¿Año nuevo o repetición?
“Nada hay
nuevo bajo el sol". Podría ser la expresión que reflejara el
escepticismo con el que abordamos el
año
nuevo. Cada año repetimos el viejo ritual,
simbolizado por las uvas y las campanadas del reloj, aun a
sabiendas de que lo más probable es que casi nada cambie,
que el año naciente sea una repetición del que despedimos.
Y es que
desde la Antigüedad siempre hemos tenido conciencia del
paralelismo entre la naturaleza, que siempre repite las
mismas estaciones, y la historia humana, con un tiempo
cíclico y el eterno retorno de lo mismo, que vacía de
contenido el progreso. Siempre nos bañamos en el mismo río,
aunque éste cambie continuamente. Desde esa experiencia
hablamos de la rueda del destino, que marca acontecimientos
necesarios, que se imponen contra nuestras expectativas de
cambio.
Sin embargo, las expectativas de cambio son tan viejas como
el hombre. La ruptura con la concepción cíclica del tiempo
vino a Occidente de manos de la Biblia. El tiempo lineal; la
conciencia del pasado, presente y futuro; la apertura al
progreso y a una historia cambiante, la idea de una meta
última de la vida, es lo que aportó la vieja fe bíblica.
Desde la concepción de un Dios que interviene en la historia
y del hombre como su agente, libre para responder o no a la
inspiración divina, surgió la ruptura con la fatalidad del
tiempo. Sobre ella se asienta Occidente y las bases de la
sociedad moderna.
Hubo una secularización de la concepción cristiana del
tiempo, de la escatología, y una sustitución del Dios
providente, por el hombre constructor de progreso y motor de
la evolución. La revolución científico- técnica, la
insistencia en la praxis transformadora (más que en la
especulación teórica) y la planificación del desarrollo se
insertan en esta dinámica.
Y es que
Europa no puede comprenderse sin la vieja aportación de las
religiones bíblicas. Detrás de la sociedad increyente,
secularizada y laica, hay mucha más teología de lo que
aparece a primera vista. Las sombras de Dios son alargadas,
decía Nietzsche, y si creemos que la historia tiene un
sentido, seguimos afirmando al Dios bíblico, a pesar de que
proclamemos que Dios ha muerto.
El problema, sin embargo, no es la secularización ni la
"muerte cultural de Dios". Si la historia tiene un sentido,
el que le damos los hombres, es porque sabemos qué hacer,
cómo hacerlo y tenemos una meta a la que nos dirigimos. Al
progreso hay que darle un contenido y a la historia
ofrecerle un proyecto de liberación.
La
ciencia ofrece, a lo más, instrumentos para realizarlo, pero
no nos dice qué es el bien y el mal, que es lo mejor y lo
peor para el hombre. La sociedad emancipada, la humanidad
sin clases, la patria común de igualdad-fraternidad y
libertad, han sido nombres que hemos dado en el pasado al
proyecto europeo. Para que haya
año
nuevo tenemos que seguir dándole nombres,
planificando el futuro, y proponiendo metas.
Y ahí está el problema. Algunos dicen que Europa está muerta
en cuanto respecta al futuro. Que es como la vieja Grecia
clásica, un pasado esplendoroso que recordamos desde la
carencia de futuro. Y es que hemos producido la sociedad más
rica de la historia, pero la paradoja está en que cuando
tenemos resueltas nuestras necesidades fundamentales, y
muchas secundarias, nos quedamos sin proyecto más allá del
consumo y el aumento indefinido de la renta per capita.
Cuando
más podemos, porque la revolución científica permite cambiar
la selección natural y orientar la evolución histórica, nos
falta un proyecto ético, humanista, político, y también
religioso, que se pueda convertir en una meta de futuro.
¿Es que
la vieja Europa carece de ideales y reservas espirituales,
desde las que seguir construyendo futuro? ¿Es que no tenemos
nada que ofrecer a las generaciones jóvenes, más que
pan y
circenses? ¿Es que la prosperidad económica nos
aísla del resto de la humanidad y nos incapacita para
presentar proyectos universales?
Éstas y otras preguntas parecidas surgen dentro y fuera de
Europa. Hay esperanza de que el viejo Occidente pueda seguir
luchando por una humanidad mejor y ofrecer proyectos
novedosos, desde los que responder a los grandes retos de la
globalización, la cultura planetaria y la sociedad
postmoderna. Pero hay también miedo a una Europa próspera y
cansada, sin proyectos de futuro, sin ideales universales ni
un humanismo novedoso.
Preocupa
que se repita el ciclo de civilizaciones decadentes, que
ayer fueron esplendorosas. Y de ahí depende que el
año
nuevo lo sea verdaderamente, porque lo será si
hay una revolución política, ética, humanista y espiritual
que vaya más allá de la cultura basura y la sociedad
consumista. De ahí depende también que las jóvenes
generaciones tengan futuro.
Juan A. Estrada