PASCUA DE NAVIDAD E IGLESIA PRIMITIVA
Empezamos un nuevo tiempo de Adviento, de venida y
nacimiento de Dios en nuestros corazones desgastados
contra este posmodernismo tan materialista. Aunque
“todo” comenzase con la experiencia pascual de la
Última Cena en torno al mensaje de Jesús: amar a
todos como él nos amó; ahí se condensa toda la
fuerza del Dios-Amor que llegaría hasta su entrega
total pocas horas más tarde, haciendo inseparables
el culto de la vida. Desde entonces, nada es igual,
hay un antes y un después porque Él se ha
manifestado como el motor de la Historia.
Se puede decir que la Iglesia nació a partir de
Pentecostés, cuando las primeras comunidades
desarrollaron una sorprendente vitalidad y su
notoriedad ejemplar al propagar la Buena Nueva
gracias a la fuerte experiencia que les produjo la
llegada del Espíritu cuando más temerosos estaban. A
los que no eran seguidores de Jesús, aquellos
cristianos les parecían una secta, y así les
llegaron a llamar: la secta de los Nazarenos.
Nada les resultó fácil, aunque fuesen guiados por
ese Dios que respeta la libertad y la condición
humana en toda su extensión, como nos cuentan las
cartas de san Pablo y los Hechos de los Apóstoles,
también conocidos como el “quinto Evangelio” de
Lucas.
El rechazo histórico que sufrieron entre los suyos
activó la labor misionera, acrecentada por sus
primeros éxitos con los gentiles. Pero no tardaron
en ser vistos como un peligro que chocaba con los
intereses del imperio romano y los de muchos
ciudadanos que se sentían incómodos con semejante
apuesta de fe y de vida.
En plena decadencia del imperio, incluso les
acusaron de ser los culpables por haber minimizado
el impacto de sus dioses. Y al final, padecieron una
represión brutal de casi dos siglos. Cuántas veces
repetirían pasajes milenarios como estos,
esperanzados con un nuevo Adviento para sus
comunidades eclesiales: “Dado
que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te
amo. No temas, que yo estoy contigo”
De aquella Iglesia primitiva, la más cercana en el
tiempo a Jesús, han quedado unos excelentes mimbres
para vivir adecuadamente el Adviento: tenía
atractivo, su estilo de vida era una Buena Noticia.
Era una Iglesia con una vivencia comunitaria y
solidaria.
Las dificultades existieron desde el principio:
grandes diversidades culturales y con visiones
teológicas diferentes, que las superaron gracias a
la entrega a los demás, frente al modelo del
judaísmo clásico. Aquellos cristianos, en fin, no
arrugaban su testimonio ante las dificultades.
Siempre tendremos en aquellas comunidades un modelo
de conducta para nuestra Iglesia. En este momento
especial del Adviento, de acogida a ese Niño Dios
cercano y hecho uno de nosotros, es tiempo de acoger
también su mensaje de amor a la luz de las vivencias
de aquellos sus primeros seguidores.
Adviento y Pentecostés, dos Pascuas, dos pasos del
Señor por nuestras vidas que no dejan de ser una
ayuda también para la gran Pascua que Dios tiene
preparada para cada uno de nosotros, a la que nos
vamos acercando conforme vamos cumpliendo los años.
Un tiempo de Adviento el nuestro que no puede
separarse de la experiencia del día a día, igual que
la vivieron aquellos primeros seguidores, a la luz
de su experiencia pascual de Cristo resucitado.
Tampoco ellos se libraron de una fe inmadura, llena
de dudas y miedos hasta la llegada del Espíritu
Santo, pasando luego por la frágil esperanza hasta
que desembocaron en una entrega de amor a chorros
cuando aceptaron plenamente el Adviento del Maestro
en su definición más exacta: la venida del amor
incondicional para todos como experiencia propia que
nos empuja a hacer cada uno lo mismo.
Que nada nos descentre de lo principal, con tantos
desnortados a nuestro alrededor anhelando un ejemplo
a imitar que merezca la pena.
Gabriel Mª Otalora