LA FE DE LOS ATEOS
Y EL ATEÍSMO DE LOS CREYENTES
“Ni son todos los que están, ni están todos los que
son”. Este antiguo dicho resume muy bien lo que se vive,
con bastante frecuencia, en las religiones.
El hecho es que la correcta relación con Dios y
la correcta relación con la religión no son la
misma cosa. Ni esas dos cosas son vasos comunicantes que
necesariamente están siempre a la misma altura.
De sobra sabemos que hay personas meticulosamente
observantes de normas, prácticas y rituales relacionados
con la religiosidad, pero que, al mismo tiempo, dejan
mucho que desear en cuanto se refiere a su
comportamiento ético en asuntos que son determinantes en
la vida ciudadana, profesional o simplemente en sus
relaciones con los demás.
Como igualmente sabemos que hay gente, mucha gente, que
son ciudadanos o profesionales ejemplares, y no quieren
saber ni palabra de la religión.
Pues bien, como es lógico, en todos estos casos entra en
juego de lleno el problema de la fe. Lo que, en
definitiva, equivale a preguntarse: ¿en qué consiste la
fe y la creencia? O dicho de otra manera: ¿en qué
consiste el ateísmo y de quién se puede afirmar que es
ateo?
Estas preguntas no son de ahora. Es conocida la
colección de textos de autores antiguos que, hace más de
un siglo, recopiló A. Harnack sobre el reproche de ateos
que se les hizo a los cristianos durante los tres
primeros siglos.
(Der Worwurf des Atheismus in den drei ersten
Jarhhunderten: TU 13 (1905) 8-16).
Y es que, como explicaré más adelante, creencia y
ateísmo son dos formas de pensar y de vivir que
dan pie para que, siendo realidades contrapuestas, sin
embargo se puedan interferir, y hasta confundir,
resultando extremadamente difícil (por no decir
imposible) delimitarlas con tal precisión, que cada cosa
se ponga exactamente en su sitio.
Estamos, pues, ante un asunto tan complicado, que E.
Bloch escribió un amplio estudio sobre El ateísmo en
el cristianismo, en el que hizo esta atrevida
afirmación:
“Sólo un ateo puede ser un buen
cristiano
y sólo un cristiano puede ser un buen ateo.”
Y es que, para Bloch, el ateísmo es nuestra porción
mejor, el coraje moral de vivir, de trascendernos sin
Trascendencia, no en el sentido suave, que firmarían D.
Bonhoeffer o P. Tillich, del ”aunque Dios no
existiera”, sino incluso en su formulación más
radical: “no creo que Dios exista”.
Pero, ni la hipótesis ni la afirmación, me impiden ser
buena persona, sino todo lo contrario:
“La realidad es tan seria para mí, que soy una persona
responsable, no porque creo o espero en Dios, sino
precisamente porque ni creo en él, ni espero nada de
él”.
¿Representa esto el ateísmo más radical o, por el
contrario, es esto la fe en Dios (sin reconocerlo como
tal) más radical que puede darse en este mundo?
He aquí la pregunta que sirve de punto de partida a la
reflexión que me propongo exponer aquí.
¿Cómo entendemos la fe?
El Catecismo de la Iglesia católica enseña que
“la fe es ante todo una adhesión personal del
hombre a Dios”. Pero añade enseguida: “es al
mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre
a toda la verdad que Dios ha revelado”.
Dicho de forma más sencilla, esto significa que, a
juicio de la Iglesia, la fe consiste en la relación
con Dios que se realiza mediante la obediencia
de nuestro entendimiento a las verdades
reveladas y enseñadas por la misma Iglesia. Por tanto,
creer consiste en un “acto religioso”, que supone ante
todo el “sometimiento de la razón” a lo que enseña la
Iglesia.
Como es evidente, esta forma de entender la fe supone
una “sacralización” (la fe como acto “religioso”) y una
“racionalización” (la fe como acto del “entendimiento”),
que están afirmando que una persona tiene fe sólo cuando
cumple estas dos condiciones:
1.
es una persona
religiosa
2.
que somete su
entendimiento a las enseñanzas que le impone la
Iglesia.
Así, la fe es presentada como “religiosidad” y
“creencias”.
La larga historia que explica cómo, desde la vida del
Jesús terreno se ha llegado hasta las preocupaciones de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha
sido bien analizada.
(cf. J. Auer, Was heisst glauben?: MthZ 13 (1962)
235-255)
En esta historia fue importante el influjo del
gnosticismo, que derivó el significado de la fe hacia
una “ordenación de “verdades”, cosa que ya
aparece en Clemente de Alejandría (Strom., VII,
c. 10, 55-57) y se acentúa luego con san Agustín, cuyas
fórmulas “crede ut intelligas” y sobre todo
“intellige, ut credas” (De praed. sant., 2,
5) sitúan la fe en la inteligencia.
Más tarde, en el s. XI, el padre de la gran escolástica,
Anselmo de Canterbury, le puso como subtítulo a su
Proslogion la fórmula que resultó ser la “definición
de la teología”: “fides quaerens intellectum”, la
fe en busca de su inteligibilidad. O sea, “fe” igual a
“inteligencia de verdades”.
Por eso nada tiene de extraño que Tomás de Aquino
expusiera el concepto de fe sobre el fondo del concepto
aristotélico de ciencia.
(J. Trütsch: Myst. Sal., I/2, 908-910).
Pues bien, a partir de estos planteamientos, en la
Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe
católica, del concilio Vaticano I (en 1870), se dice:
“La Iglesia católica profesa (que la fe) es una virtud
por la que creemos ser verdadero lo que por Dios
ha sido revelado” (cap. III, 1. DH 3008).
Así, para el Magisterio de la Iglesia, quedó
definitivamente claro que “lo que se cree” (fides
quae) es más importante y decisivo que “cómo se
cree” (fides qua) y, por tanto, más determinante
que “cómo se vive” todo aquello en lo que se cree. Lo
cual quiere decir que la fe se separó de la vida
y quedó localizada en las verdades que se aceptan
y que el Magisterio Jerárquico controla.
De esta manera, y llevando las cosas hasta el límite, se
puede ser un “creyente intachable” y, al mismo tiempo,
ser también un “ciudadano indeseable”. Cosa que, por lo
demás, sucede no raras veces.
Desde el momento en que son muchos los cristianos que
entienden y viven así la fe, el problema de la fe de los
ateos y del ateísmo de los creyentes se planteó de forma
inevitable.
Y son muchas, muchísimas, las personas que no tienen
este problema resuelto. Porque son muchas las personas
que no aceptan las verdades de la fe, pero viven en
plena coherencia con su propia humanidad.
Como igualmente abundan también los que aceptan al pie
de la letra las verdades que enseña el Magisterio
eclesiástico, pero igualmente aceptan y hasta fomentan
apetencias y formas de conducta que son profundamente
inhumanas.
La fe de los “ateos”, según los evangelios
Una de las mayores sorpresas, que uno se lleva cuando
lee con atención los evangelios sinópticos, es que, en
ellos, el tema de la fe y de la falta
de fe se presenta de tal forma, que todo el asunto
de las creencias se nos descoloca.
Y se nos descoloca hasta el extremo de que, según Jesús,
resulta que tienen fe aquellos de quienes un
teólogo de ahora jamás diría que son creyentes, mientras
que, por el contrario, no tienen fe (o apenas la
tienen) los hombres de los que los mejores consejeros
teológicos del Vaticano nos dirían que son el “cimiento”
sobre el que se edifica la comunidad de los creyentes (Ef
2, 20).
Empezando por los que tienen fe, los evangelios
aseguran que el hombre con más fe, que encontró Jesús,
fue el comandante pagano de una centuria que estaba al
servicio de Herodes (Mt 8, 5 par).
Flavio Josefo informa que Herodes contaba con este tipo
de militares (Ant., 18, 113 s). Hombres que
tenían al Emperador por un verdadero Dios, ipse deus,
como dicen las Églogas de Calpurnio Sícolo (1,
42-47; 63, 84-85).
Pues bien, de un militar, que estaba obligado a tomar en
serio estas creencias (cf. P. Grimal, La civilización
romana, Barcelona, Paidós, 2007, 88), Jesús dijo:
“Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta
fe” (Mt 8, 10).
Jesús califica como fe, no las ideas o las prácticas
religiosas, sino “el comportamiento de una persona”
(Ulrich Luz). Y pondera esa fe hasta la admiración. ¿Por
qué? Sencillamente, porque aquel hombre era tan buena
persona que no soportaba el sufrimiento de un niño. Y se
fiaba plenamente de Jesús. Eso es todo.
Esta situación se repite en el caso de la mujer fenicia
de Siria, que era pagana (Mc 7, 26). Esta mujer le pide
a Jesús la curación de su hija. Y lo hace con extrema
paciencia y humildad (Mt 15, 21-27). La respuesta de
Jesús fue inmediata:
“¡Qué grande es tu fe, mujer!” (Mt 15, 28).
De nuevo, Jesús califica de “fe grande”, no las
creencias, sino la conducta tan profundamente humana de
aquella mujer. Lo mismo se repite en el caso de la
curación del leproso samaritano, que fue purificado de
la lepra junto a nueve judíos (Lc 17, 11-19).
Los judíos eran los que creían y practicaban la religión
“verdadera”. Por eso acuden a los sacerdotes para
cumplir con las normas religiosas y con eso se ven como
los religiosos observantes cabales.
El samaritano, por el contrario, como no creía ni en la
pretendida religión verdadera, ni se sentía obligado a
observar las normas establecidas, vio que lo único que
tenía que hacer era portarse bien con quien lo había
curado y expresarle el debido agradecimiento (Lc 17,
15-16).
La respuesta de Jesús fue elocuente: “tu fe te ha
salvado” (Lc 17, 19). Lo que no cuadra con las teorías
teológicas “oficiales” sobre la fe. Porque, como es
sabido, los samaritanos del tiempo de Jesús eran tenidos
como herejes impuros (Lc 9, 52; Jn 4, 9; 8, 48; cf. X.
Léon-Dufour).
Y es que, en los evangelios, cuando Jesús habla de la
“salvación” que es fruto de la fe, utiliza la fórmula:
“tu fe te ha salvado”
(Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; cf. Mc 10, 52; Mt 8, 10.
13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42).
Se trata de la salvación de situaciones humanas de
sufrimiento. Lo cual quiere decir que, para Jesús, la fe
no está vinculada a unas verdades que se creen o a unas
prácticas religiosas que se observan. La fe, para los
evangelios, se relaciona directamente con una forma
de vivir, que puede no tener relación directa con
la religión, sino con la ejemplaridad de la
persona.
Esto exactamente es lo que dicen los tres sinópticos
cuando presentan el enfrentamiento final de Jesús con
los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo (Mt 21,
23; Mc 11, 27; Lc 20, 1).
En este enfrentamiento se afirma que los supremos
dirigentes religiosos “no creyeron” (oùk episteúsate)
(Mt 21, 25 b par), mientras que el “pueblo” (óchlos)
es el que aceptó la forma de vida que representaba Juan
Bautista (Mt 21, 26 par).
Y a renglón seguido, el evangelio de Mateo lleva hasta
el extremo de la provocación todo este asunto, al decir
que fueron los hombres de la religión los que “no
creyeron” al Bautista, en contraste escandaloso con los
publicanos y las prostitutas que fueron los que le
“creyeron” (Mt 21, 32).
El ateísmo de los “creyentes”
Cuando Mateo se atreve a poner en boca de Jesús la
asombrosa afirmación según la cual los “escandalosos”
publicanos y las “despreciadas” prostitutas entran antes
que los “ejemplares” sacerdotes en el Reino de Dios (Mt
21, 31 b), el texto evangélico introduce admirablemente
el enorme problema que representa para las religiones
(para la católica en concreto), lo que aquí estoy
señalando como ateísmo de los “creyentes”.
No se trata de una exageración. Lo más chocante, al
explicar este espinoso asunto, es que los evangelios
sinópticos, cuando hablan de los discípulos y
apóstoles en su relación con la fe, siempre
ponen en cuestión esta relación.
A veces, Jesús califica a los que creían estar más cerca
de él como “no creyentes” (apistoi) (Mc 4, 40;
cf. Mt 17, 17).
Porque tenían una fe tan insignificante (oligopistía),
que venía a ser como un grano de mostaza, es decir,
prácticamente nada, lo menos que se podía tener (Mt 17,
20).
Y hay casos en los que rotundamente se dice que aquellos
discípulos sencillamente “no tenían fe” (apisteo)
(Lc 24, 11) o que eran “lentos para creer” (Lc 24, 25).
Pero lo más frecuente es que los evangelios califican a
los discípulos y apóstoles como hombres de “poca fe” o
de una fe tan escasa, que es lo mínimo que podían tener
(oligopistoi) (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; Lc 12,
28; cf. V. 22).
Advirtiendo además que la oligopistía, aplicada a
quienes se creían seguidores de Jesús, no se refiere
propiamente al rechazo de la fe, sino a la escasez,
falta de firmeza o incluso carencia en esa fe (G. Barth:
DENT, vol. II, 519).
Mención aparte merece el caso de Pedro. Este hombre, el
primero siempre en las listas de los apóstoles, fue
reprendido por Jesús a causa de su exigua fe (Mt 14,
31). Y el mismo Jesús le llegó a decir que había rezado
por él para que no le llegara a faltar la fe (Lc 22,
32), cosa que desgraciadamente debió ocurrir, ya que el
propio Jesús añadió enseguida: “Y tú, cuando te
conviertas” (Lc 22, 32), es decir, cuando vuelvas de tu
descarrío (cf. M. Zerwick), “afianza a tus hermanos”, lo
que parece indicar claramente que los demás apóstoles
también fallaron a la fe.
(J. M. Castillo, Los pobres y la teología,
Bilbao, Desclée, 1998, 213).
A la vista de estos datos, puede parecer excesivo,
injusto y hasta una cosa sin sentido hablar de “ateísmo”
refiriéndonos a hombres que acompañaban habitualmente a
Jesús, como era el caso de sus discípulos. A lo sumo, se
podría decir de aquellos hombres que no eran “buenos
discípulos”. Pero, ¿”ateos”?
En principio, al menos, no hay que llevarse las manos a
la cabeza. De sobra sabemos que en la vida se encuentra
uno cantidad de personas, que pertenecen a grupos
religiosos o que están integrados en la Iglesia, pero de
tal manera que, si se conoce la intimidad de esas
personas, se lleva uno la enorme sorpresa de que las
convicciones determinantes de su vida no son los
principios constitutivos de la fe.
Son gente cuya imagen pública parece que va por los
caminos de la fe, pero sin embargo lo decisivo en sus
vidas no tiene que ver nada con la fe. Y me temo que
esto es más frecuente de lo que imaginamos. ¿Cómo se
explica este hecho?
De “lo original” de la fe a la fe “oficial” de la
Iglesia
En la literatura clásica, la fe, pistis,
significaba confianza en los demás (hombres o
dioses).
(Hesíodo, Op. 372; Sófocles, Oed. Tyr.
1445).
Era, pues, una actitud de profundo respeto y
credibilidad ante el otro (Sófocles, Oed. Col.
611), es decir, concederle crédito
(Demóstenes, 36, 57) y garantía (Esquilo, Frg.
394).
Por el contrario, la falta de fe, apistía, era la
desconfianza (Teognis, 831) o deslealtad
(Sófocles, Oed. Col. 611).
En la época helenística, es de destacar la idea estoica
de la pistis, que expresa la fidelidad del hombre
a su opción moral, que le lleva a la fidelidad
hacia los demás (Epicteto, II, 4, 1-3; II, 22).
Como se ve, en el origen histórico de la pistis
(la fe), lo específico no son ni las ideas, ni las
verdades, sino que siempre dice relación al
comportamiento humano ante los otros: confianza,
fidelidad, credibilidad, lealtad, respeto.
En el judaísmo tardío (el que tenía más presencia social
y religiosa en tiempo de Jesús), el concepto de “hombre
de fe” (‘anssê ‘amanah) es, en la literatura
rabínica, el que se caracteriza por un determinado
comportamiento, que va unido a la fidelidad y es,
por eso, el signo distintivo más importante de la
justicia (O. Michel: DTNT, vol. II, 178).
Pues bien, si esto es lo que se pensaba de la fe cuando
Jesús andaba por el mundo, resulta comprensible que los
evangelios sinópticos se refieran a la fe como antes he
indicado: se puede afirmar que el hombre, que tenía más
fe que nadie, era un militar romano. Y por la misma
razón se puede asegurar que los discípulos no tenían fe.
Por lo visto, el centurión se fiaba a ciegas de Jesús,
mientras que los discípulos y apóstoles dudaban de él o
no estaban seguros de que la forma de vivir de Jesús
fuera la adecuada para el Mesías.
El ejemplo más claro, a este respecto, es el
enfrentamiento que tuvo Pedro con Jesús a renglón
seguido de su confesión sobre el mesianismo de Cristo
(Mc 8, 27-30 par). El enfrentamiento fue tan fuerte que
Jesús le dijo a Pedro que era un “Satanás” (Mc 8, 31-33
par). Pedro no acababa de creer porque no estaba de
acuerdo con la forma de vivir que llevaba Jesús. Y, sin
embargo, eso es tener fe: vivir de acuerdo con los
valores que asumió y vivió Jesús.
Así las cosas, ¿qué ocurrió? Más de treinta años antes
de redactarse los evangelios, Pablo de Tarso empezó a
publicar sus cartas y a difundir sus ideas sobre la fe.
Para Pablo, la fe es la fuerza que nos salva. Pero no se
trata, como en los evangelios, de la salvación del
sufrimiento humano en esta vida (“tu fe te ha
salvado”), sino de la salvación del pecado y de la
condenación en la otra vida.
Es la tesis que Pablo resume en Rom 3, 21-31, cuya idea
central es ésta: Dios “justifica” (perdona y salva) al
hombre pecador “por la fe, independientemente de la
observancia de la ley” (Rom 3, 28).
Con diversas fórmulas, Pablo repite esta idea con una
frecuencia que llama la atención.
(Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1, etc; Gal 2,
16. 20; 3, 7. 9-12, etc; Ef 2, 8; 3, 12…)
Sin duda, era una idea clavada en la teología de Pablo,
como idea-eje de su pensamiento religioso. Así, la fe
quedó orientada hacia el “más allá”, a la “otra vida”, a
realidades intangibles que nadie puede saber (y menos
demostrar) si son o no son verdad, como sí sabemos y
demostramos que es verdad el sufrimiento que padece un
enfermo o el desprecio que soporta un mendigo.
El fondo del problema está en que Pablo no conoció al
Jesús terreno. Pablo sólo conoció al Resucitado, cosa
que él repite varias veces (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1;
15, 8; 2 Cor 4, 6).
Es más, Pablo afirma que el Cristo “según la carne” no
le interesa (2 Cor 5, 16).
Pablo no menciona, ni se preocupa, por los conflictos
que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su
pueblo. Pablo, por tanto, no da indicios de que le
interesara saber las razones por las que Jesús fue
ejecutado en una cruz. Pablo estaba convencido de que
quien tomó la decisión de la muerte en cruz de Jesús no
fue la autoridad humana de los sacerdotes del templo,
sino que fue la autoridad divina del Padre del cielo:
Cristo “murió por nosotros según las Escrituras” (1 Cor
15, 1-3).
Porque fue Dios quien “no perdonó ni a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). O
sea, Jesús fue un hombre programado por Dios para
sufrir y cuya tarea central no fue la liberación
profética ante los poderes de este mundo, sino la
obediencia victimaria ante la implacable decisión de un
Dios justiciero.
Ahora bien, un Dios así es duro de tragar. Y el proyecto
de ese Dios, más duro aún. Pero el hecho es que la
teología cristiana nos presenta así a Dios y lo que Dios
quiere. Es una cuestión central en la fe de los
cristianos. Eso es lo que los cristianos tenemos que
aceptar.
De donde resulta que, desde el punto de vista de lo que
puede aceptar la mente del común de los mortales, la fe
puede ser vista, no como una virtud, sino como un vicio,
un fallo del aparato cognitivo.
(J. Mosterín, Los cristianos, Madrid, Alianza,
2010, 68-69).
Porque, si la fe consiste en aceptar lo que acabo de
explicar, entonces la fe es creer, aceptar como
verdadero, lo que no podemos ver ni comprobar, ni
demostrar en modo alguno, creer lo absurdo, creer lo
increíble, creer que el mejor Padre quiere y espera de
nosotros, sus fieles, el dolor, el sufrimiento, el
fracaso y la muerte.
Con el agravante de que todo eso tiene que ser visto,
aceptado y vivido como un bien, como un regalo de la
“bondad de Dios”.
Y, lo que es más complicado, todo eso se nos presenta
de forma que el que no lo acepta es “ateo”, “hereje”,
“infiel”, “culpable”, “pecador”, que merece la condena
eterna...
Porque esto es lo más complicado de la fe de los
creyentes: que tienen que someter su mente y las
convicciones más decisivas de su vida a una autoridad,
la autoridad jerárquica del papa y de los obispos, que
están convencidos de tener el derecho y el deber de
obligar, de someter, las mentes de sus fieles a
aceptar todo lo dicho, sin dudarlo de verdad, sin
discutirlo en serio.
Porque el papa y los obispos se nos presentan como la
autoridad que representa y expresa, en este mundo, la
autoridad absoluta de Dios.
La situación actual de la fe
No parece exagerado afirmar que la fe cristiana no se
vio jamás en una situación tan confusa y tan
problemática como la que estamos viviendo en nuestro
tiempo.
El papa y los obispos explican el abandono creciente de
la fe y de las prácticas religiosas, que va aumentando
en los países más ricos, por el laicismo, el
relativismo, el hedonismo y, por supuesto, el
anticlericalismo y la persecución religiosa que soporta
la Iglesia y el hecho religioso en general.
Al echar mano de esta explicación, el papa y los obispos
culpan a los ateos y a los hombres sin religión de los
males y las crisis que aquejan a la religión. Pero,
fuera de muy contadas excepciones, no reconocen su
propia responsabilidad en la creciente y preocupante
crisis religiosa que estamos viviendo en los países de
cultura occidental.
Y conste que, cuando hablo de la responsabilidad de los
jerarcas eclesiásticos, no me refiero primordialmente a
cuestiones de moralidad (escándalos en asuntos de
economía, de abusos sexuales...), sino a problemas
doctrinales.
Y esto, en un sentido muy concreto, a saber: el
Magisterio Eclesiástico sigue presentando la fe
cristiana como un asunto puramente doctrinal.
El comportamiento de la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe es “ejemplar” en este asunto. Tener fe
es cuestión de obediencia y sumisión. Es, ante todo,
sometimiento de la razón a muchas cosas indemostrables e
incluso contradictorias, no sólo con los postulados de
la ciencia, sino incluso con el sentido común.
Es, además, obediencia a no pocas cosas que impone la
Jerarquía eclesiástica, y cosas además que entran en
conflicto con derechos fundamentales de todo ser humano,
como es el caso de la aplicación, dentro de la Iglesia,
de los derechos humanos.
Y tener fe es también practicar sumisamente un conjunto
de rituales y normas religiosas que provienen de tiempos
inmemoriales y que, a duras penas, entienden y explican
los estudiosos y eruditos en esas cuestiones que cada
día interesan a menos gente.
Pues bien, desde el momento en que la autoridad
eclesiástica entiende, enseña y defiende con rigor la fe
tal y como acabo de indicar, sucede lo que estamos
viendo a todas horas:
la fe cristiana se ha separado de la
vida, se ha alejado de la vida y, con demasiada
frecuencia, no tiene nada que ver con la vida que lleva
la mayoría de la gente, empezando (tantas veces) por la
gente “religiosa”, y acabando (con frecuencia) en el
caso de tantas y tantas personas, que no quieren saber
nada de la fe de la Iglesia, pero resulta que son
ciudadanos ejemplares y buenas personas a carta cabal.
Así las cosas, nada tiene de extraño que haya
“creyentes”, que viven de espaldas al Evangelio de
Jesucristo. De la misma manera que hay “ateos”,
“agnósticos”, “anticlericales”..., que son gente cabal.
Por tanto, el conflicto está servido. Al plantear este
conflicto, no he pretendido, ni atacar a la Iglesia, ni
poner en duda el Evangelio, ni desautorizar a san Pablo.
Sólo he pretendido una cosa: poner en evidencia que la
fe cristiana, tal como se nos presenta y se nos enseña,
es una “fe hipotecada” por problemas de fondo muy
serios. Problemas que la cultura de nuestro tiempo no
acepta ni soporta.
Lo cual quiere decir que, mientras no levantemos esa
hipoteca, seguirá habiendo personas que se ven como
ateos, pero que tienen tanta fe como el centurión romano
de Cafarnaúm.
De la misma manera que seguirá habiendo creyentes, y
hasta defensores de la fe, que creen de verdad en su
poder, en su imagen pública y en su seguridad económica.
Porque ésos, y no otros, son los principios
determinantes de su vida. A fin de cuentas, nuestras
creencias son nuestras convicciones. Y
nuestras convicciones se verifican en lo que hacemos o
dejamos de hacer.
José M. Castillo