ÉTICA     

                             
                              

 

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ELOGIO DEL RESPETO 

 

 

Cuando en nuestra sociedad estamos ya tan acostumbrados a que la política se haga a base de faltarse al respeto unos a otros; y cuando algo parecido ocurre en lo que se refiere a la religión, a la información, a la administración de justicia y a tantas otras cosas, hemos conseguido, por lo pronto, que la convivencia resulte tan desagradable que, a veces, se hace sencillamente insoportable.

 

Y además de insoportable, peligrosa. Porque, de seguir por este camino, se puede temer razonablemente que la crispación, de la que ya estamos bien surtidos, se pueda degradar hasta degenerar en fractura, división y cualquiera sabe si separación irreconciliable.

 

Mucha gente no ha caído en la cuenta de lo grave, lo peligroso que es faltarle al respeto a alguien. El respeto está antes que el amor, antes que la caridad, antes que la amistad, antes que la religión. Porque es lo primero, lo más básico, en las relaciones de unos con otros. Lo cual se comprende fácilmente.

 

El amor es una decisión libre, mientras que el respeto es una obligación necesaria. Por otra parte, el respeto a la persona es equivalente al respeto a sus derechos.

 

Ahora bien, un derecho es verdaderamente un derecho cuando su cumplimiento puede ser exigido ante un juez. En otras palabras, se puede decir que una persona tiene un derecho cuando, si en eso que se ve perjudicada, puede presentar una denuncia en el juzgado. Pero es claro que a nadie se le ocurre irse al juzgado de guardia para denunciar a alguien porque ya no es su amigo, porque ha dejado de quererle o porque no se ve tratado con delicada caridad. Estas cosas no se pueden denunciar porque no pertenecen al ámbito de la ley, sino al de la religión, la moral, la generosidad...

 

Para que la sociedad y la convivencia funcionen como es debido, lo primero que han de tener muy claro los ciudadanos es que, antes que caritativos, tienen que ser respetuosos. De la misma manera que, antes que ser buenos creyentes, tienen que ser buenos ciudadanos. La ciudadanía es un derecho y una obligación igual para todos. La creencia es una decisión libre para aquellos que libremente quieren asumirla.

 

Por eso resulta estrambótico que una persona, amparándose en motivos religiosos, se ponga a faltarle al respeto a quien no coincide con sus ideas o con sus principios morales. Es el caso de quienes, desde sus criterios tradicionales, se sienten con derecho a organizarles la vida a los demás, entrando en la privacidad de los otros, despreciando sus opiniones políticas, sus ideas religiosas o sus relaciones humanas.

 

En nuestra cultura occidental, durante siglos, el centro de la sociedad fue la religión. De ahí que, hasta el s. XVIII, los criterios de la Iglesia y de la moral católica se imponían con tal autoridad que, quien no estaba de acuerdo con lo que disponía la religión, era castigado y hasta podía ser quemado en la hoguera.

 

Lo malo del asunto es que todavía hay gente que, en el fondo, sigue pensando así. Y si no te queman en la hoguera, es porque eso ya no es posible. Pero si no coincides con lo que dispone la religión o las “buenas costumbres”, te queman con su lengua rígidamente conservadora de lo que antaño fue la medida con la que se medía a todo el mundo.

 

Hoy ya las cosas no son así, por más que algunos se resistan a aceptarlo. No vivimos en una monarquía absoluta, sino en un Estado de derecho en el que la carta magna por la que se rige la vida ciudadana es la Constitución.

 

En ella se dispone que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o moral” (art. 14). Y en el artículo 18, 1: “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. Lo que se dice aquí son derechos que tenemos todos los españoles por igual. Por eso el respeto a los demás exige el exacto cumplimiento de estos derechos.

        

Dos conclusiones se pueden deducir de lo dicho:

 

1) Es necesaria y urgente una buena educación para la ciudadanía. Por supuesto, tal educación se debe impartir de forma que sirva para unir a los españoles en lo que es común a todos. En cualquier caso, lo que parece indudable es que todos necesitamos ser educados, ante todo, como buenos ciudadanos. Las incesantes faltas de respeto que vemos, oímos y padecemos cada día nos están diciendo a gritos que es urgente educar a este país en aquello que constitucionalmente nos tiene que unir a todos.

 

2)  Es absurdo y contradictorio que, en ciertos ambientes, se hable tanto de amor, caridad, generosidad y hasta heroísmo, cuando, a renglón seguido, quienes tanto hablan de eso, no sientan escrúpulo alguno ante sus frecuentes faltas de respeto a todo el que no se somete a sus ideas, sus normas o sencilla-mente a sus intereses. Por eso confieso que me siento mal, muy mal, cuando oigo algunos sermones o leo algunos documentos en los que, con un lenguaje pomposo y dulzón, lo que en realidad se hace es atacar, agredir y humillar a quienes cometen el “grave delito” de pensar, hablar o vivir como al predicador de turno (clérigo o laico) no le gusta. Hacer eso es prestar el peor servicio que se puede hacer, no sólo a la educación para la ciudadanía, sino también a la educación religiosa.   

 

 

José María Castillo

 

El ideal, Granada, 29 de julio de 2007

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