EL DERECHO DE LOS CODICIOSOS
¿Dónde está la raíz de la crisis económica que estamos
padeciendo? Se dice que la explicación de este desastre
radica en la codicia de los gestores de las grandes
empresas. Y es verdad.
Cuando la economía mundial se ha organizado de forma que se
ha convertido en una “economía electrónica”, no nos hemos
dado cuenta, en un momento en el que todavía el desastre se
podía remediar, que estábamos instalados sobre un polvorín
que cualquier día podía estallar.
Cuando se crea una economía en la que los gestores de
fondos, bancos, empresas o simplemente los millones de
inversores individuales, pueden transferir cantidades
enormes de capital de un lado del mundo al otro apretando el
ratón de su ordenador, a nadie se le debería haber ocultado
que estábamos al borde de un precipicio cuyo fondo nadie
conoce todavía.
Si un individuo, con el simple gesto de apretar un dedo,
puede desestabilizar lo que podían parecer economías
fuertes, como ocurrió en Asia en la década de los 90,
tendríamos que habernos dado cuenta de que la codicia de los
más poderosos podía, en cualquier momento, desestabilizar al
mundo entero. Y eso es lo que ha ocurrido.
¿Quiere esto decir que los grandes empresarios, que han
causado este desastre, y los políticos que lo han permitido,
son más codiciosos que el resto de los mortales? No creo que
eso sea así. Porque codicias y codiciosos siempre ha habido.
Y los hay por todas partes. Lo que ha pasado es que ahora se
han dado las condiciones propicias para que la codicia de
unos cuantos haya tenido la fuerza necesaria para
desestabilizarnos a todos.
¿Por qué? No porque haya aumentado la codicia de unos
cuantos, sino porque no ha existido una legislación y un
derecho de ámbito mundial con el poder y las garantías
necesarias para impedir que ocurriera lo que ha ocurrido.
Cuando la justicia y las leyes están pensadas y organizadas
de manera que lo que se impone no es “la ley del más débil”
(L. Ferrajoli), sino “el interés del más fuerte”, entonces
la economía cesa de ser “un servicio para los ciudadanos” y
se convierte en “una fuerza salvaje, orientada
exclusivamente a ganar dinero rápido a expensas de los
consumidores” (L. Napoleoni).
Es un hecho que la manera de pensar que está persuadida de
que “el beneficio es lo que cuenta” (N. Chomsky), es un
componente constitutivo de la cultura de Occidente.
Y esto, no sólo como apetencia interna del ser humano, sino
sobre todo como componente del Derecho que ha configurado
nuestra cultura. Me refiero al Derecho romano. Pues bien, lo
que siempre interesó a los creadores del Derecho romano
(base del Derecho de Occidente) eran “las reglas que
gobernaban la propiedad individual y las acciones derivadas
de ésta” (Peter G. Stein). Esto explica por qué los juristas
de la antigua Roma dieron tanta importancia al Derecho
privado y apenas se preocuparon de los asuntos públicos.
Ya las XII Tablas (451 años a. C.) disponían que si el
propietario de una casa capturaba a un ladrón cuando robaba,
si el ladrón se resistía al arresto, el propietario podía
matar al delincuente. Era una forma eficaz de enseñar que la
propiedad privada está antes que la vida humana. Y la
historia de nuestra cultura occidental se ha encargado de
dar cuenta fehaciente de que el poderoso Occidente ha tomado
en serio que la propiedad es más importante que la vida.
Ahora empezamos a comprender la atrocidad que hemos hecho,
cuando a fuerza de agresiones a toda forma de vida, nuestro
Derecho (y nuestra codicia) de propiedad está a punto de
liquidar las fuentes mismas de la vida en el
planeta.
Al decir esto, no hablo de comportamientos éticos. Insisto
en que, al decir estas cosas, estoy hablando de uno de los
pilares básicos (el Derecho) de una cultura, la llamada
cultura de Occidente. Por supuesto, nuestro Derecho no dice
que se puede matar para apoderarse de lo ajeno. Pero es que
lo grave de nuestro Derecho no está en lo que dice, sino en
lo que no dice. De ahí el vacío legal que ha hecho posible
tanto atropello financiero.
Y - lo que es más indignante - que, después de lo ocurrido,
los gigan-tes de la codicia, cuyos nombres y rostros se
conocen, están todos en la calle disfrutando impunemente de
sus asombrosas fortunas.
¿No se podía haber evitado semejante atrocidad? Seguramente,
el vertiginoso crecimiento de la economía y el alarmante
debilitamiento de la política han fomentado el logro de
tanta barbarie. Me temo que estamos pagando los costos
espantosos que ahora nos impone la matriz jurídica y
cultural en la que nacimos y en la que nos han educado.
En el siglo XIX, Bermhard Windscheid, en su excelente
estudio sobre el espíritu del Derecho romano, advertía que
la tradición de este cuerpo legal dio la máxima libertad a
la propiedad privada y redujo al mínimo la responsabilidad
de los hombres de negocios.
Occidente ha redactado la Carta de los Derechos Humanos.
Pero antes codificó el Derecho romano, por cuyos principios
se ha configurado nuestra cultura. La cultura en la que
hemos sido educados. Lo hemos mamado. De forma que esto nos
constituye sin que nos demos cuenta. Por eso se comprende la
mentalidad brutal de tanta gente cultivada en los saberes
que impregnan el tejido social en el que nos hemos criado.
Por eso me atrevo a decir que no nos entusiasmemos con
esperanzas fundadas en Obama y sus economistas o en posibles
decisiones que se vayan a gestar en Bruselas. Por muy
importante que sea el acierto de los economistas y la
gestión de los políticos, me temo que el problema no tendrá
solución si no cambiamos de mentalidad.
Mientras sigamos pensando que lo mío es mío y que la
ganancia es lo que importa, podemos estar seguros de que no
salimos de la crisis. Y si es que levantamos cabeza, antes o
después nos volveremos a hundir. Por no hablar de los más de
mil millones de seres humanos que ya están abocados a una
muerte cercana y sin remedio.
José M. Castillo