Sentimientos y crecimiento personal
Me parece muy positivo el interés creciente por el mundo
de los sentimientos porque sólo favoreciendo una
relación consciente y ajustada con ellos es posible la
integración de la persona. Por el contrario, lejos de
ellos, nos encontramos a distancia de nosotros mismos y
de la vida, y confundidos con ellos, caemos en la
inconsciencia, el autoengaño y el sufrimiento crónico e
inútil.
Con el objetivo de favorecer la integración personal, en
el proceso que lleva al sujeto a buscar la unificación,
intentaré plantear un “marco” de referencias que
permitan clarificar el lugar de los sentimientos en el
conjunto de nuestra persona, y orientarnos en nuestro
hacer con ellos.
Sensación, sentimiento, emoción
Para empezar, una constatación elemental: estamos
sintiendo constantemente… aunque no nos enteremos, no
seamos capaces de nombrar lo que sentimos, o nos
hallemos “encerrados” en los vericuetos de nuestra
mente. Incluso totalmente alejados de ellas, lo cierto
es que somos seres habitados de sensaciones incesantes;
y no puede ser de otro modo, porque vivir es sentir.
Entendemos por sensación todo mensaje corporal: desde el
contacto de los pies con el suelo hasta la percepción de
la temperatura que hace en este momento en nuestra
habitación; desde el calor de las manos que se
entrecruzan hasta el dolor de muelas que no logramos
calmar. Somos, permanentemente, un mar de sensaciones
inagotables. Pero solemos vivirnos tan distantes de
ellas, sobre todo de las más tenues y profundas, que no
es extraño que, ante la pregunta: ¿qué estás sintiendo?,
muchas personas no sepan qué responder.
Algunas de esas sensaciones corporales conllevan una
alteración anímica, afectan a nuestro estado de ánimo,
es decir, tienen un contenido psicológico: son los
sentimientos. Por lo que, aunque todo sentimiento es una
sensación, no toda sensación es sentimiento.
Cuando, finalmente, algunos sentimientos aparecen
“cargados” con una intensidad especial, hablamos de
emociones. La emoción denota un “plus” añadido, que toma
a toda la persona, y que sólo puede evacuarse a través
del propio cuerpo –no olvidemos que la emoción es
también una sensación corporal– en forma de llanto,
grito, golpe, movimiento… Por eso, una vez evacuada, lo
que queda es el sentimiento de base.
Sensibilidad como capacidad de vibrar
Si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que es
común a la sensación, el sentimiento y la emoción, esa
palabra sería “vibración”. Es nuestro cuerpo que
vibra a diferente intensidad según lo que se halla en
juego. Un cuerpo vivo es un cuerpo vibrante; una persona
“viva” es la que se halla en contacto consciente con lo
que bulle en su interior.
Sensibilidad es, pues, capacidad de vibrar, pero esa
capacidad es deudora de la historia psicológica del
sujeto, del “color” y de la intensidad de los fenómenos
que han quedado registrados. Como consecuencia de esa
historia, la sensibilidad ha podido quedar
congelada/endurecida, hipersensible o armoniosamente
vibrante.
Ante el sufrimiento emocional reiterado, en el niño se
activa un automático mecanismo de defensa, por el que
endurece su cuerpo, entrecorta la respiración –que pasa
de ser diafragmática a torácica– y se sitúa en la
cabeza, poniendo en marcha un funcionamiento cerebral
caracterizado por la “rumiación”. En ese proceso, su
sensibilidad queda congelada o endurecida; se ha
reducido, minimizado o incluso prácticamente anulado la
capacidad de sentir.
El sufrimiento emocional reiterado provoca también
heridas que dejan huella en el psiquismo, convirtiéndose
en “focos” de perturbación, que si- túan a la persona en
una hipersensibilidad exagerada o, en el otro extremo,
en una sensibilidad congelada o bloqueada. En ambos
casos, el sujeto tenderá a reaccionar de una manera
habitualmente desproporcionada ante diferentes estímulos
de la vida cotidiana.
Cuando la historia afectiva del niño ha sido “sana”, la
sensibilidad se halla en condiciones favorables para
poder vibrar de un modo ajustado, reflejando
adecuadamente la vivencia de la persona que, siempre en
contacto con sus sentimientos, se percibe vibrante y
armoniosa.
En el estado de rigidez (o congelación), el cuerpo se
encuentra igualmente rígido y es la mente la que asume
un papel protagónico. En el de hipersensibilidad, el
cuerpo participa de la misma inquietud y la persona se
vive “a flor de piel”. En ambos casos, se halla lejos de
lo mejor de sí.
Se requiere una sensibilidad mínimamente sana y vibrante
para que la persona pueda acceder a su dimensión más
profunda, donde encontrarse con su propio centro
integrador. Al anclarse en él, tanto la mente como la
sensibilidad dejan de monopolizar el funcionamiento de
la persona, situándose ambos en el lugar que les
corresponde dentro del conjunto unificado del ser
humano.
Desde la necesidad a la capa de protección.
Para entender estos funcionamientos, es necesario partir
desde el comienzo. Y, en el inicio, el ser humano es
pura necesidad; fundamentalmente, necesidad de ser
reconocido.
Ese hecho hace que el niño sea absolutamente vulnerable,
si bien la vulnerabilidad sólo le resultará problemática
cuando empiece a sufrir, es decir cuando su necesidad no
sea adecuadamente respondida. Será entonces cuando el
sufrimiento psíquico, que percibe en la zona abdominal,
le lleve a emprender la huida, hasta instalarse en una
“zona de protección”, lejos del sufrimiento.
Lo que ocurre, sin embargo, es ambivalente: si bien, por
un lado, así se protege de la intensidad del
sufrimiento, por otro, al alejarse del dolor, se
distancia inadvertidamente de sus sentimientos y de la
vida misma.
Instalada en la capa de protección, la persona ya no
vive; actúa, interpreta papeles. Hasta el punto de que
puede pasar toda su existencia alejada de sí misma, de
sus sentimientos y de su vida profunda, desarrollando
los roles con los que progresivamente se ha ido
identificando.
Razón y corazón
Pero el diálogo mente/sentimiento es todavía más
complejo. Tan complejo como son las relaciones entre el
cerebro emocional o límbico –regulador de
emociones y afectos– y el cerebro cognitivo (o
neocórtex), sede de la razón.
El problema básico entre ambos cerebros –y el conflicto
consiguiente en la vida de la persona– radica en un
doble hecho: por una parte, cada uno de ellos tiende a
imponerse sobre el otro; por otra, el cerebro emocional
no entiende el lenguaje verbal ni conceptual.
Eso explica que los intentos “mentales” por modificar el
comportamiento suelan quedar en poco, y que las
psicoterapias tradicionales produzcan efectos tan lentos
e inestables.
En la pugna entablada entre ambos cerebros, pueden
producirse dos resultados contrapuestos: si se impone el
cerebro cognitivo sobre el emocional, se produce una
“asfixia cognitiva”; en el caso contrario, asistiremos a
un “cortocircuito emocional”. En el primero, se padece
una represión de los sentimientos; en el segundo, un
desbordamiento emocional.
Qué hacer con los sentimientos
La inteligencia emocional se define como la
aptitud para identificar, comprender, razonar y regular
las emociones, pasando de la lejanía e ignorancia a una
conciencia cada vez más lúcida de los propios estados
emocionales, sus causas y su gestión adecuada.
De un modo sencillo, la relación con los propios
sentimientos puede sintetizarse en dos palabras:
aceptación (no–represión) y no–reducción.
El primer paso consiste en la aceptación de todos
los sentimientos que aparecen en nuestro campo de
conciencia: aparte de ser no–voluntarios, todos ellos
tienen un porqué. La aceptación significa sencillamente
el reconocimiento sereno de su existencia y su presencia
en nuestra vida.
Cuando no hay aceptación, lo que se vive, con mayor o
menor intensidad, es represión, hasta el punto de
perder el contacto con ellos, llegando a no saber qué es
exactamente lo que se siente ni lo que se quiere.
Ahora bien, la represión camufla y niega los
sentimientos, pero no los elimina. Lo que ocurre
entonces es que la energía reprimida –todo sentimiento o
emoción es un caudal de energía activa– debe buscar otro
cauce de salida.
Puede llegarse a una “explosión” emocional, en la que la
persona se siente desbordada por tanta energía
reprimida. O, más frecuentemente, ésta se manifestará en
somatizaciones, produciendo problemas físicos: fatiga
inexplicable, hipertensión arterial, enfermedades
cardíacas, trastornos intestinales, problemas de la
piel…
Porque lo realmente perjudicial no son los sentimientos
“negativos”, sino la supresión (represión) de los mismos
por parte del cerebro cognitivo. Los sentimientos no
hacen daño; hace daño lo que hacemos con ellos,
particularmente la represión (negación), la reducción o
la cavilación en torno a los mismos.
Ahora bien, el reconocimiento de los sentimientos no
significa dejarse conducir por ellos; eso equivaldría a
dejar las riendas de la propia vida en manos de un niño
de tres años. Por eso, junto con la aceptación, la
actitud sabia pasa por la no–reducción a los
mismos.
La sabiduría del no–reducirse implica, por un lado, el
reconocimiento de que siempre somos más que los
sentimientos que se despierten, hasta el punto de que
podemos reconocer que tenemos un determinado
sentimiento, pero que somos más que él. Por otro lado,
esa misma sabiduría nos lleva a conectar, consciente y
voluntariamente, con lo mejor de nosotros mismos, con el
“lugar” adecuado del que brote nuestra acción.
Por decirlo brevemente, acertamos en la relación con
nuestro mundo emocional cuando reconocemos, aceptamos y
nombramos todos nuestros sentimientos, pero los acogemos
desde nuestra identidad profunda, sin negarlos ni
reprimirlos y sin dejarnos conducir por ellos. Teniendo
en cuenta el conjunto de nuestra persona, decidimos en
fidelidad a quienes somos en profundidad.
Más en concreto, por lo que refiere a los sentimientos
“positivos”, se trata de sentirlos y entrar
conscientemente en contacto con ellos: son el “reflejo”
de nuestra realidad profunda.
Sentimientos de paz, alegría, creatividad, amor,
cercanía, solidaridad, unidad… manifiestan y expresan lo
que somos: sentirlos e impregnarnos de ellos fortalece
nuestra verdadera identidad.
Los sentimientos “negativos” requieren un tratamiento
diferente, en el que habrá que tener en cuenta estos
pasos:
-
identificarlos,
-
nombrarlos,
-
verbalizarlos,
-
aceptarlos,
-
no reducirse a ellos,
-
comprender (descifrar) de dónde vienen
-
y vivirlos desde la identidad profunda. Es
precisamente esta identidad profunda la que,
constituyendo nuestra “plataforma” de solidez,
permite no reducirnos a ellos, porque nos hace
experimentar que somos “más” que ellos.
En realidad, se trata de desarrollar actitudes
constructivas frente a todo aquello que puede hacernos
sufrir. Entre ellas, indicaría las siguientes:
1) acogerse a sí mismo, frente al rechazo de sí y la
autoculpabilización;
2) aceptar lo que nos hace sufrir sin reducirnos, frente
a la negación del problema y al hundimiento;
3) dialogar con el niño o la niña interior, frente a la
lejanía de sí;
4) desdramatizar, frente a la tendencia a la
dramatización;
5) traducir el malestar en dolor, frente a la huida y el
funcionamiento imaginario;
6) des–identificarse por medio de la observación, frente
a la autoafirmación del yo.
Sensación y crecimiento personal
La madurez psicológica de la persona requiere una
armonización creciente entre las distintas dimensiones
que nos constituyen: cuerpo, mente, sentimientos,
imagen, sombra… en un proceso de integración,
crecimiento y autotrascendencia.
Pues bien, el camino para avanzar en ese proceso pasa
por la sensación: el contacto con las propias
sensaciones y sentimientos es condición indispensable
para habitarse a sí mismo y para venir al momento
presente.
Parece claro que el cuerpo es la gran puerta que nos
introduce en el presente –la mente nos mantiene alejados
en el pasado o en la proyección del futuro–, y la
sensación, la llave que la abre.
Será por eso que, según cuenta una leyenda, cuando le
preguntaron al Buda cómo avanzar en la transformación
personal, respondió: “Empieza por la respiración”.
La respuesta del Buda es sabia. En una primera
instancia, porque es a través del cuerpo, en principio a
través de la respiración, como accedemos al cerebro
emocional y, de ese modo, a la serenidad y a la
unificación.
Pero también porque, a otro nivel más profundo, al
sentir el cuerpo, salimos de la cavilación mental, y
venimos al presente, el único lugar donde puede
producirse la integración de la persona y su
trascendencia: en el presente, nos percibimos como un
“yo integrado” y emerge la conciencia de una nueva
identidad.
Enríque Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com