¿ES EL GOBIERNO SOCIALISTA
REHÉN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA?
No se me hubiera ocurrido hacer esta pregunta durante el
primer Gobierno socialista presidido por Felipe González en
1982. Y si la hubiera escuchado de labios de otras personas,
hubiera respondido con contundencia: “¡Impensable,
inimaginable!”. Era la respuesta más acorde con el ideario
laico fundacional del PSOE, con la gradual secularización
de la sociedad española, con el principio de libertad
religiosa y con el diversidad de religiones entonces
incipiente.
Sin embargo, conforme iban sucediéndose los diferentes
gobiernos socialistas en el poder, mi respuesta iba
evolucionando del contundente “imposible” al más matizado
“pensable y posible”. Pero sin llegar a la respuesta
afirmativa.
Mi percepción sobre el tema empezó a cambiar durante el
primer Gobierno de Rodríguez Zapatero. Fue entonces cuando
creía posible responder afirmativamente. Pero seguía sin
decidirme. Y no faltaban razones para la indecisión.
Durante la primera etapa de la legislatura se aprobaron
leyes como la del matrimonio homosexual, la del divorcio
exprés y la de Técnicas de Reproducción
Asistida, que contaron con una resistencia numantina
por parte de la jerarquía católica que hizo todo lo posible
por impedir su aprobación presionando de distintas formas:
declarándolas contrarias a la ley natural manifestándose en
la calle del brazo del Partido Popular, acusando al gobierno
de “fundamentalista laicista”, etc. Sin embargo, los
legisladores de la mayoría progresista no sucumbieron a las
presiones eclesiásticas.
Pasado el ecuador de la legislatura, cambió el escenario de
las relaciones Iglesia católica - Gobierno socialista. Se
aprobó la Ley Orgánica de Educación, que mantenía la
enseñanza de la religión confesional, incluso con
alternativa. Se incrementó la asignación tributaria para la
Iglesia católica del 0,52 al 0,7%, a través de un acuerdo
blindado entre la Santa Sede y el Gobierno español, con la
exclusión de las demás religiones.
La situación de privilegio es más llamativa estos días en
que asistimos, inermes, a la discriminatoria publicidad en
los medios de comunicación, en las vallas publicitarias y en
los templos católicos pidiendo a los contribuyentes que
pongan la x en la casilla de la Iglesia católica en vez de
hacerlo en la destinada a fines sociales. Campaña que cuenta
con el apoyo del embajador de España ante la Santa Sede, el
socialista Francisco Vázquez, que parece hablar y actuar
como representante y portavoz del Vaticano más que como
diplomático al servicio del Estado español. Un
comportamiento tan abiertamente confesional de tan alto
representante del Estado merecería, cuando menos, una
amonestación del Gobierno que le nombró. ¿O también está de
acuerdo con él? Ni siquiera el Nuncio del Vaticano en España
ha osado dar directrices a los católicos españoles en esta
materia y el Sr. Vázquez recomienda poner la x en la casilla
del catolicismo en la declaración a católicos y no
católicos.
El Gobierno negoció con la jerarquía católica y con la FERE
la Ley de Educación para la Ciudadanía y ahora está
dispuesto a llegar a acuerdos sobre los contenidos de la
nueva asignatura. ¡De nuevo la jerarquía católica co-legisladora!
Tras estas actuaciones, ya no tengo ninguna duda:
efectivamente, el Gobierno fue –y sigue siendo- rehén de la
Iglesia católica. Cuanto más se manifestaban y gritaban las
huestes episcopales en los espacios públicos –nuevos
púlpitos del integrismo católico-, más privilegios recibían
del Gobierno. Y todo ello en contra de los principios de
laicidad, igualdad y no discriminación y ante la
incomprensión de los propios militantes socialistas y de no
pocos creyentes de las distintas religiones. El PSOE
renunciaba a su tradición laica y se lanzaba por la
pendiente de las alianzas con la Iglesia católica, en
detrimento de la laicidad del Estado. Y sin nada a cambio.
La Vicepresidenta del Gobierno español ha expresado
recientemente el compromiso del Ejecutivo de avanzar en la
laicidad durante esta legislatura. Para ello ha anunciado la
reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de 1980.
Aun valorando positivamente el anuncio y reconociendo la
necesidad de modificar dicha Ley, que, casi treinta años
después de su aprobación, ha quedado obsoleta, no puedo
menos que expresar mi escepticismo, con tendencia a la
incredulidad, teniendo en cuenta que fue la propia
Vicepresidenta la que obstaculizó cualquier avance en la
dirección de la laicidad y la que, durante la legislatura
anterior, más contribuyó a mantener, e incluso a ampliar,
los privilegios de la Iglesia católica.
La profundización en la laicidad debe comenzar por la
revisión del artículo 16.3 de la Constitución, que incurre
en una clara contradicción al afirmar, en su primera parte,
que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” y, en la
segunda, que “los poderes públicos tendrán en cuenta las
creencias de la sociedad española y mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
católica y las demás confesiones religiosas”.
Es, por tanto, el propio texto constitucional el que está en
el origen del trato de favor a la Iglesia católica y de la
discriminación de las demás confesiones religiosas, y el que
constituye el primer obstáculo para avanzar en la laicidad
del Estado y de sus instituciones. Ésa es la raíz del
problema. Y por ahí hay que empezar la reforma. De lo
contrario, todo quedaría en un simple revoque de fachada.
Sorprende, sin embargo, que entre las materias de la
Constitución a reformar se hable del Senado y de la sucesión
a la Corona, y no se haga ninguna mención a las
modificaciones en materia religiosa, cuando es una de las
más urgentes para terminar con la alargada sombra del
nacionalcatolicismo, que se extiende hasta las más altas
instituciones del Estado. Dos ejemplos recientes: la promesa
del presidente y de los ministros ante el Crucifijo y la
celebración del funeral católico de Estado por el
recientemente fallecido ex presidente del Gobierno Leopoldo
Calvo Sotelo.
Alguien puede sentirse tentado a justificar la mención a la
Iglesia católica en que es la religión mayoritaria en
España. Este mismo razonamiento podría llevar, por ejemplo,
a defender la inclusión de Comisiones Obreras y de la Unión
General de Trabajadores en el texto constitucional al ser
los sindicatos mayoritarios entre la clase trabajadora,
hasta afirmar: “Ningún sindicato tendrá carácter estatal.
Los poderes públicos tendrán en cuenta la afiliación
sindical de los trabajadores y mantendrá las consiguientes
relaciones de cooperación con Comisión Obreras, UGT y los
demás sindicatos”. A nadie se le ocurre ni siquiera
pensarlo, porque sería un despropósito.
Junto a la modificación del artículo 16.3 hay que acometer
la reforma de los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que
constituyen la plasmación jurídica del trato de favor a la
Iglesia católica y son el punto de apoyo arquimédico de la
jerarquía eclesiástica para reclamar unos derechos que, en
realidad, son privilegios. Se trata de unos Acuerdos
anacrónicos más propios del nacionalcatolicismo que de un
Estado que se declara no-confesional, y al que el
Tribunal Constitucional denomina laico desde el 2001.
Y, después, sí, acometer la reforma de la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa en profundidad, que elimine todo tipo de
privilegios y todo resto de confesionalidad directa o
indirecta. Una ley que debe partir de cuatro principios:
igualdad de todas las religiones ante la ley, libertad de
conciencia, libertad religiosa y neutralidad del Estado en
materia religiosa e ideológica.
Estas reformas son condición necesaria para entrar
definitivamente en un nuevo paradigma en las relaciones del
Estado con las religiones, caracterizado por la separación y
la independencia, sin hipotecas por ambas partes, y por la
colaboración en cuantos asuntos contribuyan al bienestar de
los ciudadanos y ciudadanas. Eso sí, sin privilegios ni
fáciles sumisiones. Mientras estas dos reformas no se
acometan, seguirán las relaciones mercantiles -que
desnaturalizan la experiencia religiosa- y la dependencia
mutua entre la Iglesia católica y los sucesivos Gobiernos,
cualquiera sea su color político.
Juan
José Tamayo
EL PAÍS, 27 de mayo de 2008