LA ESPERANZA Y EL INFIERNO
El papa Benedicto XVI acaba de publicar una encíclica sobre
la esperanza cristiana. Es un tema excelente. Porque andamos
necesitados de esperanza, sobre todo en estos tiempos en
que, por tantos motivos, nos sentimos amenazados y abocados
a la desesperanza y, en algunos casos, a la desesperación.
El papa hace bien al ponderar todo lo positivo que ofrece al
mundo la esperanza propia de los cristianos. Sin embargo,
con todo respeto, me atrevo a decir que una esperanza mal
orientada puede ser un peligro.
Digo esto porque, por ejemplo, los terroristas suicidas, que
se quitan la vida matando a los que ellos consideran como
enemigos de sus creencias, hacen eso porque alguien les ha
metido en la cabeza que la muerte es cosa de un instante,
mientras que los gozos del paraíso eterno no tienen fin. Es
evidente que, en tales casos, la esperanza religiosa se
convierte en un peligro que da miedo.
Por supuesto, el papa no ha querido ni insinuar semejante
cosa. Pero no hubiera estado mal que, en lugar de recriminar
a la razón humana, a la Ilustración y a la modernidad,
Benedicto XVI nos hubiera puesto en guardia frente a excesos
de esperanza que “de facto” han sido agresiones inhumanas
contra los derechos de las personas. Un ejemplo elocuente:
el Concilio IV de Letrán (año 1215) decretó que, si un
enfermo se negaba a recibir los sacramentos de la Iglesia,
no debía ser atendido por el médico. La esperanza en la vida
eterna se anteponía a los derechos de la vida humana. Y eso
es lo que, sin darse cuenta, hace Benedicto XVI.
Con la Ilustración, nacieron los “Derechos del hombre y del
ciudadano” (año 1789). Derechos que fueron condenados por
Pío VI, en 1790. Desde Juan XXIII, los papas elogian los
derechos humanos, pero a estas alturas el Vaticano no los ha
suscrito.
La esperanza en la otra vida puede dar sentido a esta vida,
puede ayudar a soportar mejor las contrariedades y
sufrimientos que aquí padecemos. Pero las motivaciones que
se basan en el “más allá” pueden ser peligrosas para el “más
acá”.
John Dewey dijo con razón que “el hombre no ha usado nunca
plenamente los poderes que posee para acrecentar el bien en
el mundo, porque siempre ha esperado que algún poder externo
a él y a la naturaleza hiciese el trabajo que es su propia
responsabilidad”.
De ahí, entre otra razones, el anticlericalismo, que tanto
daño ha hecho a la religión y a la Iglesia. Porque, en
definitiva, el anticlericalismo “es la idea de que las
instituciones eclesiásticas, a pesar de todo el bien que
hacen, son peligrosas para la salud de las sociedades
democráticas” (R. Rorty). No es bueno que haya gente que
piensa así. Porque hay muchas personas creyentes que, por
motivaciones religiosas, hacen mucho bien en esta vida.
Por eso insisto en que los “espiritualistas” obstinados,
desde el momento en que ponen el centro de su vida, no en
“esta vida”, sino en “otra vida”, pueden convertirse en
seres inútiles o incluso peligrosos.
La resignación, el aguante y la esperanza en otra vida mejor
son aconsejables, muy útiles, cuando lo que padecemos no
tiene remedio, por ejemplo una enfermedad terminal. Pero
cuando nos enfrentamos a problemas a los que se les pude
poner remedio, con nuestro esfuerzo y con nuestras luchas,
es un entontecimiento y hasta una desvergüenza apelar a la
esperanza religiosa para así escurrir el hombro y no dar la
cara.
Por lo demás, si a mí me viene alguien diciendo que me
perdona o me quiere porque así Dios le perdona o le quiere a
él, le diré que se guarde su perdón y su cariño. Porque esa
persona no me quiere a mí, sino que se quiere a sí misma.
Es la hipocresía que tantas veces entraña la religión. La
hipocresía de los que dicen que quieren a los demás, pero en
realidad no quieren a nadie. A fuerza de oír que hay que
amar a todo el mundo “por Dios” o “por la vida eterna”,
terminan siendo unos egoístas refinados, que además ni son
conscientes del egoísmo sobre el que cabalgan por la vida,
con apariencias de humildades que huelen a pelusa de
sacristía.
Para terminar, algo sobre el infierno. El papa afirma su
existencia. Y se basa para ello en el Catecismo de la
Iglesia Católica (n. 133-137). Sin embargo, no es doctrina
de fe la existencia del infierno. Lo que sabemos por la fe
es que “quienes mueren en pecado mortal se condenan”. Pero
no es de fe que alguien haya muerto en pecado mortal, ni
siquiera Judas.
Es más, en el concilio Vaticano II, hubo un obispo que pidió
que el concilio afirmara que hay personas condenadas en el
infierno. Pero el concilio no aceptó semejante petición.
Porque (utilizando el lenguaje religioso) en este mundo
nadie puede saber lo que ocurre en el otro.
Además, el infierno, tal como se suele enseñar, entraña una
contradicción. Todo castigo es un medio, para remediar algo,
para conseguir algo. Hasta los tiranos más crueles han
utilizado el castigo para lograr algún fin. Pero el infierno
es el único castigo que, al ser eterno, no tiene ni puede
tener más finalidad que el mismo infierno, o sea causar
sufrimiento. Ahora bien, si Dios es el Padre que se define
como Amor, ¿puede hacer semejante cosa? La Bondad sin
límites, ¿puede producir y mantener sin fin la Crueldad sin
límites?
Por supuesto que, para quienes creemos en el Dios del
cristianismo, ese Dios es justo. Y tiene que hacer justicia.
Pero, ¿cómo? ¿cuándo? ¿dónde? Prefiero quedarme con estas
preguntas, en vez de hacer afirmaciones que, a fin de
cuentas, terminan presentando a Dios como el más cruel de
los tiranos.
José M. Castillo