NAVIDAD DE CARNE Y HUESO
La fiesta en torno a la Navidad se está quedando
reducida a una manifestación sociológica del
consumismo. Unas fechas que, “desde siempre”, han
sido festivas a lo largo y ancho del Hemisferio
Norte en torno al solsticio de invierno, cuando los
días comenzaban a alargarse. El invierno llegaba a
su ecuador y todos pensaban que, en adelante, las
cosas solo podían mejorar. Los romanos organizaban
festejos en honor al sol, y desde hace dos mil años
se extendió el cariz religioso de la fiesta.
Lo peor es que en esta sociedad “civilizada”, las
fiestas de fin de año son cada vez más tristes y es
frecuente escuchar que la llegada de las Navidades
deprime y agudiza muchas soledades, rencillas y
neurastenias latentes durante el resto del año.
Especialmente para los cristianos, la llegada de la
Navidad supone un reto a nuestras contradicciones de
una fe contagiada del materialismo más pagano. De un
tiempo a esta parte estamos ante una fiesta
decadente, olvidados de que se nos invita a trabajar
por un mundo mejor, también en nuestro pequeño
universo; no solo a recordar el nacimiento de
Cristo. Va más allá de una fiesta de cumpleaños:
“Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no
nazca en tu corazón…” recordaba el poeta Ángelus
Silesius.
Se nos anuncia una gran alegría para todo el Pueblo,
la venida del Salvador en forma de ser humano de
carne y hueso, de hermano y amigo que no falla en
medio de la lucha cotidiana entre el bienestar, el
dinero, el poder, la seguridad, la codicia, la
venganza frente a la solidaridad, la esperanza, la
generosidad, el perdón o la misericordia. Un pulso
siempre presente en cada uno de nosotros, como dos
lobos, que ganará aquél a quien más alimentemos.
La sociedad de consumo nos quiere borrar del corazón
que los regalos más importantes no se pueden comprar
con dinero, empezando por el gran regalo de Dios
dándonos a su propio Hijo. Como dice José Antonio
Pagola, celebrar la Navidad exige aprender a vivir
con un sentido profundo de fraternidad.
Para Jesús de Nazareth fue más determinante en su
actuación eliminar el sufrimiento que denunciar los
diversos pecados de las gentes. No es que no le
preocupe el pecado, sino que, para Jesús, el pecado
más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de
Dios consiste precisamente en causar sufrimiento o
tolerarlo con indiferencia.
Lo sorprendente es que Jesús no actuó como un gran
juez divino ni como un ser solemne revestido por
atributos deslumbrantes. Al contrario, se despojó de
cualquier rango y desde su condición de carne y
hueso revolucionó el reino del amor.
Acogió a los pecadores sin exigirles previamente el
arrepentimiento, tal como era entendido
tradicionalmente, y sin someterlos siquiera a un
rito penitencial, como hacía Juan el Bautista. Nos
acoge tal como somos ¡a todos! Por eso Jesús fue
acusado de ser amigo de gente reconocida como
pecadora. Su actuación era intolerable. ¿Cómo podía
acogerles a su mesa asegurando su participación en
el reino de Dios a gentes que no estaban reformando
su vida de acuerdo con la Ley?
Hoy también resulta intolerable el amor fraterno
como motor de la Historia; de ahí la perversión del
mensaje navideño en aras a otros intereses que no
han podido evitar la tristeza existencial
recrudecida en estas fechas.
Hemos endurecido las entrañas y esto se traduce en
enormes dosis de indiferencia para con el próximo,
vaciando el contenido, la verdad y los ritos de este
acontecimiento tan entrañable.
Todavía somos muchos los cristianos; y deberíamos
celebrar mejor la llegada de un Dios profundamente
humano que decide acampar entre nosotros. Sobre
todo, salir a su encuentro, abrirnos a Él confiados
en su gracia, para que los prójimos puedan ver
reflejada en nosotros la Luz de la Buena Nueva.
Empezando por compartir en lugar de acaparar, por
hacer gestos concretos de solidaridad y fraternidad.
El sentido de la Navidad es el que está en juego.
Gabriel Mª Otalora