Con las botas puestas…
Jubilarnos, sí, cuando la arboleda semeje larga, cuando las
rodillas se doblen y no aguanten el cuerpo; cuando
aporreemos el teclado con dedos temblorosos; cuando no
distingamos las teclas, las ideas, cuando las frases se
nublen y el horizonte nos abrace.
Jubilarnos, sí, cuando el aliento falle y el viento nos
tumbe. Jubilarnos agotados la víspera de partir, con tiempo
justo para preparar el largo viaje, para hacer la maleta,
para echar un guiño al Cielo…; con tiempo medido para
estrechar a los cercanos, saludar los árboles, acariciar el
perro y bendecir la vida.
Jubilarnos, sí, cuando los pasos tropiecen y los ojos se
apaguen. En el más tardío otoño, cuando el cuerpo marchito
se preste a entregarse y nutrir a la Madre Tierra. Cuando el
Sol se acueste y amanezca sólo dentro aún más radiante.
Jubilarnos, sí, con la bufanda al cuello, las botas puestas
y las manos encallecidas. No hay prisa de descanso. Aquí no
se acaban las playas. Ya habrá tiempo allí Arriba para
tumbona, parchises y cartas.
Podemos remar exhaustos hasta la otra orilla, apurar
nuestra entrega a la vida y al mundo. A los sesenta y siete
aún podemos dar “guerra” y servicio. Es posible cocinar a
fuego lento, limpiar con menos brío, barrer menos fino… Lo
que importa es mantener vivo el entusiasmo con la nueva luz
de cada día, afrontar con ilusión la apasionante aventura de
cada mañana…
Poco importa la edad oficial de jubilación. El debate se
podría más bien centrar en qué le ocurre a una ciudadanía
que en buena parte suspira por dejar de trabajar. ¿Puede
ser sostenible a largo plazo tanto abismo entre creación y
trabajo?
Algo falla en una sociedad en la que muchos/as de sus
trabajadores/as y profesionales suspiran para que se colmen
las ocho horas de cada día, los sesenta y cinco años
actuales hasta la jubilación. No podemos mirar tanto a un
reloj y al otro. ¿Es que tanto dista el disfrute de la
diaria tarea? ¿Es que tan carente de motivación está el
ejercicio de nuestra contribución al bien común?
Demasiada distancia entre ocio y trabajo, entre gozo y
tajo, entre arte y vida laboral. Será preciso cuestionar un
modelo social en el que el trabajo es tan denostado. Hasta
que afinemos las máquinas del mañana, hagamos de las tareas
más ingratas las tareas de todos, pero nadie debería pasar
las horas pendiente de unas manecillas, de una sirena.
Queremos debates más en profundo. Queremos que se empiece a
cuestionar en serio una civilización insostenible, pero que,
salvo matices, apuntalan tanto los de un lado como los del
otro.
Reflexionemos también sobre las reivindicaciones poco
sostenibles que estos días se airean y que no reparan lo
suficiente en el bienestar de quienes envejecerán pasado
mañana. Las generaciones que nos precedieron cuidaron de
nosotros y, sin embargo, nosotros nos resistimos a mirar
por las que vendrán después. La solidaridad es un concepto a
extender no sólo en la geografía, sino también en el tiempo.
Quienes aún no han nacido no tienen sindicato al que
afiliarse. Cierto que hay salarios sin pudor, pero ¿por qué
no apretarnos todos un poco el cinturón, si así salvamos
también la dignidad de las pensiones del futuro?
Cierto, no se le puede pedir más a quien sube de la mina o
baja del andamio. Su descanso ha de llegar más temprano.
Será también preciso velar por los derechos laborales, por
las conquistas sociales, pero, lograda la dignidad
incuestionable en el trabajo ¿habrá que apostar algún día
por algo más que el bolsillo o los brazos cruzados a los
sesenta y cinco? En algún momento el grito debe dar paso a
la visión, a la propuesta, al esbozo. ¿Para cuándo las luces
largas, el vislumbre de otro mundo?
En buena medida cada quien decide su atardecer, cierra sus
telones. Mientras suenan los tambores de la batalla para
defender los sesenta y cinco, otros borraríamos de nuestra
tapa la fecha de caducidad. No, no nos retire a los sesenta
y siete, señor Zapatero, no meta en nuestro bolsillo el
carnet de jubilado en la flor de la vida, cuando más
podremos ayudar por nuestra experiencia, cuando más podremos
servir a la comunidad con todo lo aprendido.
Koldo Aldai