INVESTIGAR O SOMETERSE, HE AHÍ EL DILEMA
La Teología, con mayúscula, la disciplina académica que
presumía antaño de ser la emperatriz de las ciencias,
aparece hoy encerrada en una capilla de catequistas
repitiendo lo que el Vaticano decide en cada momento.
Es solo una apariencia. Grandes pensadores cristianos
producen su obra cobijados en centros universitarios
laicos, o publican en editoriales libres de control
eclesiástico.
Un ejemplo es el teólogo suizo Hans Küng, perito del
Concilio Vaticano II junto a Joseph Ratzinger. Execrado
sin contemplaciones por Roma, que le retiró incluso la
categoría de "teólogo católico", Küng sigue siendo una
referencia mundial. Este mes de enero será investido
doctor honoris causa por la Universidad a Distancia
(UNED), a propuesta de su Facultad de Filosofía.
En España funcionan ya una docena de centros superiores
donde la Teología o las ciencias de las religiones no
tienen tufillo eclesiástico alguno. Son cátedras creadas
sin interferencia religiosa y dirigidas por profesores
de plantilla de las propias Universidades. Entre otras,
cuentan con centros de ese tipo las Universidades
Complutense y Carlos III (Comunidad de Madrid), la Pablo
de Olavide (Sevilla), la Pompeu Fabra de Barcelona, la
Universidad de Valencia y la cátedra de Filosofía de la
Religión e Historia de las Religiones en la propia UNED.
La pérdida del tradicional monopolio teológico de la
jerarquía católica ha sido pacífica. Nadie discute ya la
competencia del Estado para crear facultades de
Teología, y mucho menos la existencia de Universidades
católicas con igual fin. No siempre fue así. La
sabiduría popular, la más afectada por las feroces
guerras de religión que asolaron Europa durante siglos,
acuñó la expresión "¡Y se armó la de Dios es Cristo!",
para escenificar las consecuencias de las disputas
teológicas sobre si Jesús de Nazaret era hijo de Dios, y
no un simple mesías.
Viejos recuerdos de la Inquisición, entre otros. Ahora,
la Iglesia de Roma tiene un núcleo irrenunciable de
doctrina y lo guarda con siete llaves, sin discusión,
pero sin violencia. Hacia fuera, sin embargo, florecen
teólogos que escapan de la caverna, liberados de
amenazas de tortura u hoguera. Son pocos, pero suelen
tener el favor del público. Es la atracción de la
disidencia.
Entre los que en España han pagado por la osadía de ser
libres destacan en los últimos años José María
Díez-Alegría, José María Castillo, Benjamín Forcano,
José Antonio Pagola, Juan Masiá y Juan Antonio Estrada,
apartados de la docencia mediante sinuosos procesos. El
último caso es el del teólogo franciscano José Arregi,
obligado a abandonar la congregación de Francisco de
Asís para evitar males mayores a sus superiores.
"Humiliter se subiecti". Se ha sometido humildemente.
Esta era la fórmula de sometimiento de los censurados
por Roma. Persiste. El Vaticano II suprimió en 1965 el
Santo Oficio de la Inquisición, pero ha resurgido con
fuerza, ahora con el nombre de Congregación para la
Doctrina de la Fe.
También hay un latinajo para enunciar la nueva
intransigencia. "Roma locuta, causa finita". Una vez que
Roma se ha pronunciado, el asunto queda zanjado. Es
difícil encontrar otra institución que trate de modo tan
desdeñoso a quienes defienden otros puntos de vista en
sus filas.
El Vaticano II proclamó que se habían acabado los
métodos del Santo Oficio -crueles, muchas veces
criminales, con decenas de miles de personas quemadas
vivas o asesinadas por otros medios-, ante el escándalo
de que tres de los principales papas del pasado siglo
hubiesen sido molestados por el inquisidor de turno como
sospechosos de herejía o desviaciones pastorales. Fueron
Benedicto XV, Juan XXIII y Pablo VI.
Grandes teólogos del famoso concilio también sufrieron
lo indecible en las garras del Santo Oficio. Décadas más
tarde, observaron con estupor que uno de los mejores
peritos del Vaticano II, el alemán Joseph Ratzinger, iba
a resucitar algunas de las prácticas inquisitoriales
repudiadas en 1965.
Fue el cardenal austriaco Franz König quien dio la voz
de alarma, y expresó bien alto su perplejidad. Lo hizo
cuando Ratzinger cayó sobre el teólogo jesuita belga
Jacques Dupuis por "desviaciones doctrinales" en el
libro Hacia una teología cristiana del pluralismo
religioso.
En una disputa con Ratzinger muy jaleada en los medios
católicos, el gran König salió al quite.
"Mi función no consiste en aconsejar a la congregación
doctrinal, pero no puedo permanecer en silencio, porque
se me parte el corazón cuando veo hacer un daño tan
obvio al bien común de la Iglesia de Dios. La
Congregación tiene perfecto derecho a salvaguardar la
fe, aunque aún lo haría mejor si la promueve. El
presente caso, sin embargo, es un signo de que se están
extendiendo la desconfianza y la sospecha respecto de un
autor que tiene las mejores intenciones y que ha
adquirido grandes méritos en su servicio a la Iglesia
católica."
Franz König, En defensa del P. Dupuis.
König, uno de los grandes aperturistas del Vaticano II,
tenía motivos para decirse escandalizado. No solo se
estaba pisoteando la proclamación conciliar de la
libertad religiosa y de conciencia, sino la idea de que
se debía proteger el trabajo de los teólogos. König
llegó a recordar a Ratzinger el discurso de Pablo VI a
la Curia romana en pleno concilio:
"Tenemos que aceptar con humildad la crítica, con
reflexión y también con reconocimiento".
Ratzinger sostenía entonces la misma idea. Escribió en
1968:
"Aún por encima del Papa se halla la propia conciencia,
a la que hay que obedecer la primera, si fuera necesario
incluso en contra de lo que diga la autoridad
eclesiástica. Lo que hace falta en la Iglesia no son
panegiristas del orden establecido, sino hombres cuya
humildad y obediencia no sean menores que su pasión por
la verdad, y que amen a la Iglesia más que a la
comodidad de su propia carrera."
Estas palabras se las llevó el viento nada más acceder
Ratzinger, en 1981, a la presidencia de la Congregación
doctrinal, convertida poco a poco en férrea policía de
la fe. Desde entonces, la Teología es tratada como la
criada del magisterio episcopal.
Obediencia y unidad son las palabras que lo justifican
todo. Y, también, la voluntad de Dios. Pero los teólogos
no hacen caso. Siguen en esto al Evangelio, más que a
sus superiores. Lo sostiene Hans Küng, compañero y amigo
de Ratzinger cuando coincidieron como docentes en la
Universidad alemana de Tubinga.
"Tampoco Jesús obedeció a ciegas. Ya con 12 años, en el
templo, demostró que no obedecía ciegamente a sus
padres".
La verdad os hará libres, proclama Jesús. Es en nombre
de esa libertad que el teólogo Küng se rebeló.
"No podía seguir otro camino, no solo por la libertad,
que siempre me fue querida, sino por la verdad, que está
por encima de mi libertad. Si lo hubiera hecho, habría
vendido mi alma por el poder en la Iglesia".
Durante siglos, la Iglesia romana se opuso a la
traducción de los textos sagrados a las lenguas de cada
pueblo. Cuando Lutero publicó la Biblia en alemán, el
Papa arreció en sus exigencias de que le llevasen a Roma
la cabeza del monje agustino.
Con las ideas de Jesús en manos del pueblo, Roma no
podría justificar su poder terrenal, ni sus pompas y
vanidades, ni el afán de dominación, o la marginación de
la mujer. Por eso, sostiene Küng:
"Parece que Jesús goza de mayor estima fuera de la
Iglesia que dentro de ella".
"Nunca se pregunta [la Iglesia] qué hubiera hecho o
dicho Jesús; tal pregunta resulta en ese contexto tan
extraña, que la mayoría la juzgaría poco menos que
absurda".
Lo destacó bien alto el teólogo José María Díez-Alegría,
expulsado de la Universidad Pontificia Gregoriana, de
Roma, y refugiado en una de las chabolas del Pozo del
Tío Raimundo, junto al mítico José María Llanos.
"Jesús entró en Jerusalén a lomos de un borrico. Los
Papas viajan coronados con la tiara pontificia".
No ha habido un solo aspecto de la vida en que la
Iglesia no se creyese con derecho a dar su dictamen e
imponerlo.
Monarcas autocráticos, los Papas practicaron durante
siglos la doctrina de Gregorio VII en Dictatus Papae, de
1075: solo el romano pontífice puede usar insignias
imperiales, "únicamente del Papa besan los pies todos
los príncipes", solo a él le compete deponer
emperadores, sus sentencias no deben ser reformadas por
nadie mientras él puede reformar las de todos.
El último de esos emperadores (o así se creía), fue Pío
XII, soberano entre 1939 a 1958. Obsesionado con el
protocolo tradicional, los funcionarios debían
arrodillarse cuando el Papa empezaba a hablar, dirigirse
hacia él arrodillados y salir de la habitación caminando
hacia atrás.
Son recuerdos del brasileño Leonardo Boff, forzado a
abandonar la orden franciscana.
"Mi experiencia de 20 años de relación con el poder
doctrinal es esta: es cruel y despiadado. No olvida
nada, no perdona nada, exige todo. Y para alcanzar su
fin, se toma el tiempo necesario y elige los medios
oportunos."
Boff nunca olvidará que incluso intentaron quemar sus
libros. Después de muchas disputas, silencios y
humillaciones, llegó el día en que tuvo "la sensación de
haber llegado ante un muro". Entonces, abandonó también
el sacerdocio.
"Hay momentos en que una persona, para ser fiel a sí
misma, tiene que cambiar. El mismo Jesús fue muerto por
decir que no todo es lícito en este mundo. No todo es
lícito en la Iglesia. Existen límites intraspasables: la
dignidad y la libertad de la persona. Dejé el ministerio
sacerdotal, no la Iglesia. Me alejé de la Orden
Franciscana, no del sueño tierno y fraterno de san
Francisco de Asís. La Iglesia jerárquica no posee el
monopolio de los valores evangélicos ni la orden
franciscana es la única heredera del Sol de Asís."
El hoy papa Benedicto XVI fue profesor de Boff en Munich
(Alemania) e incluso le dio de su bolsillo dinero para
que pudiera publicar la tesis doctoral porque la
consideraba una gran aportación teológica.
"Ratzinger es una persona muy compleja y, a la vez, muy
negativa para la Iglesia. Es un hombre muy influido por
la teología agustiniana, con una visión pesimista del
ser humano. No es un hombre que ilumine el camino, sino
que lo oscurece, impidiendo transitar por él. Dudo que
crea en el ser humano y, por tanto, dudo también que se
fiase de mí. Por eso me condenó".
"Gestapo eclesial", "máquina de estrangular", "camarilla
indecente e ignorante"... He aquí algunos calificativos
contra la inquisición romana en boca del dominico
francés Yves Congar. Apartado de la enseñanza, mandado
al exilio, humillado, Congar llegó a sentirse destruido,
al borde del suicidio.
"Se me ha desprovisto de todo aquello en lo que he
creído y a lo que me he entregado."
Resistió y venció. Como compensación a los años de
silenciamiento y en reconocimiento a su profundidad
teológica (uno de los grandes inspiradores del Vaticano
II), Juan Pablo II lo hizo cardenal en 1994. De Congar
es esta frase:
"Se puede condenar una solución, pero no se puede
condenar un problema."
El jesuita Juan Masiá, expulsado de la cátedra de
Bioética en la Universidad Pontifica de Comillas,
sostiene que la Iglesia católica habla de derechos
humanos hacia fuera, pero no los respeta dentro.
"Renunciar al espíritu inquisitorial es una asignatura
pendiente. Cuando impera un sistema de pensar -en
realidad, de no pensar- estrictamente regulado por los
cánones de la ortodoxia, quien quiera medrar en su
escalafón no tendrá otro recurso que callarse.
La perfecta ortodoxia llevada al extremo daría
sobresaliente al silencio y notable a la repetición de
papagayo; un aprobado por los pelos a quien insinúe
tímidamente preguntas prohibidas. Y, desde luego, un
suspenso a todo disentir, por muy fiel, responsable,
inteligente, meditado y ponderado que sea".
Juan G. Bedoya
Enero 2011