Capítulo 1
Una
nueva forma de entender la Iglesia
El concilio Vaticano II dijo, repetidas veces, que la
Iglesia es “sacramento universal de salvación” (LG 1, 2; 48,
2; 59, 1; GS 45, 1; AG 1, 1; 5, 1).
Esta designación conciliar de la Iglesia como sacramento fue
una novedad en la doctrina de Magisterio eclesiástico. En
las enseñanzas oficiales, anteriores al Concilio, jamás se
había dicho que la Iglesia es “sacramento”.
Esta idea se venía utilizando, por algunos teólogos
centroeuropeos, en los años que siguieron a la segunda
guerra mundial. Seguramente el más destacado a este respecto
fue O. Semmelroth, cuyas enseñanzas sobre este asunto fueron
decisivas en el Vaticano II. Y también autores de la talla
de K. Rahner, E. Schillebeeckx, H. De Lubac, E. Mersch,
entre otros.
Como es lógico, si estos autores fueron los promotores de
esta forma de comprender a la Iglesia, eso quiere decir que,
al hablar de la Iglesia como sacramento, estamos ante una de
las ideas renovadores (provenientes de Centroeuropa), que
asumió el Vaticano II, frente a las ideas conservadoras, que
tenían sus más eficaces defensores en los teólogos de la
Curia Romana.
¿En qué estuvo aquí la novedad o, mejor dicho, la
innovación? Como es bien sabido, los teólogos de la Curia
Romana habían preparado, antes del Concilio, un “Esquema”
sobre la Iglesia en el que ésta era presentada como
“sociedad perfecta”. La preocupación fundamental que se
expresaba en el “Esquema” de la Curia se centraba en afirmar
la autoridad de la Iglesia y el significado de salvación
que tiene el aparato institucional de la misma.
Dicho de otra forma, lo que se pretendía era presentar a la
Iglesia como una institución que tiene dos características
determinantes: lo autoritativo y lo jurídico. De ahí que los
seres humanos (según esta idea) podemos alcanzar la
salvación en la medida en que nos sometemos al ordenamiento
jurídico de la autoridad eclesiástica romana.
Esto es lo que los teólogos de la Curia Vaticana pretendían
conseguir del Concilio. Ahora bien, esta manera de entender
a la Iglesia fue rechazada por el Vaticano II, ya que no se
aceptó el “Esquema” de los teólogos de la Curia.
Y (lo que es más importante), en lugar de dicho “Esquema”,
el Concilio aprobó la propuesta de los teólogos
centroeuropeos, concretamente de los obispos alemanes, que
presentaron a la Iglesia como “sacramento de salvación”.
Como es lógico, si la idea de la Iglesia como sacramento fue
la alternativa a la idea de la Iglesia como sociedad
autoritaria y jurídica, eso quiere decir que la nueva forma
de entender la Iglesia, tal como la presentó el Vaticano II,
no va por el camino que lleva al poder autoritario, sino que
presenta a la Iglesia desde otro punto de vista. Se trata de
la Iglesia que se ha de entender, no desde lo jurídico, sino
a partir de lo sacramental. Pero, ¿qué nos viene a decir
esto?
El “ser” y el “hacer” de la Iglesia
Para comprender correctamente lo que representa y lleva
consigo la afirmación de la Iglesia como sacramento, lo
primero que se debe tener presente es lo que ya indicó el
gran especialista en esta materia, O. Semmelroth. Al decir
que la Iglesia es “sacramento de salvación”, el
concilio Vaticano II no pretendió ofrecer una definición de
la esencia de la Iglesia, sino más bien indicar cómo debe
ser su modo de actuar.
Es decir, lo que está en juego, en esta afirmación
conciliar, no es tanto lo que la Iglesia es en sí, sino el
modo de su actuación en este mundo. Sin olvidar que esto, en
última instancia, afecta y determina lo que es la esencia
misma de la Iglesia. O sea, el “ser” se comprende aquí a
partir del “actuar”.
La Iglesia es lo que tiene que ser cuando actúa como tiene
que actuar para que los humanos encuentren salvación y
solución para sus vidas. Lo cual quiere decir que, a partir
de la comprensión de la Iglesia como sacramento, no cabe
decir que la Iglesia tiene un ser predeterminado
ontológicamente, que siempre ha sido, es y será el mismo.
Una Iglesia que actúa de forma que en ella los hombres no
encuentran solución a sus problemas últimos y definitivos,
no encuentran solución a sus preguntas más determinantes, y
no ven en ella esperanza alguna, esa Iglesia no es que actúe
mal, sino que no es ya la Iglesia que Dios quiere, es decir,
la Iglesia que tiene su origen en Jesús y que prolonga en el
tiempo y en la historia la presencia de Jesús en el mundo.
Dicho más claramente, la Iglesia deja de ser la Iglesia
cuando actúa en esta vida de manera que en ella la gente ya
no ve un signo de esperanza y de futuro, la esperanza y el
futuro que se refiere a esta vida, pero que también
trasciende esta vida y es capaz de dar un sentido pleno a la
vida de las personas.
No existe, por tanto, una esencia permanente e inmutable de
la Iglesia. Porque la historia de los hombres no es
inmutable, sino cambiante. De ahí que la Iglesia, por más
que tenga el deber de conservar un pasado y una tradición
que le ha sido dada, nunca puede olvidar que su ser está
siempre orientado a un fin que históricamente cambia, se
modifica, sufre profundas transformaciones y, por tanto,
exige modificaciones y las debidas adaptaciones.
Cuando el papa Juan XXIII habló en el Concilio del necesario
aggiornamento de la Iglesia, se refería a una
cuestión en la que estaba, y sigue estando, en juego el ser
o no ser de la Iglesia.
Porque una Iglesia que se queda trasnochada y que resulta
anacrónica y, por eso mismo, inadaptada a la cultura y a la
capacidad de comprensión de los hombres y mujeres de cada
tiempo y de cada cultura, por eso también deja de ser la
Iglesia que Dios quiere y pierde su razón de ser, por más
que visiblemente y ante determinados sectores de la
población continúe teniendo plausibilidad y hasta éxitos más
o menos engañosos y, en todo caso, efímeros.
He aquí la consecuencia inevitable, y al mismo tiempo
altamente esperanzadora y exigente, de la comprensión de la
Iglesia como sacramento.
Capítulo 2
Sacramento, signo y símbolo
Como es bien sabido, el término “sacramento” se ha aplicado
en la teología cristiana para designar los rituales
religiosos, que son centrales en la vida de la Iglesia, y
que han sido definidos como “signos eficaces de la gracia”.
Así, efectivamente, se vienen entendiendo los sacramentos
desde el siglo XII, concretamente a partir del libro de las
Sentencias, de Pedro Lombardo.
Ahora bien, si los sacramentos son signos, para entender lo
que queremos decir cuando hablamos de la Iglesia como
sacramento, lo primero que se ha de precisar es el concepto
de “signo”.
Pues bien, según la explicación comúnmente usada, un signo
es una realidad sensible (visible, audible, tangible...) que
nos remite y nos pone en relación con otra realidad que no
es del orden de lo sensible, sino que, de la manera que sea,
no está a nuestro alcance inmediato.
En su formulación más técnica, el signo se define como la
unión de “significante” y un “significado”.
Por ejemplo, las palabras son signos. Ahora bien, en la
“palabra” (un signo que constantemente utilizamos), el
significante es el fonema que se pronuncia al decir esa
palabra. Y el significado es el concepto al que nos remite
el fonema que oímos. Cuando el significante (fonema) se une
con el significado (concepto), entonces tenemos el signo.
Que siempre es indicador de un “referente”, la realidad,
objeto, persona... a la que nos referimos con cada palabra o
en cada frase (conjunto de palabras).
Pero ocurre que si el sacramento se reduce a mero signo,
tropezamos con una dificultad. De acuerdo con lo dicho sobre
el signo, éste se sitúa necesariamente al nivel del
conocimiento, ya que el significado es siempre un concepto,
una idea, algo estrictamente mental y, por tanto, del orden
de lo cognoscitivo.
Eso, por supuesto, es enteramente necesario en la
comunicación humana. Sin lenguaje, o sea sin los signos
mediante los que nos comunicamos unos a otros lo que sabemos
o queremos decir, la comunicación entre los seres humanos
sería imposible.
Pero sabemos que, en la vida humana, más determinantes que
las “ideas” o los conceptos, son las “experiencias” que
vivimos. Experiencias que nos configuran ya desde antes de
nacer. Como es bien sabido, la comunicación entre la madre y
el hijo que lleva en sus entrañas es decisiva, para el
futuro de ese hijo, desde las primeras semanas de la
gestación.
Por eso un hijo amado y deseado por la madre es y será
completamente distinto de un hijo rechazado y hasta
despreciado por la madre. Señal evidente de que entre la
madre y el hijo se establece una profunda y determinate
comunicación ya antes de que el feto o, más tarde, el recién
nacido pueda entender, mediante conceptos, lo que la madre
lo quiere o lo desprecia.
Y es que el amor, el afecto, la empatía, el gozo y el
disfrute de la vida, o por el contrario, el odio, los deseos
de venganza, el desprecio, el resentimiento, todo eso no se
comunica entre los humanos mediante “signos” lingüísticos y
conceptuales, sino de otra forma. Por eso, en la
comunicación humana, son más importantes los “símbolos” que
los “signos”.
Ahora bien, mientras que un signo es la comunicación de un
“concepto”, el símbolo es la comunicación de una
“experiencia”. Por eso los símbolos son tan decisivos, sobre
todo, cuando se comunican las experiencias que entrañan una
“totalidad de sentido” para la vida de las personas.
Porque en la vida de los humanos, más decisivo que “saber”
definir el amor es “amar” y sentirse “amado”. Como más
destructivo que “saber definir el odio” es “odiar”.
De ahí que Paul Ricoeur, acertadamente, ha dicho que,
mientras el signo es Lógos (palabra). el símbolo es
Bios (vida).
Además, en todo este ámbito de realidades humanas, es
fundamental caer en la cuenta de que todos los seres humanos
vivimos experiencias que no se pueden comunicar mediante
signos, es decir, mediante la “información” que proporcionan
las palabras y los discursos. Tales realidades solamente se
pueden transmitir mediante el “contagio” que desencadenan
los símbolos.
Una madre no enseña a amar a su hijo echándole discursos
sobre la estructura profunda de la relación interpersonal.
La madre educa en el amor amando, besando, acariciando,
mediante el tacto amoroso y cálido de la intimidad. Así
hemos aprendido todos a amar y ser amados.
Y de la misma manera, resulta evidente que a otras personas
no se les hace felices predicándoles sobre la felicidad,
sino contagiando la felicidad que uno vive.
Como nadie logra que el otro se sienta querido porque se le
explica la más depurada teoría sobre el amor. Se siente
querido el que experimenta el cariño que contagia la persona
que ama de verdad a quien se relaciona con ella.
Por eso es más importante la mirada que el ojo. Porque el
ojo pertenece al orden de los signos, mientras que la mirada
es símbolo. El ojo “informa”, la mirada “contagia” o, si se
prefiere, desencadena la corriente de vida que une y funde a
las personas.
Capítulo 3
Símbolo
y cultura
Es fundamental tener presente que los símbolos son siempre
manifestaciones de la cultura.
Es decir, no parece aceptable la propuesta de C. G. Jung
según el cual existen símbolos arquetípicos o primordiales,
que serían comunes a todas las culturas e incluso estarían
por encima de éstas.
Es decir, según esta teoría, habría símbolos “naturales”,
que por eso mismo serían inherentes a la naturaleza humana.
Tales serían los símbolos relacionados con la comida o con
ciertos elementos básicos de la vida, como es el agua.
Frente a esta opinión, está la tesis, comúnmente aceptada,
que afirma que todo símbolo no es algo “natural”, sino
necesariamente “cultural”. Por más que haya, como sabemos,
símbolos que gozan de especial fuerza en todas las culturas,
como es el caso de los símbolos asociados a la alimentación
(la comida compartida) y al sexo (el abrazo, el beso, la
caricia...).
En definitiva, se trata de comprender que los símbolos más
fuertes y determinantes son los símbolos más estrechamente
ligados a la vida, bien sea en su mantenimiento
(alimentación), bien sea en su propagación y comunicación
más honda (sexo).
La teología católica debe tomar en serio esta compresión del
símbolo como hecho cultural. Y, en consecuencia, debe tomar
también en serio la consecuencia que de eso se sigue, a
saber: la urgente necesidad de acomodarse a las diferentes
culturas y no lo contrario, pretender que las culturas se
acomoden a las ideas y normas que dicta la teología de una
determinada tradición cultural, la cultura occidental y,
más en concreto, la cultura “romana”.
La experiencia histórica de la Iglesia nos tendría que haber
enseñado a dudar de la eficacia pastoral de las imposiciones
autoritarias de Roma. Por ejemplo, el fracaso de la Iglesia
en la evangelización de Asia y de su presencia en aquel
inmenso continente, a partir de los conflictos que
originaron las grandes intuiciones pastorales de los
jesuitas Ricci (1552-1610) en China y De Nobili (1577-1656)
en India.
El rechazo de Roma a los ritos chinos y malabares resultó
determinante para que el cristianismo, hasta el día de hoy,
haya sido (y siga siendo) una religión marginal precisamente
en los dos grandes países que hay apuntan a ser las grandes
potencias emergentes del futuro.
En el fondo de este penoso asunto está la pretensión
eurocéntrica de la cultura occidental. Es la pretensión que
identifica lo “europeo” con lo “natural”.
De ahí que, según esta mentalidad, existe una “ley natural”,
propia y específica de la “naturaleza humana”, que es
simplemente la recopilación de las ideas, tradiciones,
instituciones, usos y costumbres de Occidente.
En consecuencia, los rituales y tradiciones culturales de
Occidente se erigieron en rituales y tradiciones
universales, que tenía (y tienen) que ser impuestos en todo
el mundo y asimilados y vividos como propios por todas las
culturas del planeta tierra.
Por supuesto, la Iglesia no asumió esta extraña y dañina
mentalidad en los primeros siglos de su historia, por más
que los padres de la Iglesia sufrieran, en este sentido, la
influencia del pensamiento estoico, que, a través de Filón
de Alejandría, se encuentra reflejado ya, en el s. II, en
Justino y en los autores cristianos de los siglos
siguientes.
Pero nada de esto impidió que la Iglesia de los primeros
siglos aceptase una notable diversidad de liturgias. Lo que,
en el fondo, equivalía a aceptar los signos y símbolos de
culturas y tradiciones que no eran de matriz romana.
Sin embargo, la idea de una lex aeterna que, por
medio del lumen rationis naturalis (la luz de la ley
natural) tiene que ser común a todos los seres humanos,
termina por imponerse sobre todo a partir de Tomás de
Aquino, en la Prima Secundae de la Summa
Theologica.
De hecho, a partir de los siglos XII y XIII, los signos y
símbolos vigentes en la cultura romana se han querido
imponer como signos y símbolos universalmente válidos. Lo
que, en la práctica, los ha invalidado en tantas sociedades
y culturas en las que la simbología occidental de los siglos
IV y V necesita de eruditas explicaciones para ser
debidamente comprendida.
Pero, es claro, cuando un símbolo necesita ser explicado,
por los eruditos historiadores de la cultura y de la
liturgia, es que es símbolo ha dejado de ser símbolo. A un
ser humano cualquiera no hay que estarle explicando lo que
significa una mirada de cariño, un gesto de bondad o
sencillamente un beso de afecto limpio y sincero.
El signo y el símbolo, cuando son verdaderamente tales, no
necesitan ser explicados. Se imponen por sí mismos. Porque
responden a vinculaciones profundas entre las experiencias
vividas y la misma configuración del cerebro humano.
Capítulo 4
Símbolo
y realidad
Para la mentalidad de muchas personas, quizá poco formadas
en este orden de conocimientos, el símbolo no coincide con
lo real.
De ahí, las sospechas y hasta el malestar que tales personas
experimentan cuando oyen decir que los sacramento son
símbolos. Porque hay quienes tienen la impresión de que, si
las cosas son así, estamos vaciando los sacramentos de un
determinado contenido de algo real.
Es decir, si un sacramento, por ejemplo la eucaristía, se
explica como un símbolo, hay quienes temen que, de esa
forma, lo que se está haciendo es negar la presencia real de
Cristo en ese sacramento.
Quienes piensan de esa forma dan a entender que no
comprenden adecuadamente lo que es el símbolo. Seguramente
la mentalidad científica, tan predominante en nuestra
cultura, nos dificulta la adecuada comprensión de la
relación entre “sacramento” y “realidad”.
Esta comprensión defectuosa queda resuelta cuando se
recuerda que el símbolo es siempre comunicación, no de
“ideas” y, menos aún, de “cosas”, sino que es comunión de
“experiencias”.
Ahora bien, las “cosas”, los objetos, o se dan tal cual,
como son en su realidad tangible, o no se dan. Si yo doy un
billete de cien euros “simbólicamente”, el hecho real es que
no doy ese dinero. Porque el dinero es una cosa. Y eso no se
puede comunicar mediante un símbolo.
Pero, cuando hablamos de símbolos, no nos referimos a nada
de eso. Nos referimos a “realidades”, pero de otro orden.
Tan real como el dinero es el amor. Pero, ¿cómo se puede
expresar y comunicar el amor entre dos personas? Se puede
comunicar dando cosas: dinero, joyas, objetos de valor, etc.
Pero todo eso expresa amor (y no interés) en la medida, y
sólo en la medida, en que mediante tal objeto se expresa una
experiencia. Y entonces, el objeto (un ramo de flores, por
ejemplo) se convierte en símbolo.
Pero hay más. Porque, si todo este asunto se piensa más
despacio, pronto se advierte que en la vida humana hay
realidades que solamente se pueden expresar y comunicar
simbólicamente.
Las grandes experiencias, que dan sentido a la vida, sólo
pueden adquirir su manifestación más real y verdadera
mediante símbolos.
De ahí que, en el caso de los sacramentos, las experiencias
que se transmiten a través de ellos solamente pueden
resultar auténticamente reales mediante las expresiones
simbólicas que, en cada cultura, sirven de vehículo a la
experiencia en cuestión.
Esa es la razón por la que los sacramentos, además de
“signos”, son también “símbolos” eficaces de la comunicación
de Dios y de nuestra comunicación con Dios.
Sacramentalidad y teología de la Iglesia
Todo esto supuesto, de lo dicho se siguen algunas
consecuencias básicas para la teología de la Iglesia como
sacramento. Ante todo, se entiende la razón por la que la
Iglesia es presentada como sacramento.
La Iglesia no existe para sí misma, sino para los hombres y
mujeres de este mundo. Esto, obviamente, quiere decir que la
Iglesia es ella misma cuando se comunica con los seres
humanos de cada tiempo y de cada cultura.
Ahora bien, la comunicación con los humanos se realiza
mediante signos y símbolos. Lo cual quiere decir que la
Iglesia es, por su misma razón de ser, sacramento, es decir,
signo y símbolo de comunicación con la humanidad.
En segundo lugar, es necesario comprender que, por más
verdadero que sea que la Iglesia tiene que ser comunicación
de mensajes ideológicos o de conocimientos (las verdades de
la fe), en todo este asunto es capital comprender que lo
primero y principal que la Iglesia tiene que comunicar y
contagiar son experiencias.
Se trata de las experiencias fundamentales de la vida: la
fe-confianza, el amor, la esperanza, la paz, la bondad, etc.
Esto quiere decir que, en la Iglesia, más importantes que
los signos (las verdades) son los símbolos (las
experiencias).
En tercer lugar, si tanto los signos como los símbolos son
siempre expresiones culturales, de ahí se sigue que la
Iglesia, si es que quiere ser ella misma en cada tiempo y en
cada cultura, no tiene más remedio que adaptarse, en cada
momento histórico, en cada cultura y en cada sociedad, a las
mediaciones significativas y simbólicas que viven y utilizan
las gentes de los distintos tiempos y culturas de la
humanidad.
Por eso no es imaginable que la Iglesia pueda ser fiel, a sí
misma y al designio de Dios sobre ella, si sus dirigentes se
empeñan en mantener e imponer una uniformidad de expresiones
significativas y simbólicas que sean idénticas en todo el
mundo.
Los signos y los símbolos no se imponen por decreto, sino
que son manifestaciones fundamentales de la vida, de la
cultura y de la sociedad.
Por eso, si es que la Iglesia toma en serio que ella es y
tiene que aparecer como sacramento de salvación, la Iglesia
tendría que comportarse, vivir y aparecer ante la gente de
forma que no hiciese falta presentar el mensaje mediante
numerosas y eruditas teologías especializadas, al alcance de
los sabios y entendidos de este mundo.
La Iglesia-sacramento tiene que ser y vivir de tal forma que
se meta por los ojos de la gente. Y que la gente la vea y la
sienta como algo que les es connatural y propio. De no ser
así, algo muy serio falla en la Iglesia.
Capítulo 5
Importancia de lo visible en la Iglesia
A veces, se dice que lo meramente externo y visible en la
Iglesia no es determinante para que ella sea lo que tiene
que ser y cumpla con su misión en este mundo.
En este sentido, se afirma que, a fin de cuentas, lo mismo
da que el papa o el obispo vivan en un palacio o pasen la
vida en una vivienda corriente, más o menos como la casa que
puede tener cualquier ciudadano.
Y algo parecido se dice de los lugares de culto, de las
vestimentas y medios de transporte, de la forma de
presentarse en público y así sucesivamente.
Por el contrario, si somos consecuentes con la
sacramentalidad de la Iglesia, debe quedar bien claro, de
una vez por todas, que lo visible de la Iglesia, es decir,
lo que entra por los sentidos y lo que todo el mundo
percibe, no es cosa sin importancia o algo meramente
accidental. Lo visible y palpable de la Iglesia es una
categoría estrictamente teológica.
Es decir, se trata de algo que toca el ser mismo de la
Iglesia como sacramento. Y, al mismo tiempo, eso que se mete
por los ojos de la gente debe estar siempre organizado de
forma que espontáneamente lleve a los hombres y mujeres a
percibir que Jesús y su mensaje siguen presentes en el mundo
y en la historia.
Esto quiere decir que la organización externa de la Iglesia,
su derecho, sus costumbres, su funcionamiento, su estilo de
vida, sus pautas de comportamiento y, en general, todo lo
que en ella es perceptible debe estar organizado y debe
funcionar de tal manera que la gente, al ver todo eso, se
sienta espontáneamente movida y motivada para pensar que el
Evangelio sigue adelante en este mundo.
Por otra parte, es decisivo tener presente que todo lo dicho
no es algo meramente aconsejable desde el punto de vista de
la ética o de la espiritualidad. Lo que aquí está en juego
es la efectividad de la Iglesia, es decir, en esto la
Iglesia se juega el ser o no ser de su misión en el mundo.
Tomás de Aquino lo supo explicar con una de sus
formulaciones magistrales:
“los sacramentos son causa (de aquello para lo que están
instituidos) en cuanto que lo significan”
(“Sacramenta significando causant”) (De Veritate,
q. 27, a. 4 ad 13).
Es decir, en la Iglesia, la “causalidad” está ligada a la
“significatividad”. Dicho de otra forma: la Iglesia produce
y causa ante la gente aquello que la gente percibe que la
Iglesia significa, lo que la Iglesia expresa, lo que los
humanos perciben en ella y en su forma de aparecer y
manifestarse en la sociedad.
Utilizando la vieja clasificación de causalidades de la
teología escolástica, se puede afirmar que la causalidad de
la Iglesia no es “eficiente”, sino “ejemplar”.
Tal es, en efecto, la cualidad propia de los sacramentos
como causa de salvación. Lo que nos viene a decir que la
Iglesia-sacramento es causa de salvación en la medida, y
sólo en la medida, en que es una institución ejemplar para
los ciudadanos de una determinada cultura y de una sociedad
concreta.
Ahora bien, la consecuencia que se sigue de lo dicho es
fuerte. Porque eso nos viene a decir que en la Iglesia
tienen que cambiar muchas cosas y se tiene que producir una
reforma muy profunda, si es que sinceramente se quiere que
la Iglesia sea eficaz en el cumplimiento de la misión que
tiene que llevar a cabo en este mundo: la salvación, ser
“sacramento de salvación”.
Por una razón que entiende cualquiera, a saber: los valores
que son significativos para las gentes de la cultura actual
no son ya los mismos que tenían significación y ejemplaridad
para los hombres y mujeres de tiempos pasados.
Por ejemplo, en los tiempos del antiguo régimen, el poder
monárquico y la autoridad impositiva eran valores que los
ciudadanos acogían como lo más natural del mundo. Valores,
por eso mismo, en los que los fieles cristianos veían lo
mejor y hasta lo más ejemplar que podían hacer, que era, ni
más ni menos, que someterse al soberano, sin disentir ni
protestar.
Hoy ya la gente no piensa así. Ni ve en la sumisión un valor
supremo. De ahí que mientras la Iglesia siga actuando sobre
la base de una teología y una ley que obligan al
sometimiento incondicional, es seguro que la Iglesia no
cumplirá con su dimensión sacramental. Y, lo que es peor, la
Iglesia es y será una institución carente de credibilidad,
ya que, al proceder de esa forma, se ve privada de la
ejemplaridad necesaria para poder interesar a los fieles y,
menos aún, a quienes se resisten a creer en ella.
Y otro ejemplo en el mismo sentido, quizá más elocuente que
el del poder, es el que se refiere a la nueva mentalidad
sobre el sexo y todo lo que la sexualidad abarca en la vida
de las personas. Nadie duda ya de que, en este orden de
cosas, estamos asistiendo a un cambio tan profundo y tan
rápido que, como es bien sabido, la mayoría de la población,
cuando oye los sermones, discursos y consignas de la Iglesia
sobre la vida sexual, lo menos que hace es sonreír con aire
de displicencia, si no es que se llega a la indignación y al
desprecio.
Es importante caer en la cuenta de que, cuando ocurre esto,
estamos ante un fallo que no es sólo de orden “moral”, sino
además se trata de una desviación “teológica” en el sentido
más fuerte y propio de esa palabra.
Y lo peor de todo, en este asunto, es que no se ve camino
para un posible encuentro entre el discurso eclesiástico y
la mentalidad moderna. Al contrario, se trata de caminos
contrapuestos que cada día se alejan más y más el uno del
otro.
Y, por último, a los dos ejemplos anteriores, se ve como
algo evidente añadir el “desajuste sacramental” que padece
la institución eclesiástica en su forma de aparecer
públicamente ante las gentes de nuestro mundo y en la
sociedad actual. Para decirlo con más claridad, se trata de
la imagen de ostentación, pompa y boato con que, por lo
general, los obispos, los cardenales y el papa aparecen en
los medios de comunicación y ante las multitudes que tantas
veces congregan en actos públicos y diariamente en sus
vestimentas, lugares de residencia, medios de transporte,
títulos e insignias que utilizan, lugares que ocupan, etc.
Siempre los primeros y siempre de forma llamativa y sin
miedo al ridículo que mucha gente advierte en semejantes
formas de conducta pública.
Nada de eso es intranscendente desde el punto de vista
“teológico”. Porque afecta, de forma muy clara y
determinante, a la imagen, al signo y, por tanto, al
sacramento que es la Iglesia.
Ciertamente, semejante imagen está muy lejos de aquello y de
Aquél a quien los sucesores de los apóstoles tienen que
hacer presente o deben representar.
A fuerza de “vanidad ingenua” y acumulada, por la fuerza y
la debilidad (ambas cosas) del “parecer” superpuesto al
“ser”, la sacramentalidad de la Iglesia ha quedado
mortalmente herida. Lo que es tanto como decir que la misión
salvadora de la Iglesia -si es que el concilio Vaticano II
dijo la verdad- ha sido reducida y en gran medida anulada.
La cosa está clara. Las leyes que rigen el ordenamiento
interno y externo de la Iglesia, tanto el Código de Derecho
Canónico, como la Constitución o Ley Fundamental del Estado
de la Ciudad del Vaticano, son cosas que están pensadas y
redactadas de tal forma que, en tales documentos, no se
reconocen los derechos humanos de los miembros de la Iglesia
y de los ciudadanos en general.
Nadie se debería sorprender de que, en no pocas encuestas de
opinión pública, la Iglesia sea la institución que tiene hoy
menos credibilidad entre las generaciones jóvenes.
Y lo que se dice de las leyes, hay que decirlo - con más
razón - de la teología, de la moral, de la espiritualidad y
de la liturgia. Si la Iglesia sigue enseñando que para
acercarse a Dios hay que mortificar lo humano y hay que
despreciar las cosas de este mundo, es seguro que la Iglesia
no será vista como sacramento (signo o símbolo) de
salvación.
En definitiva, se trata de comprender que, si el sacramento
es “signo” o “símbolo” (de algo, para alguien), la Iglesia
significa y simboliza, ante los más amplios sectores de la
sociedad, cosas que poco a nada tienen que ver con aquello
que ella, por su propia misión y destino, tiene que
significar y simbolizar ante los hombres.
He aquí uno de los problemas más fuertes que la Iglesia
tiene que afrontar y resolver en este momento.
Capítulo 6
El
problema de fondo
Sin duda alguna, si en la Iglesia ha terminado por imponerse
una teología, una moral, una espiritualidad y una liturgia
que, en lugar de favorecer la imagen de la Iglesia como
sacramento, lo que hacen es dañar esa imagen, el motivo de
tal desviación no hay que buscarlo primordialmente en causas
de orden moral.
Es decir, la Iglesia no anda mal por el anquilosamiento
trasnochado, egoísta y conservador de los hombres del clero.
Es evidente que los defectos del clero influyen
negativamente en la misión de la Iglesia. Pero el fondo del
problema está en otra cosa,
Para poner en claro este asunto, seguramente lo más sencillo
y lo más directo es hacerse esta pregunta: los sacramentos
cristianos y, por tanto, el sacramento que es la Iglesia,
¿se explican “desde arriba” o “desde abajo”?
Si decimos que los sacramentos se explican desde arriba,
eso equivale a afirmar lo siguiente: en la Iglesia hay
sacramentos y la misma Iglesia es sacramento porque Dios lo
ha dispuesto así, porque Cristo lo instituyó todo así y, en
consecuencia, la Iglesia (que representa a Cristo) es el
cauce a través del que la gracia divina llega a la
humanidad.
En este supuesto, como es lógico, es la Iglesia la que
dispone de los sacramentos, ella es la que los administra,
los concede o los niega, porque la Iglesia es el medio
instrumental, que está sobre los hombres y por mandato
divino, tiene el poder y el privilegio de administrar la
gracia de Dios para salvar a los mortales.
Por el contrario, si decimos que los sacramentos, incluida
la Iglesia como sacramento, se justifican desde abajo,
es lo mismo que decir lo siguiente: hay sacramentos porque
los seres humanos nos comunicamos, y recibimos comunicación,
mediante signos y símbolos.
Es decir, los humanos expresamos y recibimos nuestras ideas
y experiencias fundamentales mediante signos y expresiones
simbólicas. Y Dios (que respeta la condición humana hasta
sus últimas consecuencias) interviene y actúa, en la vida de
las personas, a través de las mediaciones de las que
disponemos, para dar y recibir, para comunicar nuestras
ideas (signos) y nuestras experiencias fundamentales
(símbolos). Teniendo en cuenta, como ya se dijo antes, que
las experiencias fundantes de la vida no se pueden comunicar
al ser humano si no es mediante los símbolos que configuran
culturalmente incluso nuestro cerebro.
Además, cuando se trata de experiencias colectivas,
precisamente para unificar tales experiencias, la
comunicación simbólica se realiza mediante rituales
establecidos por las tradiciones de cada cultura o,
eventualmente, de cada institución.
Ahora bien, la diferencia determinante que hay entre la
primera (desde arriba) y la segunda (desde abajo) de estas
dos explicaciones está en que, cuando el sacramento se
explica “desde arriba”, la mediación a través del cual
interviene Dios es el rito, es decir, el gesto sagrado al
que se le atribuye un efecto inmediato y, de alguna manera,
automático, para santificar al creyente, con tal de que el
sujeto no ponga obstáculo (“óbice”, en el lenguaje teológico
tradicional). Es esto lo que en teología se llama la
eficacia ex opere operato.
Por el contrario, en la segunda explicación, cuando el
sacramento se justifica “desde abajo”, la mediación a través
de la cual interviene Dios, es la “experiencia” humana que
vive el sujeto (y la comunidad) que realiza y celebra el
sacramento. Lo cual resulta perfectamente comprensible si
tenemos en cuenta que, como ya se ha dicho, los seres
humanos estamos constituidos de tal forma que las
experiencias fundamentales de nuestra vida las expresamos y
comunicamos mediante gestos simbólicos, que, cuando son
colectivos, necesitan un común acuerdo y, en ese sentido, se
ritualizan.
Dicho esto, se comprende lo que está en juego en todo este
asunto. Si el sacramento se entiende y se practica de
acuerdo con la efectividad de “desde arriba”, eso lleva
inevitablemente al “ritualismo” y, desde ahí, a la “magia”,
cosa que no sirve sino para engañar al sujeto o a la
institución que se aferra a la exacta ejecución del ritual.
Por el contrario, si el sacramento se pone en práctica de
acuerdo con la segunda explicación, es decir, pensando en la
efectividad “desde abajo”, eso es lo único que resulta
coherente. Por las razones que más adelante se van a
explicar.
De momento, quede claro que no se trata de poner en duda la
absoluta necesidad de la intervención de Dios y de la gracia
divina. El problema no está en eso. El problema está en
saber si Dios actúa en la vida y en la historia humana, si
Él se comunica con nosotros, nos humaniza y nos hace mejores
personas, “mediante el rito” o “mediante la experiencia
humana” que se expresa ritualmente.
Sin olvidar que este planteamiento afecta, por supuesto, a
los sacramentos que celebra la Iglesia. Pero no sólo a eso.
Antes que a la praxis de cada uno de los sacramentos, lo que
se acaba de indicar afecta, ante todo, a la Iglesia como
sacramento. Es más, el problema se centra, sobre todo, en la
comprensión de la sacramentalidad de la Iglesia. Porque
según y cómo se entiende dicha sacramentalidad, así es como
se entiende y se pone en práctica cada uno de los
sacramentos.
Y es que si, efectivamente, en la teología y en la pastoral
de los sacramentos, lo que más se impone es la exacta
ejecución del ritual, eso se debe a que, en la forma
fundamental de comprender la Iglesia, lo que más se cuida,
lo que más se urge y lo que, en cualquier caso no se tolera,
es precisamente que la institución como tal, en su
organización, sus poderes, sus autoridades y su imagen en
bloque, todo eso se respete, se acepte, se quiera, se
defienda desde todos los puntos de vista posibles.
Semejante mentalidad, que se suele presentar como la puesta
en práctica del mayor amor a la Iglesia, es en realidad el
clavo ardiendo al que se agarran todos los que se afanan,
más por alcanzar la “seguridad” que proporciona lo
institucional, lo normativo y lo ritual bien asimilado y
ejecutado, que por acercarse a la “coherencia” que viven y
tienen los que se arriesgan a orientar su vida por el camino
que va trazando la experiencia humana, auténticamente
humana, por los desconocidos caminos de la vida.
Magia sacramental en la Iglesia
Se ha dicho que el problema que plantea la interpretación
del sacramento explicado en su eficacia “desde arriba”,
consiste en que por ese camino desembocamos en el
ritualismo. Y de ahí, en la magia sacramental. Ahora bien,
todo lo que es magia (o se roza con ella) tiene como
característica propia la “eficacia automática”.
En efecto, el que ejecuta un acto de magia, lo hace
persuadido de que, si realiza ese acto observando todos los
detalles que impone el ritual, por eso solo, y por eso
mismo, el acto produce automáticamente el efecto apetecido,
sea el que sea.
Por eso precisamente la magia es tan seductora para muchos
espíritus. Por la sencilla razón de que mediante un esfuerzo
o un ejercicio, que puede ser relativamente simple y que
siempre es controlable, se consigue un efecto que no suele
estar a nuestro alcance o rebasa nuestras capacidades, Esto
es lo que explica la seducción que la magia ejerce sobre
mucha gente.
La cuestión está en comprender que la magia está presente en
la vida bastante más de lo que sospechamos. Porque puede (y
suele) estar actuando en cosas tan simples como son tantos
actos sencillos de mera superstición a los que muchas
personas atribuyen el automatismo del acto propiamente
mágico. Como es lógico, en tales casos, se trata de cosas
sin importancia.
Lo verdaderamente serio en la vida está en la seguridad que,
con tanta frecuencia, percibimos por el hecho de pertenecer
a tal institución, a tal grupo o a tal corriente de
mentalidad o ideología. Se trata, en este caso, de un
mecanismo que actúa sobre todo en las cuestiones más
fundamentales de la vida, concretamente en la política y en
la religión.
En la política, mediante el sentimiento de identidad que
proporciona la pertenencia a una nación, a una tendencia, a
un partido, y con relativa frecuencia desemboca en el
fanatismo, en el fundamentalismo o en conductas de tipo
nacionalista.
Cuando se trata de la religión, lo que la “magia
sacramental” produce es el sentimiento de seguridad que
ofrece la garantía (engañosa) que genera la exacta fidelidad
y la fiel pertenencia a una institución que se considera a
sí misma como el “pueblo elegido”, la “religión verdadera”,
el “camino seguro” de la salvación.
El común denominador de todos estos sentimientos es siempre
el mismo: el mecanismo oscuro de un oculto automatismo de
eficacia que no se puede ni poner en cuestión.
Esto es lo que explica que muchas personas den más
importancia a su fiel pertenencia a la Iglesia, que a su
fiel observancia del Evangelio. Porque lo primero pertenece
al orden del ritual mágico, mientras que lo segundo se sitúa
en el ámbito de la experiencia arriesgada y exigente. Lo
primero da seguridad, en tanto que lo segundo expone al
peligro.
La confrontación de la libertad de Jesús con la observancia
de los fariseos tiene en esto su exponente más conocido. A
este propósito, resulta ilustrativo recordar que, por lo que
cuentan los evangelios, para los fariseos, Dios actuaba en
sus vidas a través de la fiel pertenencia al pueblo de los
“hijos de Abrahán” (cf. Lc 3, 8), mientras que, para Jesús,
lo determinante en la vida es “pasar haciendo el bien” (Hech
10, 38).
Como es lógico, quienes se aferran a la sacramentalidad
mágica de su pertenencia y su sumisión a la Iglesia,
necesariamente incurren en una práctica sacramental diaria
que se centra sobre todo en observar exactamente las
rúbricas, las normas litúrgicas y los ceremoniales, con el
mayor respeto y la más estricta fidelidad. Porque a todo eso
es a lo que se le atribuye la eficacia en orden a recibir la
gracia que el sacramento proporciona.
De ahí, toda una eclesiología y una pastoral e incluso una
espiritualidad, normalmente anquilosada en un pasado que ya
poca gente entiende y que a pocos ciudadanos interesa.
Por otra parte, esto es lo que explica que haya, en algunos
países, una población ampliamente “sacramentalizada”, pero
que no es precisamente ejemplar por su coherencia ética o
simplemente por su humanidad en las relaciones que mantiene
y en los distintos ámbitos de la vida en que se desenvuelve.
Cosas, todas ellas, de las que muchos cristianos se lamentan
sin encontrarle la adecuada y necesaria solución.
Por lo demás, aquí no vendrá mal recordar que la conocida
fórmula de la eficacia sacramental ex opere operato,
recogida en la sesión séptima del concilio de Trento (DS
1608), no se refiere en absoluto a nada que tenga que ver
con la magia que aquí se critica.
Esa fórmula, como bien analizó O. Semmelroth (LTK 7, 1184),
tiene un origen cristológico. Y se refiere únicamente al
origen de la gracia, que se recibe en el sacramento. De
forma que el sentido de la fórmula está en que la gracia
sacramental no tiene su origen ni en la fe del que recibe el
sacramento, ni en la santidad del ministro que lo
administra, sino únicamente en la vida y muerte de Cristo.
En consecuencia, al hablar de la eficacia sacramental,
habría que decir que los sacramentos comunican la gracia
ex opere operato a Christo, es decir, comunican la
gracia por la obra realizada por Cristo. Por tanto, deducir
de esa fórmula consecuencias que lleven a practicar los
sacramentos y la liturgia con más fidelidad al rito que a la
experiencia propia del que tiene viva la “peligrosa
memoria” de la muerte de Jesús (J. B. Metz), eso equivale a
hacerle decir al canon de Trento lo que en realidad nunca
quiso decir.
Capítulo 7
De
acuerdo con la vida
La vida de una persona no cambia ni mejora por la eficacia
que puedan tener sobre ella determinados rituales sagrados
que, de una manera o de otra, terminan siendo rituales
mágicos.
La vida de una persona cambia y mejora cuando esa persona
vive experiencias que tocan en el fondo mismo de su ser y
que, por eso, modifican sus afectos y sentimientos (su
sensibilidad) y, de ahí, cambia también su forma de pensar,
sus criterios, los valores que determinan su vida, en
definitiva, todo su comportamiento.
Se suele decir que las cosas (y entre ellas, la vida) no
cambian “por arte de magia”. Incluso cuando a esa magia le
ponemos nombres divinos, ya sea que hablemos de “signos
sagrados”, de “signos sacramentales” o de “eficacia
sacramental”.
Todo eso es exactamente aplicable, en igual medida, a todo
lo que decimos de la “institución divina” que tiene, según
se dice en ambientes teológicos, la virtualidad de
trasformarnos, de santificarnos, de hacernos semejantes a
Dios y cosas por el estilo. De sobra sabemos que, con
frecuencia, todo eso no pasa de ser mera retórica sin
contenidos que responda y se correspondan con realidades
tangibles en la vida y en la sociedad.
Será conveniente recordar aquí, de nuevo, que hay magia en
un gesto o una decisión humana cuando a ese gesto o a esa
decisión se le atribuye una eficacia automática. Porque se
piensa que en el gesto mismo o en la decisión, sin más,
intervienen fuerzas sobrehumanas que van a modificar nuestro
destino, nos dan seguridad y con eso sólo nos garantizan que
estamos en el recto camino, en la verdad incuestionable y en
el medio seguro de la salvación.
Sin embargo, la experiencia nos dice que la vida no funciona
así. Todos sabemos que no existe relación, en la vida real,
entre la fidelidad a una pertenencia fielmente mantenida y
lo que es la vida y las relaciones humanas del fiel
observante o del perseverante que se mantiene en la
institución aun a costa de cualquier renuncia.
El sacramento no es nunca un hecho o un fenómeno al margen
de la vida. Sobre todo, al margen del comportamiento ético
de las personas. Esto explica que haya cristianos que se
pasan cuarenta años recibiendo sacramentos y luego resulta
que, al cabo de tantos años y de tantos sacramentos, esa
persona tiene al final los mismos defectos y las mismas
miserias que tenía al comienzo.
Y lo que decimos de los sacramentos (por ejemplo, la
eucaristía o la penitencia), hay que decirlo también -y con
más razón- de la fiel perseverancia en la institución
Iglesia como sacramento de salvación. No por vivir en ella
y, menos aún, por ocupar en ella cargos relevantes, por eso
alguien tiene garantizada la salvación, la coherencia de su
vida, la aportación que tiene que hacer para bien de este
mundo. En las mejores instituciones ha habido siempre
personas indeseables o, por lo menos, vividores cuya
existencia ha transcurrido en la esterilidad.
Y es que lo decisivo, para el logro o el fracaso de una
persona, no es ni la institución a la que pertenece, ni los
ceremoniales que practica o los rituales a los que somete.
Lo decisivo en la vida es la vida misma, la forma de vivir y
de relacionarse con los demás y con la sociedad.
Es más, con bastante frecuencia, los usos ceremoniales y los
ritos que la sociedad nos impone son un buen disfraz que
sólo sirve para ocultar la verdad de una vida. Por eso, como
bien sabemos por la experiencia, la sacramentalidad de la
Iglesia, así como la práctica de los siete sacramentos, se
puede convertir de hecho en el ropaje que encubre una
realidad muy distinta de los que todo eso aparenta.
De
acuerdo con el Nuevo Testamento
La religión de Israel, desde muy antiguo, pero sobre todo en
tiempos de Jesús, había centrado sus preocupaciones en la
exacta observancia de los ritos y ceremoniales del culto
sagrado. Así las cosas, el cristianismo representó una
ruptura radical con aquella situación y la mentalidad que la
sustentaba.
El autor de la carta a los hebreos afirma que todos aquellos
ceremoniales (hoy diríamos “sacramentos”) “no pueden
transformar en su conciencia al que practica el culto” (Heb
9, 9). Y la razón está en que tales “sacramentos” o
ceremoniales “se relacionan sólo con alimentos, bebidas y
diversas abluciones, observancias externas impuestas hasta
que llegara el momento de poner las cosas en su punto” (Heb
9, 10).
Con esto se nos viene a decir que el culto puramente ritual
es enteramente ineficaz (A. Vanhoye). Lo que significa,
obviamente, que cuando el sacramento se reduce a simple
ceremonial o, en otras palabras, a lo meramente externo y
vacío de experiencia, eso no pasa de ser un engaño para
quien lo pone en práctica.
Esto mismo es lo que se dice en los evangelios. Y se dice
con una fuerza que llama la atención. Concretamente, en Mc
7, 3-4, donde el evangelio informa de la importancia que los
israelitas concedían a los rituales religiosos.
La reacción de Jesús ante semejante comportamiento es de
denuncia contundente: “Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es
inútil” (Mc 7, 6-7; cf. Is 29, 13).
Jesús, por tanto, desautoriza el culto religioso basado en
meros ceremoniales a los que, de acuerdo con las prácticas
de carácter mágico, se les atribuye un efecto automático.
Porque, si todo esto asunto se piensa con cierta detención,
lo que en el fondo se detecta es que se pone la fe y la
confianza en los gestos, como tales, y no en Dios y en el
fiel cumplimiento de su santa voluntad. Sin duda, por eso
Jesús insiste en que la relación del hombre con Dios tiene
su raíz y su razón de ser donde está el “corazón”, lo más
profundo y auténtico de la experiencia humana (Mc 7, 15.
20-23).
La Iglesia, según afirma el concilio Vaticano II, tiene su
origen en Jesús y el anuncio del Reino de Dios (LG 5, 1).
Pues bien, en todo este asunto es capital tener muy en
cuenta que Jesús cambió radicalmente el sentido de la
religión.
Para Jesús, lo que importa no es lo meramente externo, lo
ritual, las ceremonias y las observancias. Lo que importa es
lo que a cada ser humano le brota de la sede de sus
sentimientos, intereses y experiencias más fuertes, lo que
en el lenguaje bíblico se llama el “corazón”.
Por eso, incluso el relato litúrgico de la institución de la
eucaristía no se puede interpretar como un ritual de
eficacia automática, ya que san Pablo reconoce que, si eso
se hace en un grupo dividido y enfrentado, en realidad tal
rito no es “la cena del Señor” (1 Cor 11, 20).
Lo cual quiere decir que un condicionamiento social invalida
un ceremonial religioso. Si la conducta es socialmente
incorrecta, el ritual es religiosamente inválido.
El cristianismo desplazó la sacralidad, de forma que, de su
sitio “natural”, que es “lo sagrado”, la situó donde nadie,
hasta entonces la había situado, en “lo social”.
Seguramente, ésta es la razón por la que el evangelio de
Juan, cuando relata la cena de despedida con sus discípulos,
precisamente en el sitio en que los evangelios sinópticos
cuentan la institución de la eucaristía, entre el anuncio de
la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro,
exactamente en ese sitio, Juan pone, en lugar del ritual
eucarístico, el mandato del amor a los demás (Jn 13, 34-35).
Según la reflexión teológica, más elaborada, del IV
Evangelio, lo que interesa de verdad, en el tema de la
eucaristía (el sacramento central de la Iglesia), no es la
repetición exacta del ceremonial, sino la experiencia
profunda que se expresa mediante el símbolo religioso. Y esa
experiencia no es otra que lo central de la vida humana: el
amor mutuo.
Todo esto explica que, a juicio del cristianismo primitivo,
la “religión pura y sin tacha a los ojos de Dios” no es la
religión de las observancias ceremoniales o los ritos
fielmente repetidos, sino “mirar por los huérfanos y las
viudas en sus apuros” (Sant 1, 27).
En eso consiste el “culto auténtico” del que habla san
Pablo: en ofrecer la propia existencia como el “sacrificio”
religioso que agrada a Dios (Rom 12, 1-2).
Y no vale decir que la gracia de Dios se nos comunica por
medio de la “imposición de manos” (2 Tim 1, 6), es decir,
por el ritual religioso que tiene esa efectividad por sí
mismo. Porque no es seguro que sea eso lo que dice el texto
de la segunda carta a Timoteo, ya que tal traducción es
dudosa. Además, la misma carta alude enseguida al “espíritu
de valentía y amor” (2 Tim 1, 7). Sin duda, eso es lo que
importa.
Capítulo 8
La
Iglesia “sacramento”
y el
origen de los “sacramentos”
Como es bien sabido, la teología de los sacramentos no llegó
a cuajar definitivamente hasta bien entrado el siglo XIII.
Ni el concepto de sacramento, ni el número de los
sacramentos, fueron ideas teológicas debidamente asentadas
hasta los tiempos de la gran escolástica.
Se suele admitir convencionalmente que fue Pedro Lombardo
(s. XII) quien dio la noción de sacramento, que luego
elaboraron y precisaron los grandes teólogos del s. XIII.
Y, en cuanto al número de los sacramentos, sabemos que, en
pleno s. XII, había autores que hablaban sólo de tres
sacramentos, como es el caso de san Bernardo, o también
había quienes enumeraban más de treinta sacramentos, cosa
que se dice en la teología de Hugo de san Víctor. Más aún
todavía en el s. XIV, hay sínodos locales que mencionan
entre los sacramentos la consagración de un abad o la
sepultura de un cristiano.
Por otra parte, ya se sabe que, en la Edad Media, cuando se
estructura la teología como un conjunto de saberes
sistematizados, nacen los distintos tratados teológicos
(sobre Dios, sobre Cristo, sobre la gracia, los sacramentos,
etc), pero sorprendentemente en aquella sistematización
teológica no apareció el tratado sobre la Iglesia.
Los historiadores de la teología han discutido el motivo de
este silencio. El hecho es que, en aquellos tiempos, quienes
escribían sobre la Iglesia no eran los teólogos, sino los
juristas y canonistas. Porque hablar de la Iglesia, para los
hombres del medievo, era hablar de la “potestad
eclesiástica”. Abundan, en efecto, los tratados De
auctoritate et Potestate Ecclesiastica.
Así las cosas, hoy vemos claro que, en aquellos siglos ni
nació, ni pudo nacer, un tratado completo sobre los
sacramentos. Porque no se había elaborado el tratado de la
Iglesia como Sacramento. Dicho de otra forma, sólo a partir
del concilio Vaticano II, podemos tener una teología más
elaborada y completa sobre los sacramentos cristianos.
Ahora bien, todo esto nos viene a decir que ahora es cuando
podemos tener una idea más completa y, por tanto, más
profunda de lo que es el sacramento y sobre el origen de los
sacramentos.
Ya dijo K. Rahner que en la Iglesia hay sacramentos porque
Cristo fundó su Iglesia como Sacramento. Históricamente,
resulta imposible saber si Jesús instituyó el sacramento del
matrimonio o del orden, por poner dos ejemplos concretos. No
hay datos para eso en el Nuevo Testamento.
Entonces, ¿en qué sentido se puede afirmar que Cristo
instituyó los siete sacramentos que celebra la Iglesia? En
cuanto que Jesús, al anunciar el Reino de Dios, puso el
origen o fundamento de la Iglesia (LG 5, 1). Y lo hizo
mediante el movimiento de creyentes y discípulos que se
congregaron junto a él y siguieron su vida y sus enseñanzas.
Ahí estuvo el origen de la Iglesia. Y, por tanto, el origen
de los sacramentos también.
La Iglesia, como signo visible de la presencia invisible de
Cristo entre los hombres. Y así también, signo de los
sacramentos, que hacen presente y operante a la Iglesia en
los momentos más determinantes de la vida humana.
Todo esto nos viene a decir algo de extrema importancia, a
saber: si la Iglesia es el signo visible de la presencia
invisible de Cristo en el mundo, y si de esa manera la
Iglesia y los sacramentos hacen visible a Cristo que ya no
está al alcance de nuestra vista, todo esto conlleva y exige
que los sacramentos se celebren de forma que, en ningún
caso, la Iglesia aparezca ante la gente como signo o
manifestación de cosas que poco o nada tienen que ver con lo
que, de hecho, fue la existencia de Jesús el Mesías (Cristo)
entre los hombres.
Por tanto, los sacramentos no se deben celebrar jamás como
actos que en realidad resulten ser:
1) Actos sociales, por ejemplo en el caso de bautizos,
primeras comuniones, bodas o no pocas misas, celebraciones
en las que lo central en el acto no es precisamente la
memoria o el recuerdo de Jesús, sino el status social, el
rango económico o la ocasión para el lucimiento y la
frivolidad de no pocas personas o familias.
2) Actos militares, como es el caso de determinadas
celebraciones que son utilizadas por las fuerzas armadas
para atestiguar los valores que pretenden inculcar a la
población.
3) Actos de carácter político, cosa que suelen hacer los
partidos políticos de derechas cuando quieren afirmar su
confesionalidad militante o legitimar su razón de ser en la
sociedad.
En ninguno de estos casos, la Iglesia puede ceder ante la
manipulación, las formas más disimuladas de soborno o - lo
que es más detestable - el simple interés económico o la
defensa de ciertos privilegios. En tales casos, el
sacramento queda adulterado de raíz, ya que, en lugar de
hacer visible a Cristo, lo que hace patente es la presencia
del Anti-Cristo en el mundo.
Capítulo 9
Para
una reforma de la Iglesia
Se ha dicho muchas veces que la Iglesia está siempre
necesitada de reforma. Pero la experiencia histórica nos
enseña que tal necesidad de reforma se ha puesto, con
demasiada frecuencia, más en la conversión personal de los
cristianos, que en la renovación y cambio de las estructuras
organizativas de la misma Iglesia.
Al decir esto, no se trata de establecer una disyuntiva, en
el sentido de optar o por lo uno o por lo otro. Por
supuesto, ambas cosas son necesarias.
Pero es importante caer en la cuenta de que, cuando todo el
problema de la Iglesia se pone en la conversión de los
individuos, con eso se está indicando que el centro de las
preocupaciones de la Iglesia tiene que ser la conversión del
pecado y la santidad de sus miembros. Y eso es evidente que
le tiene que preocupar a la Iglesia y por eso se tiene que
interesar. Pero, si la Iglesia se queda sólo o
principalmente nada más que en eso, tiene el peligro de
incurrir en un error que le ha costado muy caro a ella misma
y a los pueblos y culturas en los que la Iglesia ha estado o
sigue estando implantada.
Se trata del error que consiste en anteponer el tema del
“pecado”, que ofende a Dios, al problema del “sufrimiento”,
que hace desgraciados a los hombres. Como es lógico, cuando
hablamos de conversión y santidad, nos estamos refiriendo al
asunto del pecado y de las ofensas a Dios.
Ahora bien, una Iglesia centrada en ese asunto es una
Iglesia que se centra y se concentra en administrar
sacramentos. Porque para eso están los sacramentos, desde el
bautismo “para el perdón de los pecados”, hasta la
eucaristía en la que recibimos el cuerpo “que se entrega por
vosotros” y la sangre “que se derrama para el perdón de los
pecados”.
De ahí que, a partir de esta mentalidad, todo el sistema
sacramental de la Iglesia está pensado y organizado para
resolver el problema del pecado, no para humanizar este
mundo y aliviar el dolor humano.
·
El bautismo, para limpiarnos del pecado original y darnos la
gracia que santifica.
·
La confirmación, para complementar el compromiso bautismal
en esa misma dirección.
·
La penitencia, como sacramento específico y propio para
perdonar los pecados.
·
La eucaristía, para unirnos al sacrificio de Cristo que
murió por nuestros pecados.
·
La unción de los enfermos, por más que se diga que es para
darnos vida y salud, de facto, es un sacramento que se
administra a los moribundos para que Dios les perdone los
pecados que no se les han perdonado mediante el sacramento
de la penitencia.
·
El matrimonio, como sacramento a partir del cual las
personas se pueden expresar su amor sin pecar.
·
Y el orden sacerdotal, como el sacramento que confiere el
poder de consagrar la eucaristía y el poder de perdonar
sacramentalmente los pecados, como afirma el canon primero
de la sesión XXIII de Trento (DS 1771).
Con esta sencilla enumeración de los sacramentos de la
Iglesia, cualquiera se hace una idea aproximada de la
centralidad avasalladora que el tema del pecado tiene en la
teología sacramental de la Iglesia.
Ahora bien, si los sacramentos de la Iglesia están
concebidos así y administrados pastoralmente a partir de
semejante mentalidad, eso es el indicador más claro de que
la Iglesia, toda entera, está presente en este mundo como la
institución que tiene como tarea y misión gestionar y
resolver el problema del pecado.
Un problema que los dirigentes eclesiásticos se han
encargado de argumentar y presentar de forma tan
desproporcionada, que, por evitar pecados o por perdonarlos
cuando ya se han cometido, no se ha dudado en causar
sufrimientos indecibles a personas y grupos enteros en este
mundo.
Las consecuencias, que se han seguido de semejante teología,
han sido destructivas para la misma Iglesia. Porque una
institución que se presenta para eso (resolver el pecado),
interesa cada día menos al común de los mortales cuya
preocupación central en la vida es distinta (sufrir lo menos
posible)
Además, porque una Iglesia empeñada en esa tarea, no ha
tenido más remedio que presentar a un Dios que poco tiene
que ver con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, del que
nos hablan los evangelios.
Y, sobre todo, porque una Iglesia organizada para gestionar
de esa forma el tema del pecado, ha terminado por organizar
una liturgia, unos rituales, una pastoral y hasta una
legislación, que se ha convertido en una carga pesada para
muchos y en un oscuro conjunto de ceremonias arcaicas que la
gran mayoría de los fieles apenas entiende.
Todo esto nos viene a decir que, si la Iglesia quiere tomar
en serio su propia reforma en estos tiempos, lo primero que
tendría que revisar es su teología sacramental. Y revisarla
a partir de su eclesiología.
Es verdad que la teología de la Iglesia, tal como quedó
formulada en el Concilio Vaticano II, no es ya una teología
obsesivamente centrada en el perdón de los pecados. Eso es
cierto. Pero no es menos verdad que la teología de los
sacramentos, tal como se venía enseñando desde Trento, quedó
intacta en el Concilio.
Con lo que la afirmación de la Iglesia como sacramento no ha
pasado, de facto, de ser una afirmación novedosa, pero sin
consecuencias prácticas y renovadoras, ni para la misma
Iglesia, ni para la renovación de la vida sacramental de los
cristianos.
Es verdad que después del Concilio se han traducido y
renovado los rituales de sacramentos. Pero ha sido una
renovación tímida, indecisa y que, en todo caso, se ha hecho
a partir de la teología y de la pastoral sacramental que se
venía practicando desde siglos antes del Vaticano II.
No cabe duda que, en este orden de cosas, algo se han
mejorado. Pero el fondo del problema ha quedado tal como
estaba. Y el resultado ha sido el masivo abandono de las
prácticas sacramentales por parte de amplios sectores de la
población, sobre todo en las sociedades avanzadas del primer
mundo.
La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que si la
Iglesia pretende asumir en serio su propia reforma, tal
empeño tiene que empezar por afrontar el problema de los
sacramentos.
De hecho, como es bien sabido, el indicador más claro de la
crisis que padece la Iglesia, en las sociedades avanzadas,
es precisamente el abandono de las prácticas sacramentales
en grandes sectores de la población que, hasta hace sólo
algunos años, venían siendo cristianos “practicantes”. Esto
viene a decir que si la crisis se nota, antes que nada, en
el abandono de las prácticas sacramentales, la reforma
vendrá mediante la recuperación de tales prácticas.
Precisamente, si algo nos ha enseñado la experiencia del
post-concilio, ha sido que la Iglesia no se renueva o se
reforma mediante la sola renovación ideológica de su
teología. El Vaticano II elaboró una teología renovada de la
Iglesia. Pero tal teología, por sí sola, no ha renovado a la
Iglesia.
De ahí que, a estas alturas y después de cuarenta años, la
“recepción” del Concilio está, no sólo frenada en buena
medida, sino que se puede decir, sin exageración, que la
recepción del Vaticano II se ha hecho, hoy por hoy,
inviable.
Para tal recepción, la teología conciliar no basta. Las
leyes eclesiástica y la gestión de gobierno de la Iglesia no
parecen estar hoy decididas a que se ponga en práctica tal
recepción por parte del pueblo cristiano.
Quizá todo esto nos viene a decir que, de la misma manera
que la primera percepción de la crisis religiosa actual se
advierte sobre todo en el abandono sacramental, la
renovación o reforma de la Iglesia tendrá su manifestación
más obvia cuando los cristianos celebren los sacramentos
menos dependientes de la mera ejecución de las normas
establecidas. Y más atentos a los símbolos que hoy puede
asimilar nuestra cultura, nuestros valores, nuestros
intereses y, sobre todo, nuestros problemas. Porque, si los
sacramentos no responden a todo eso, no serán los signos y
los símbolos mediante los que los hombres de nuestro tiempo
pueden vivir la experiencia de la comunicación de Dios y del
encuentro con Dios.
La razón de ser de este protagonismo de las prácticas
sacramentales en la reforma de la Iglesia está en que, como
sabemos, los sacramentos son la manifestación, en los
momentos más determinantes de la vida, del sacramento
primordial que es la misma Iglesia.
Lo cual quiere decir que la crisis de las prácticas
sacramentales es, en definitiva, la manifestación más
visible de la crisis de la Iglesia en su totalidad.
Por otra parte, no conviene olvidar que los sacramentos (y
la forma concreta de celebrarlos) son la dimensión más
inmediatamente visible de la Iglesia. Por lo general, el
pueblo cristiano no tiene a su alcance el conocimiento de
los complicados estudios y análisis teológicos de la
Iglesia. Lo que la gente ve y oye son bautizos y misas,
confesiones, bodas y ordenaciones de clérigos. Así se hace
presente (o ausente) la Iglesia para la mayor parte de la
población cristiana. De ahí, la importancia determinante de
una renovación y actualización de tales celebraciones, para
conseguir así una reforma a fondo de la Iglesia.
Concretando más, es urgente que los sacramentos dejen de ser
meros actos sociales, como de hecho lo son para muchos
ciudadanos. Esto se nota especialmente en determinados
sacramentos, como es el caso de bautizos, comuniones y
bodas.
Más importante aún es que los sacramentos dejen de ser
utilizados como ocasiones privilegiadas para determinadas
manifestaciones de carácter político.
La eucaristía y el matrimonio son, en este sentido,
insistentemente adulterados en actos eclesiásticos que se
utilizan para satisfacer los intereses de determinados
grupos políticos o de instituciones públicas. Es evidente
que, en tales ocasiones, la sacramentalidad de la Iglesia
queda seriamente dañada. Con lo que estamos afirmando que
ese tipo de actos sociales o políticos pervierten, no sólo
la celebración del sacramento, sino además el ser mismo de
la Iglesia, que no es ni una institución social, ni un grupo
de presión política.
Por otra parte, si recordamos que, como ya se ha dicho, las
grandes experiencias de la vida solamente se pueden
comunicar simbólicamente, es decir, mediante los símbolos
que vehiculan tales experiencias, resulta evidente que una
Iglesia que transmite ideas y verdades, normas, mandatos y
prohibiciones, tal Iglesia, por mucho que se afane en
semejante tarea y por muchos medios de comunicación que
tenga para tal efecto, si no hace presentes en la sociedad y
en la intimidad de las personas las experiencias que pueden
dar sentido a la vida, será una Iglesia con muy poca
presencia en la sociedad y en la vida de la gente.
Porque, a fin de cuentas, las verdades y las normas que
impone la religión son cosas que interesan menos cada día.
Seguramente en esto radica el fracaso creciente de la
Iglesia en su empeño por comunicarse con las gentes de la
cultura de nuestro tiempo.
A la gente le interesa poco y le preocupa menos la ideología
que pueda difundir el hombre “religioso”. Lo que la gente
espera y necesita son experiencias que den sentido a sus
vidas. Y eso, o se hace mediante la celebración comunitaria
y la experiencia religiosa en el silencio y la paz del
retiro interior o no se hace de ninguna manera.
Por esto, en definitiva, es tan decisiva la reforma de la
Iglesia-sacramento. Y tan urgente es una renovación en
profundidad de todos y cada uno de los sacramentos de la
Iglesia.
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José M. Castillo
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