REUNIDOS EN NOMBRE DEL SEÑOR
Declaración reflexionada, comentada y aprobada en
Asamblea Comunitaria por la Parroquia de San Carlos
Borromeo
La decisión tomada por el Arzobispado de Madrid de
cerrar nuestra parroquia nos hace pensar que la
entreverada esperanza de que el Papa actual diese
signos de apertura y confirmase el caminar renovador
de una iglesia posconciliar, se ha ido
desvaneciendo. Ahí están las recientes alarmas
teológicas de Roma contra Jon Sobrino y otras que se
están produciendo en diversas partes de la Iglesia.
Nuestra parroquia, (conocida como parroquia de los
marginados) presidida por los curas Javier Baeza,
Enrique de Castro, y Pepe Díaz, y constituida por
una pléyade de personas muy diversas, es testigo de
cómo han entrado en ella y encontrado condiciones
para llamarla su casa, casa que les ha
permitido hacer amistad y comunidad con otros,
buscar y reafirmar el sentido de la vida y
compaginar sus afanes y luchas humanas con la fe en
Jesús de Nazaret. Algo, pues, más que un lugar de
rutina para cumplir preceptiva y ordenadamente unos
rituales religiosos.
No nos imaginamos a Jesús de Nazaret, que dice estar
allí donde se reúnan dos o más en su nombre,
dispersando y alejando de su lado, a un grupo, a una
persona cualquiera, que buscara oírlo, conocerlo,
estar con él y seguirlo. Lo suyo era la cercanía, la
mezcla con la gente, la instintiva preferencia por
quienes veía más débiles, caídos, excluidos o
necesitados: publicanos, pecadores, prostitutas,
extranjeros, etc.
A Jesús no se le veía reunido en lugares
distinguidos, especialmente preparados, donde se le
recibiera con pompa y reverencia. Improvisaba
cualquier lugar.
Había quienes, provenientes de clase o función
social relevante, se le acercaban taimados,
dispuestos a examinarle y tenderle una trampa. Eran
los Sumos Sacerdotes, los Senadores seglares de
familias aristócratas, los Letrados (saduceos y
escribas). Con ellos Jesús fue implacable en la
denuncia de su orgullo e hipocresía, de su afán de
figurar y dominar. Lo que menos les toleraba era sus
abusos en nombre de la religión.
Su sentencia de que “hay que destruir el templo” los
exegetas la interpretan como que el templo, en
cuanto tal, ya no es necesariamente el lugar del
encuentro con Dios y menos cuando ese templo ha
estado simbolizando a un Dios favorecedor de los
privilegios de la casta sacerdotal y legitimador de
impuestos y cargas para los campesinos: “Llega la
hora en que los verdaderos adoradores adorarán al
Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-23).
El pueblo por el contrario, desconocedor de la ley y
menospreciado, lo escuchaba encantado, hacía correr
su nombre de boca en boca.
Podemos comprobar con gozo que el documento del
Vaticano II “Presbyterorum Ordinis”, dedicado a los
sacerdotes, refleja este espíritu cuando escribe que
los presbíteros “viven entre los demás hombres como
entre hermanos”, “no deben alejarse del pueblo de
Dios ni de ningún hombre”, “no deben sentirse
extraños a su existencia y condiciones de vida”,
“deben conocerlos de verdad”, y puedan así “hacerse
como San Pablo todo para todos” ( PO, 3), “tratando,
por lo tanto, a todos con eximia humanidad, a
ejemplo de su Señor ” (PO, 6).
Las tareas de los presbíteros, según el Vaticano II,
son claras:
1ª) Ejercer su ministerio al modo como lo ejerció
Jesús, sacerdote del pueblo para el pueblo.
2ª) Predicar el Evangelio de Dios a todos, pero
adaptado a las circunstancias concretas de la vida,
según las diversas necesidades de los oyentes.
3ª) Constituir y aumentar el pueblo de Dios.
Educarlo en una fe sincera y libre: “De poco
aprovecharán las ceremonias por bellas que sean, si
no se ordenan a educar a los hombres para que
consigan su madurez cristiana”. Tal educación debe
ayudarles a discernir los acontecimientos y a
cultivar una vida comunitaria.
4ª) “Considerar que los pobres y los débiles, con
quienes el Señor se presentó especialmente asociado,
y cuya evangelización se da como signo de la obra
mesiánica, les están confiados de manera especial”
(PO, 6).
No entendemos que una “parroquia de marginados”, en
consonancia con el Evangelio y el Vaticano II, se la
pretenda configurar como una parroquia más o menos
burguesa de nuestras ciudades, donde predomina
frecuentemente la primacía estereotipada del cura y
la regularidad estética del culto y no la
participación directa y viva de la comunidad.
Si nos empeñamos en seguir al pie de la letra, y
nada más que al pie de la letra, el diseño litúrgico
del Misal romano con sus pormenori-zadas rúbricas,
damos como muerta toda vida y creatividad litúrgica.
Más que en creadores nos convertimos entonces en
recitadores mecánicos de fórmulas litúrgicas, que
nos impiden llevar a la celebración eucarística la
realidad viva de nuestro tiempo, de nuestra gente,
de nuestra comunidad y de nuestras personas
concretas.
¿Por qué una comunidad de hoy no puede crear sus
oraciones propias como lo hacían las comunidades
anteriores en sus respectivas circunstancias? ¿Qué
hace suponer que aquellas fórmulas –particulares de
entonces- deben ser asumidas al pie de la letra y no
puedan ser sustituidas por otras de hoy?
Lo esencial -que es lo que hay que guardar- es
permanente; pero lo accidental, cambia y es
variable. Esta estéril y aburrida repetición de
fórmulas y modelos del pasado es lo que ha llevado a
calificar a buena parte de nuestra liturgia de
momia sagrada.
No es difícil descubrir, tras la decisión de cerrar
nuestra parroquia de San Carlos Borromeo, una
peculiar concepción teológica:
-
La autoridad eclesiástica se considera aparte
y por encima de la comunidad y, por tanto, como
autónoma y válida por sí misma.
-
La persona es a natura corrupta e
impotente para el bien.
-
La persona y toda la realidad creada se
desenvuelve bajo dos dimensiones: una profana y otra
sagrada.
-
La sanación, realización, santificación y
gobierno de la persona no es posible sin la
mediación de los ministros sagrados, depositarios y
portadores de la verdad, de la santidad y del
gobierno.
En el fondo, hay una desposesión de la santidad o
bondad ontológica de la persona, de sus capacidades
innatas para actuar con reflexión, libertad y
responsabilidad y, lógicamente, una desconfianza
radical en sí mismo y una dimisión de sí en otras
instancias externas que le aseguran lo que por sí
mismo no podría adquirir.
Este pensar sostiene en incolumidad el valor sagrado
de la autoridad, la dependencia total de ella, y la
justificación de toda suerte de arbitrariedad y
despotismo.
Naturalmente, nada de esto casa con lo que dice el
concilio Vaticano II: “La personal dignidad y
libertad del hombre no encuentran en ninguna ley
humana mayor seguridad que la que encuentra en el
Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. Pues
este Evangelio proclama y enuncia la libertad de los
hijos de Dios, rechaza toda esclavitud, respeta como
santa la dignidad de la conciencia y la libertad de
sus decisiones, amonesta continuamente a revalorizar
todos los talentos humanos en el servicio de Dios y
de los hombres. Y, así, la iglesia proclama los
derechos humanos y reconoce y estima en mucho el
dinamismo de nuestro tiempo, con el que se promueve
estos derechos por todas partes” (GS, 41).
A la hora de discernir la validez y oportunidad de
esta decisión eclesiástica, nos proponemos seguir
fieles al Señor y a los hermanos, guiándonos por los
siguiente principios:
1.- Volver a Cristo, norma fundante y fundamental de
la Iglesia
El Vaticano II decretó la renovación. Sin
renovación la iglesia languidece y se ancla estéril
en el pasado. Pero la reforma en la Iglesia
no es posible si no es volviendo a Jesús. No hay más
futuro para la Iglesia que el que viene de Jesús. La
Iglesia sólo fue grande cuando ensayó humildemente
el seguimiento de Jesús. Para discernir lo que es
abuso, desviación o infidelidad en la Iglesia no
tenemos más medida que el Evangelio. Muchas de las
tradiciones establecidas en la Iglesia pueden
llevarla a un verdadero cautiverio.
Con gran acierto, el concilio volvió a recordarnos
que la Iglesia no tiene más centralidad que la
persona de Jesús. Y si ella pretende seguir a Jesús,
no tiene sino seguir contando al mundo lo que
ocurrió con Jesús, proclamar su enseñanza y su vida.
Jesús no fue un soberano de este mundo, no fue rico,
sino que vivió como un aldeano pobre y, por su
programa (anuncio del Reino de Dios: dignidad,
igualdad y emancipación de los más pobres) fueron
los grandes de este mundo (imperio y sinagoga) los
que lo persiguieron y eliminaron.
Su condena a morir en la cruz, arrojado fuera de la
ciudad como a un estercolero, es la muestra suprema
de su incompatibilidad con los señores de este
mundo. Destrozado por el poder, es el siervo
sufriente, imagen de otros innumerables siervos,
derrotados por los que gobiernan y se hacen llamar
señores, pero acreditado y resucitado por Dios
mismo.
2. Volver a una Iglesia anunciadora del Reino y
servidora.
“La Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de
Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos”
(LG, 5). Lo que Dios desea para el mundo, en
perspectiva cristiana, lo ha hecho manifiesto a
través de Jesús. Y la Iglesia, si algún encargo
tiene, es el de manifestar lo hecho por Jesús. Nunca
la Iglesia es meta de sí misma. La salvación viene
de Jesús, no de la Iglesia. Nunca ella tuvo otro
Señor.
Cristo mismo no se anunció a sí mismo ni se predicó
a sí mismo sino al Reino. La Iglesia, discípula y
seguidora suya, debe hacer lo mismo. Su vocación es
servir, no dominar: “Sirvienta de la humanidad”, la
llamaba el Papa Pablo VI. Este servicio lo hace
viviendo en el mundo, sintiéndose parte del mundo y
en solidaridad con él, pues “el mundo es el único
tema por el que Dios se interesa”.
3. Volver a una Iglesia democrática y
democratizadora que haga real la igualdad
“En el Pueblo de Dios es común la dignidad de los
miembros, común la gracia de la filiación; común la
llamada a la perfección: una sola salvación, única
la esperanza e indivisa la caridad.
No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia
ninguna desigualdad por razón de la raza, de la
nacionalidad, de la condición social o del sexo,
porque no hay judío ni griego; no hay siervo o
libre; no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros
sois “uno” en Cristo Jesús (Gal 3,28 gr.; Col 3,
11)” (LG, 32). “Existe una auténtica igualdad entre
todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a
todos los fieles en orden a la edificación del
Cuerpo de Cristo” (LG, 32).
La democratización de la Iglesia es asunto suyo
vital para que pueda adquirir credibilidad en la
sociedad actual. Pero esa democratización no es
posible sin lograr una auténtica convivencia de
hermanos e iguales. Y este objetivo no se logra
ciertamente por las sendas de un sacerdocio
presbiteral superior, privilegiado y excluyente, tal
como aparece configurado con concentración absoluta
del poder en el vértice, y delegado en los demás
grados de la jerarquía.
Para emprender este camino hay que partir de la vida
de Jesús, el cual, siendo laico, “produjo un cambio
de sacerdocio” (Hb 7,12), “fue sacerdote por la
fuerza de una vida indestructible” (Hb 7,16).
La constitución del sacerdocio de Jesús está en que
“se asemeja a sus hermanos, es compasivo, prueba el
sufrimiento, ofrece en su vida mortal oraciones a
gritos y lágrimas, es decir, se identifica con su
pueblo, sin avergonzarse de llamarlos hermanos”.
La vida entera de Jesús fue una vida sacerdotal, en
el sentido de que se hizo hombre, fue un pobre,
luchó por la justicia, fustigó los vicios del poder,
se identificó con los más oprimidos, los defendió,
acogió y trató sin discriminación a las mujeres,
entró en conflicto con los que tenían otra imagen de
Dios y de la religión y tuvo que aceptar por
fidelidad ser perseguido y morir crucificado fuera
de la ciudad.
Este original sacerdocio de Jesús es el que hay
que proseguir en la historia. Consecuentemente,
es esto lo que enseña el Vaticano II: “Todos
los bautizados son consagrados como sacerdocio
santo” (LG, 10).
Como enseña el apóstol Pablo, hay en la Iglesia
diversidad de funciones, pero ninguna de ellas se
traduce en rango, superioridad o dominio. Todos son
hermanos y hermanas y, en consecuencia, iguales. Una
tarea ésta inmensa de cara a las mujeres, doblemente
discriminadas en la Iglesia como laicas y mujeres.
La responsabilidad es de todos, dentro de un modelo
comunitario, con diversidad de carismas, derramados
por el Espíritu para el servicio de la comunidad.
Una iglesia comunitaria y pluralista.
El Vaticano II no pone el fundamento de la Iglesia
en el esquema bipolar “clérigos-lacios” que quita
protagonismo, participación y responsabilidad a la
asamblea cristiana.
Todo cristiano y toda cristiana participan en la
triple función de Cristo: enseñar,
santificar y gobernar. La Iglesia entera, pueblo
de Dios, prosigue el sacerdocio de Cristo, sin
perder la laicidad, en el ámbito de lo profano e
inmundo, de los echados fuera.
Este sacerdocio
es lo primero y sustancial; el otro, el
presbiteral, es un ministerio admirable, pero en
cuanto ordenado al común es posterior, secundario y
de servicio. El presbítero es, antes que nada,
“ministro de la Palabra”, que debe comunicar a
todos, sin que se vea ceñido exclusivamente al altar
y a la administración de los sacramentos.
4. Volver a una Iglesia profundamente humana que
establezca una nueva relación con el mundo
El cambio de relación de la Iglesia con el mundo es
uno de los cambios mayores operados por el Vaticano
II. Son muchos los textos en que el concilio habla
“de tender un puente hacia el mundo”, “de querer
entablar un diálogo con él”, “de sentirse solidario
con su historia”, “de considerar sus senderos como
propios”, etc.
La Iglesia expresaba su conciencia de necesitar ser
evangelizada, de reconocer el dinamismo de la época
actual y cuanto de bueno, verdadero y justo existe
en la variedad de las instituciones humanas, de
escucharlo y aprender de él, de proclamar los
derechos humanos. (Cfr. GS, 1, 40,42,43) .
El concilio se abría con inmensa simpatía al mundo,
a la ciencia, al progreso, a los valores humanos, a
la colaboración entre la ciencia y la fe, al respeto
de la autonomía de lo creado y a los derechos de la
razón, de la ciencia y de la libertad.
Resulta estimulante volver a recordar estas palabras
del papa Pablo VI: “Vosotros, humanistas modernos,
reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros
–y más que nadie- somos promotores del hombre”
(Pablo VI, 7-XII-1965, nº 8).
Lo mismo expresó el papa Juan Pablo II en su
encíclica Diver in misericordia: “Mientras
las diversas corrientes del pasado y del presente
pensamiento humano han sido y siguen siendo
propensas a dividir e incluso contraponer el
teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia, en
cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la
historia del hombre de manera orgánica y profunda.
Este es también uno de los principios fundamentales,
y quizás el más importante, del Magisterio del
último concilio” (Dives in misericordia, 1).
Valoración y conclusiones
Afortunadamente, la base y guía fundamental del
cristiano es el Evangelio, que juzga cualquier
comportamiento, incluido el de la jerarquía. Todo
mandato debe ser conforme a razón y a las pautas del
Evangelio. Y, en la medida en que no sea ni racional
ni evangélico, es lícito no obedecerlo. Hay que
saber obedecer, pero también hay que saber mandar.
Por lo personal y comunitariamente vivido, por lo
inmediatamente acontecido, entendemos y, por eso, lo
denunciamos, que la autoridad eclesiástica,
representada por el cardenal de Madrid, ha actuado
de modo arbitrario e ilícito.
1. Tal actuación demuestra que dicha autoridad ha
juzgado y manifestado sin fundamento, que la
comunidad parroquial de San Carlos Borromeo celebra
la Eucaristía en disconformidad con el espíritu y
exigencias de la verdadera liturgia católica.
2. El procedimiento seguido hasta adoptar esta
decisión, demuestra todo un talante distante,
desconfiado, autoritario, que no se ha movido a
impulsos de lo exigido por un trato y diálogo de
igualdad fraternal.
La autoridad desconoce el ritmo real de nuestra
comunidad, no la ha escuchado ni respetado, y más
que un servicio de apoyo, felicitación y aliento ha
expresado un comportamiento de incomprensión,
reproches y prepotencia hacia los sacerdotes y
miembros de toda la comunidad. Una decisión de ese
tipo no es aprobable ni evangélicamente, ni
teológicamente, ni éticamente, ni jurídicamente.
3. Es inadmisible la valoración dual que se ha
hecho, a distancia y sin conocimiento de causa, de
que en lo social la comunidad es admirable y
en lo litúrgico y catequético un desastre.
Ese dualismo no existe en la comunidad sino en la
mente de quien tal piensa y ordena.
En la comunidad parroquial el anuncio del Evangelio
es esencial y sirve para iluminar, guiar y formar
los comportamientos de la comunidad. Su vivir no
está separado de su fe, de una fe en el seguimiento
de Jesús, norma fundamental de todo el quehacer
cristiano.
4. Tenemos motivos suficientes para exponer nuestro
desacuerdo con los juicios y decisión de nuestro
Pastor e invitarle a mostrar más confianza y respeto
en sus hermanos en la fe, a implicarse antes de
juzgar en su vida, problemas, sufrimientos, luchas y
esperanzas de sus asambleas eucarísticas, a
reconsiderar y lamentar la decepción que les ha
producido y reparar la mala imagen que de la Iglesia
está proyectando en muchos ambientes y multitud de
personas y en muchísimos de los que, contra lo que
él y sus asesores piensan, han encontrado en esta
parroquia atracción, claves y motivaciones
evangélicas y humanas para sentirse más humanos y
luchar por un mundo más justo y fraterno.
5. Nos duele que, ante tanta vida, de tantos años,
surgida de tanto amor, generosidad y compromiso, nos
veamos precisados a sufrir actitudes y acciones tan
injustas e impropias de unos hermanos en la fe, cuya
misión es promover y asegurar la unidad en la fe, el
amor y la esperanza.
Publicado en Eclesalia, 2-04-07
subir