EL MIEDO A LA HUMANIDAD
No hablo de males y catástrofes, que ya tenemos
bastantes. Y bastante hablamos de nuestras
desgracias. Mejor nos iría si tuviéramos una visión
positiva y esperanzadora de la vida y de las cosas.
Por eso hoy, en vísperas de Navidad, propongo que
pensemos en el daño que a todos nos hace el miedo
que le tenemos a nuestra propia humanidad.
Porque estoy persuadido de que, en ese miedo, está
la explicación y la raíz de tantas torpezas y
maldades que se podrían y se tendrían que evitar.
Vamos a ver. Desde la Nochebuena hasta el día de
reyes, los cristianos recordamos una serie de
episodios en los que no resulta fácil precisar lo
que hay de leyenda y lo que hay de verdad en esos
relatos. Los estudiosos se rompen la cabeza
intentado descifrar cada detalle y no acaban de
ponerse de acuerdo. Pero, en todo caso, lo que hay
de cierto (para un cristiano) en los evangelios de
la infancia (Mt 1-2; Lc 1-2), es que “lo divino”
(Dios, en definitiva) se dio a conocer, se hizo
presente y se manifestó en “lo humano”.
Y precisamente en lo más humano: un niño, de
condición humilde y en circunstancias de despojo,
desamparo y persecución a muerte. Por supuesto, como
es bien sabido, la historicidad de esos hechos está
cuestionada desde no pocos puntos de vista y en
muchos de sus detalles. Pero eso es lo que menos
importa en este momento.
No olvidemos que los evangelios no son
primordialmente “libros de historia”, sino que en
ellos se nos ofrece un “mensaje religioso”. Y eso es
lo que al creyente le interesa. O eso es lo que le
debe interesar.
Ahora bien, el “mensaje religioso” de los evangelios
de la infancia es tozudamente claro y provocador. Es
el mensaje que nos dice esto: “lo divino” se
encuentra en “lo humano”. En lo más humano, es
decir, en lo débil, en lo marginal, en lo excluido y
hasta en lo perseguido. “Lo divino” no se hizo
presente en lo portentoso, en lo milagroso, en lo
sobrecogedor, como le pasó a Moisés en la zarza
ardiendo o en el monte Sinaí. “Lo divino” se hizo
presente en un niño, en un establo, entre basura y
animales.
Y fue anunciado a pastores, uno de los oficios
marginales de aquel tiempo. Y hasta el rey,
informado por los sacerdotes, decidió matarlo. Así
fue cómo “lo divino” tuvo que hacerse emigrante.
Porque “lo divino”, que se hace presente en “lo
humano”, no tiene “papeles”.
Es verdad que al niño lo circuncidaron (Lc 2, 21),
como se hacía con todos los humanos de aquella
cultura. Y lo llevaron al templo (Lc 2, 22-23), como
también se hacía entonces con todos los humanos.
Pero queda en pie que, según los evangelios de la
Navidad, “lo divino” se hace presente, se comunica,
se da, en algo tan humano, tan débil, tan
entrañable, que se encuentra “un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12).
El Evangelio tiene algo muy fuerte, muy duro, que no
nos cabe en la cabeza. A partir de la primera
Navidad, que hubo en la historia, a Dios no se le
encuentra ya en lo fuerte, sino en lo débil. No se
le encuentra en lo grande, sino en lo
insignificante. No se le encuentra en lo grandioso
y lo notable, sino en lo que no pinta nada para
nadie.
No se trata de que el Evangelio representa un
proyecto nihilista, inhumano. Se trata exactamente
de todo lo contrario. El Evangelio es la afirmación
más sublime de lo humano. Porque es evidente que
quienes conocieron a Jesús, lo que vieron y palparon
en él fue a un ser humano.
Entonces, ¿por qué, desde antes de nacer y en su
nacimiento, intervinieron los ángeles y la fuerza
del Espíritu. Y todo eso, además, envuelto en
sueños, apariciones, enigmas y manifestaciones de lo
extraordinario y lo celestial? Porque había que
vencer nuestra pertinaz resistencia para aceptar
que, desde el momento en que Jesús vino a este
mundo, a Dios lo encontramos en nuestra propia
humanidad.
Pero resulta que esto es lo que no nos cabe en la
cabeza a los humanos. Nos gusta lo grande, lo
importante, lo notable, lo solemne, lo que
impresiona y llama la atención, lo que se impone y
admira… Todo eso y lo que se parece a eso. Pero, ¿y
lo que no es ni más ni menos que humano? ¿lo que es
común con todos los humanos? Pues eso, precisamente
eso, que es lo que tantas veces menos valoramos, eso
es lo que más necesitamos. Porque es lo que más nos
humaniza. Y lo que más humaniza la vida, la
convivencia, la sociedad. A todos nos “educan” para
ser importantes, pero no para ser sencillamente
humanos.
De ahí, la consecuencia más peligrosa y más patética
que todos arrastramos. Nos seduce el poder. Nos
seduce la gloria. Queremos, a toda costa, ser
importantes, destacar, ser notables. Confieso
públicamente que a mí, por lo menos, todo eso me
atrae, me agrada y es motivo de anhelos
inconfesables. Anhelos y deseos que, cuando soy
sincero conmigo mismo, los maldigo mil veces. Porque
estos sentimientos me rompen por dentro y destrozan
mi propia humanidad.
Esta “civilización” (?), esta “cultura” (?), en que
vivimos, ha hecho con nosotros lo peor que se podía
hacer. Nos ha inoculado el miedo a nuestra propia
humanidad. Tiene razón el viejo mito del paraíso
perdido: la tentación satánica, que a todos nos
acosa, es el deseo de “ser como Dios” (Gen 3, 5).
Estoy harto de ver “ateos” (y no digamos
“creyentes”) que se pasan la vida aspirando a ser
“como Dios”. No sé si lo consiguen. Lo que sí sé es
que somos muchos los que, a fuerza de tanto querer
alcanzar a ser “divinos”, hemos dejado de ser
verdaderamente “humanos”.
Tanta falsa apetencia de “divinidad” ha hecho trizas
nuestra propia “humanidad”. Y además, si pensamos en
lo que ha ocurrido en el ámbito de las creencias y
en el terreno propio de la teología, lo que ha
pasado es que “lo divino” se ha distanciado tanto de
“lo humano”, que ha llegado a entrar en conflicto
con las mejores manifestaciones de nuestra propia
humanidad. Baste pensar en los constantes
enfrentamientos entre los presuntos derechos de lo
divino y los derechos humanos.
Por no hablar del destrozo que estas ideas han
causado en el estudio propio de la cristología. Da
pena pensar en que no pocos jerarcas de la Iglesia
ponen el grito en el cielo si oyen decir que Jesús
fue, no solamente humano, sino que es el modelo
perfecto de la plenitud humana. Ser representantes
del poder divino, que les da rango y poder, les
encanta. Ser ejemplos de humanidad, eso es otro
cantar.
José María Castillo