CÓMO SE HACE UN TERRORISTA
Un terrorista es siempre un fanático. Puede haber
terroristas de muy distinto calibre y de diversa intensidad.
Pero siempre, lo común a todos los terroristas y en lo que
todos coinciden es el fanatismo.
Por eso, para saber cómo se hace un terrorista, lo más
esclarecedor es saber cómo ese individuo se fanatiza hasta
el extremo de provocar el terror extremo y con la conciencia
de que eso, y no otra cosa, es lo que tiene que hacer en la
vida.
De la misma manera que para saber cómo un sujeto o un grupo
de personas puede abandonar el terrorismo, lo más necesario
y lo más importante es tener claro, muy claro, cómo los
fanáticos pueden abandonar su fanatismo, si es que alguna
vez pueden dar semejante paso.
Me explico. “Fanatismo” viene del latín “fanum”, que es lo
“sagrado”. Por eso, se considera “profano” lo que no es
sagrado ni sirve para usos sagrados, de forma que es
puramente secular. También es profano el que no muestra el
debido respeto a las cosas sagradas.
Esto nos está diciendo hasta qué punto el fanatismo tiene
que ver con la religión, por más que el fanático asegure que
no cree en Dios y que las cosas religiosas o todo lo que
huele a sagrado le importa poco o incluso le produce rechazo
y hasta le da asco.
En cualquier caso, la conexión inevitable entre el fanatismo
y la religión se explica desde el momento en que sabemos que
la religión y lo sagrado son las mediaciones que nos
vinculan con “lo absoluto”, ya se trate del Absoluto-Dios o
de los absolutos que nos relacionan con los dioses seculares
que la gente se organiza en esta vida.
Dioses que pueden ser - y son - muchos más de los que
podemos imaginar, desde el dios-dinero, el dios-política, el
dios-nación, el dios-deporte.... hasta dioses tan
repugnantes como tiránicos, ya sea la droga, el machismo, la
pederastia o incluso el dios menudo y raquítico del que se
endiosa a sí mismo y, por tanto, pretende estar siempre en
el centro, llevar siempre la razón y, por supuesto, jamás
dar su brazo a torcer.
Como se ha dicho muy bien, la semilla del fanatismo brota
siempre al adoptar una actitud de superioridad moral que
impide llegar a un acuerdo (Amos Oz). Por eso, con el
fanático nunca es posible pactar. Porque, para un fanático,
es traidor todo el que cambia, el que cede y, más aún, el
que concede.
Pero no sólo eso, según el mismo Oz, la esencia del
fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a
cambiar. Y por cierto, a cambiar en un sentido y en una
dirección extremadamente peligrosa. Porque el verdadero
fanático piensa que la justicia, se entienda como se
entienda la palabra justicia, es más importante que la vida.
Ahora bien, cuando surge este tipo de persona, ya tenemos un
terrorista. Que puede ser el terrorista que mata, aunque
para matar sea necesario matarse a sí mismo. O también puede
ser el gobernante de altos vuelos que, para defender la
“justicia infinita”, organiza una guerra de mil demonios en
la que ya resulta imposible contar los muertos.
Como es lógico, un tipo de persona, que es capaz de hacer
semejantes barbaridades con la conciencia del deber
cumplido, no se hace de la noche a la mañana. Hacer un
terrorista lleva su tiempo, mucho tiempo. Porque el fanático
íntegro necesita años de formación sólida, dura, firme y sin
fisuras.
Por eso, para hacer un fanático, lo más eficaz es empezar
pronto. Y lo mejor, sin duda, es si la “educación” fanática
se inicia desde el niño que empieza a sentir y a pensar.
Para ello, lo primero es inocular al niño sentimientos
relacionados con lo absoluto, como si se tratara de algo
sagrado, algo de lo que jamás se duda ni se discute (una
religión laica).
Lo segundo es vincular estos sentimientos, no necesariamente
con Dios y con la religión, sino con la raza, con la nación,
con la patria, tres palabras que se sacralizan y, por tanto,
se absolutizan.
Lo tercero es anatematizar toda duda, toda debilidad, toda
concesión.
Lo último y definitivo es anteponer todo eso a cualquier
otra cosa, incluso a la vida y, por supuesto, a los
presuntos derechos o dignidad de todos cuantos no coinciden
exactamente con el ideario fanático.
Con frecuencia, en una persona hecha según ese esquema y ese
patrón, brotarán sentimientos de rechazo visceral, de
intolerancia absoluta, de venganza o, al menos,
resentimientos inconfesables. El paso siguiente e inevitable
es el odio.
Y lo peor del caso es que todo eso se reviste y, por tanto,
se vive como una mística, que motiva, que impulsa, que da
fuerzas para el heroísmo hasta en circunstancias extremas y
que, por eso mismo, centra y concentra todas las energías de
la persona en el logro de su ideario convertido en ideal.
Cuando se alcanza este punto de “perfección”, ya tenemos el
terrorista cabal. La obra está terminada. Y a partir de
entonces, comienza la masacre, si es posible o cuando es
posible.
Sería apasionante analizar este proceso en sus niveles más
rebajados, más “ligth”, más cotidianos. El fanatismo que
surge por todas partes, con modales más silenciosos, más
civilizados. El fanatismo que está presente en nuestro
círculo de amigos, en nuestra comunidad, en nosotros mismos.
Hoy me limito a terminar con esta consideración: es
necesario que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado
luchen contra el terrorismo más fanático y violento. Pero
con eso no basta. Más importante que eso es vigilar la
“formación” terrorista que se imparte en familias, grupos y
escuelas.
Un Estado, que no vigila la educación que reciben los
ciudadanos desde niños, no toma en serio la responsabilidad
de acabar con el fanatismo, incluido el fanatismo que todos
llevamos dentro. Porque ahí es donde se gesta el
terrorismo.
José M. Castillo