DIGERIR, PARA ASIMILAR
La vida es una eterna
sucesión de vida-muerte-vida. Todo lo que nace y crece,
pasa permanentemente por situaciones de creación, que en
sí misma requiere dos caras, la destrucción y la
construcción.
Pongamos como ejemplo el
proceso digestivo. Que quede claro que de esto no
entiendo mucho… No esperen grandes definiciones
biológicas… Pero me sirve para pensarme como un cuerpo
que sostiene toda la que soy, y para iluminar cómo puede
funcionar mi humanidad entera…
El objetivo de la
digestión sería obtener por un lado energía, para
gastarla en mantener los procesos vitales; por otro,
materia, para hacer crecer y renovar la estructura, para
hacerla carne, huesos, en fin, células nuevas. Y
finalmente, reconocer y desechar lo que no sirve, para
expulsarlo a tiempo y que no nos enferme.
Tres necesidades
centrales también en lo no biológico: fuerza vital para
desplegar-nos; crecimiento y consistencia de la
identidad; descarte de lo nocivo.
Lo que recibimos del medio -en forma de alimentos, pero
también hechos cotidianos, encuentros con otros,
frustraciones, alegrías…- requiere de un trabajo activo
de transformación para que lo podamos aprovechar para
nutrirnos.
Aquello que no digerimos, sale tal como entró, sin
modificarnos, se nos pasa de largo; del mismo modo que
algunos cereales, situaciones de vida que podrían ser
“acontecimientos” podemos desperdiciarlas, perdernos su
riqueza por pasarlas apresuradamente, sin trabajarlas…
La clave de vivir no está en que nos pasen muchas cosas,
sino en cuánto asimilamos. Así que, tarea ardua a veces,
la “digestión”, para poder incorporar lo que vivimos,
vale el esfuerzo.
El proceso consiste en descomponer en partes más
pequeñas lo recibido; en diferentes órganos, cada uno a
su estilo, el organismo se ocupa de separar y
fragmentar. La masticación y la digestión química
consisten en lo mismo; disoluciones de lo que llega, en
partículas cada vez más pequeñas y más simples…
Me maravilla que para construir, necesitemos siempre
despedazar. A veces nos asustan tanto las rupturas, los
quiebres… y sin embargo, parece ser el único modo de que
lo atado se libere…
Sólo podemos incorporar aminoácidos, monosacáridos,
vitaminas, los elementos más sencillos, y para llegar a
ellos debemos destruir una y otra vez las enormes
moléculas de proteínas, los pesados lípidos, los
azúcares… Los aminoácidos, expresión mínima de las
proteínas que conforman nuestra anatomía, terminan de
separarse entre sí para poder ser absorbidos, por el
aporte de agua. Es decir, el agua se “entromete” en el
proceso, y convoca al hidrógeno y al oxígeno a
reasociarse en agua nueva. Así se destruyen las uniones
y los nutrientes quedan liberados, para poder ser
incorporados al flujo vital.
Y Él nos dice “Yo soy el agua viva”… Aquello que
destroza, también procede de su amor incondicional, que
nos invita a confiar en lo que muere, como momento
indispensable para que algo nazca…
Observar nuestras experiencias e intentar desmenuzarlas,
para ir extrayendo los sentimientos y emociones que
provocan, los recuerdos que nos despiertan, qué nos
dicen de nosotros mismos y del Dios que nos habita,
parece ser un modo privilegiado para que la vida no se
nos pase de largo.
Necesitamos elementos mínimos para poder absorberlos,
para que comiencen a viajar por nuestra sangre, y
recorran nuestra vitalidad entera, se dispersen por
todos los rincones de lo que somos, y renueven la vida
de cada una de nuestras células. Y hagan crecer, y
enriquezcan, y estiren los huesos, para que seamos más
grandes, lleguemos más lejos. Y llenen de energía
nuestro día a día, para que no nos cansemos de apostar…
Pareciera que la vida, la humanidad, para poder sostener
su frescura y para expandirse, necesita este doble
juego. Una cara o un momento del ciclo consiste en ir
uniendo lo que está separado, desde lo más mínimo (el
carbono, el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno); en
esta unión primordial surgió la vida por primera vez, y
sigue surgiendo, milagro de lo que explota, fecundidad
abierta.
Como una necesidad imperiosa de lo que está vivo, estas
moléculas, o estas experiencias, van combinándose con
otras para ir construyendo juntas estructuras cada vez
más complejas y con posibilidades mayores. Lo vivo busca
encontrarse, para enriquecerse y hacerse capaz de
generar lo nuevo.
Pero hay otro momento, más “oscuro”. Para que la vida
siga su curso, no puede quedar detenida. Las moléculas
que permanecen siempre iguales a sí mismas, son las
inorgánicas; cristalizadas, sin mayores modificaciones,
inertes… Lo vital permanece siempre en movimiento,
necesita del cambio que lo define como orgánico.
Requiere atreverse a separar las uniones y volver a lo
mínimo, a aquello tan universal que pierde identidad.
Sentimos que dejamos de ser nosotros mismos, cuando la
angustia nos acosa al punto de sentir que nada se
sostiene. Hay momentos en que nos sentimos sin
consistencia, sin estructura que nos haga soporte…
volátiles, gases sueltos en el aire…
Sin embargo, arriesgarnos a llegar a ese punto de
despojo es el único modo de liberar lo que estaba
rigidizado. De que lo que quedó sin unión alguna,
empiece a buscar ansiosamente un nuevo modo de
asociarse. De que se formen estructuras nuevas…
proteínas renovadas, que “construyen estructura”.
El carbono, elemento ínfimo de lo vivo, no tolera
demasiado andar desenlazado, y empezará a generar
espacios de encuentro, promesa de vida nueva, uniones
distintas, con la energía de lo naciente, que se
combinarán a su vez con otras, y se complejizarán, y se
desbordarán en re-creación…
El único modo de multiplicar la vida, es entrar en su
dinámica propia, que es construcción y ruptura, unión y
disgregación para conseguir combinaciones más ricas… La
búsqueda de nuestra propia abundancia se juega en
abrirnos, dejarnos descomponer y recomponer.
Confiadamente…
Sandra Hojman