto
que se produce en un caso como éste. ¿Por qué? El
hecho religioso es, a la vez, un hecho de conciencia
y un hecho público.
Cuando lo que uno vive en su conciencia coincide
con su imagen pública, las cosas van divinamente.
Lo malo es cuando la propia conciencia ve las cosas
de una manera pero las autoridades religiosas (y
otras muchas gentes) las ven de otra forma. En ese
caso, se rompe la imagen pública del que se ve
metido en semejante situación, cosa que da miedo,
mucho miedo. Porque eso puede llegar a ser un
infierno de oscuridad y confusión en lo más hondo de
uno mismo.
El 10 de diciembre de 1956, el gran teólogo Y.
Congar, censurado y desterrado por tercera vez de
Francia, escribía a su madre:
“Me han destruido prácticamente... Se me ha
desprovisto de todo aquello en lo que he creído y a
lo que me he entregado... No han tocado mi cuerpo;
en principio, no han tocado mi alma, nada se me ha
pedido. Pero la persona de un hombre no se limita a
su piel y a su alma. Sobre todo, cuando ese hombre
es un apóstol doctrinal, él “es” su actividad, “es”
sus amigos, sus relaciones, “es” su irradiación
normal. Todo esto me ha sido retirado; se ha
pisoteado todo ello, y así se me ha herido
profundamente. Se me ha reducido a nada y,
consiguientemente, se me ha destruido” (“Diario de
un teólogo”, Madrid, Trotta, 2004, 473-474).
El dolor de este hombre llegó hasta el extremo de
pensar seriamente en el suicidio: “¿La muerte? He
pensado frecuentemente en ella. Pero no” (o. c.,
482).
No sé si mi compañero de tantos años en la UCA, Jon
Sobrino, está viviendo algo de lo que vivió Congar o
sentimientos parecidos a eso. Por lo que él me ha
escrito y me cuentan, sé que está sereno y con paz.
En cualquier caso, cuando de Roma viene una censura
pública de este tipo, no puedo dejar de pensar que
estas situaciones son muy duras, sobre todo en la
intimidad del que las padece.
El redentorista alemán, Bernard Häring, cuando ya se
moría víctima de un cáncer, escribió un pequeño
libro de memorias en el que contaba que él había
sufrido dos juicios, el que le hizo la Gestapo, en
la segunda guerra mundial, y el que le hizo el Santo
Oficio, unos años después. Y Häring aseguraba que se
le hizo más soportable el juicio de la Gestapo que
el del Santo Oficio. Cosa que, por más sorprendente
que parezca, resulta comprensible.
Porque, insisto, cuando lo que se vive en la
intimidad de la conciencia no coincide con la imagen
pública que se tiene de uno, y cuando esa imagen se
ve distorsionada o deformada por quienes
“oficialmente” saben más de las cosas de Dios,
entonces tocamos en las fibras más hondas de la
vida. Y eso es muy serio.
Además, eso es algo que merece el más profundo
respeto. Un respeto que con frecuencia no se tiene,
hasta el punto de quien sufre semejante falta de
respeto se ve como se vio el admirado y eminente
teólogo Y. Congar, abocado a la autodestrucción y
hasta es posible que a la muerte, como le ocurrió
también al redentorista Häring.
Así las cosas, es evidente que lo mejor que pueden y
deben hacer las religiones y las gentes religiosas
es adoptar una actitud de profundo respeto ante
estas situaciones y ante las personas que las tienen
que soportar. Es lo que yo, al menos, siento en el
caso del profesor Jon Sobrino. Un hombre que, además
de respeto, tiene bien merecida nuestra más sincera
admiración. Porque ha sido sensible, como pocos, al
dolor de los que peor lo pasan en la vida. En eso ha
centrado sus estudios, su trabajo, lo que ha dicho y
lo que ha escrito.
Lo más admirable de Sobrino no es su enorme
producción teológica. Ni sus más de diez doctorados
“honoris causa” en Universidades norteamericanas y
europeas. Lo más admirable de este hombre es que,
siguiendo el ejemplo de su maestro y pastor,
Monseñor Romero, nos ha dicho a todos, con la
palabra y el ejemplo, que el camino para encontrar a
Dios y darle sentido a nuestras vidas es el
“principio misericordia”, en el afán y el empeño por
hacer más soportable el sufrimiento de las víctimas
de este mundo.
Y en mi caso concreto, además de admiración, es
mucha la gratitud que le debo. Porque cuando me ví
excluido de la enseñanza teológica, y cuando la UCA
de El Salvador se veía más amenazada, después del
martirio de Ellacuría y sus compañeros, Sobrino me
acogió como amigo y hermano para seguir trabajando
en esta tarea que es la pasión de mi vida: el mismo
trabajo que le ha dado sentido a la vida y a la
trayectoria de Sobrino. Gracias, profesor. Gracias,
amigo y hermano.
José M. Castillo
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