MEDITACIÓN DE LA MUERTE
El día de difuntos da que pensar. Pero ocurre que la mayoría
de la gente, cuando llega este día, piensa más en los que ya
murieron que en los que aún vivimos. Es humano recordar la
muerte de los que nos dejaron para siempre. Pero es más
humano preocuparse por la vida de los que estamos vivos.
Por eso, en el día de difuntos, lo lógico tendría que ser
que el pensamiento de la muerte nos motivara con fuerza a
preocuparnos de la vida. De esta vida. Una vida que, como
tantas cosas de este mundo, está tan mal repartida.
Porque en los países ricos, durante el s. XX, la esperanza
de vida ha pasado de menos de 50 años a más de 80 años. Y
mientras tanto, para las gentes del África subsahariana, la
misma esperanza de vida ha bajado a los niveles de hace tres
décadas.
Si los muertos dan que pensar con pena, los vivos dan que
pensar con rabia. La esperanza de vida en Japón sobrepasa ya
los 83 años, cuando en Zambia apenas llega a los 37,5 años.
De ahí que, por mucha pena que causen los muertos, es mucha
más la rabia que causamos los vivos.
También en esto - y sobre todo en esto - tiene que ver la
crisis del sistema. El sistema de la codicia. Porque es la
codicia de los que más vivimos la que causa la muerte de los
que menos viven.
Todo esto es lo que me lleva a pensar que la meditación de
la muerte debe cambiar sus preguntas por el “más allá” en
preguntas por el “más acá”. Porque sólo quienes gestionan
correctamente las cuestiones del “más acá” pueden afrontar
con sosiego los enigmas del “más allá”. Ahora bien, hablar
del “más allá” es hablar de la religión Y aquí es donde yo
quería venir.
Es una pena que, en la religión cristiana, haya tantas
gentes que asocian a Cristo más con la muerte que con la
vida. A fin de cuentas, la imagen más difundida de Cristo es
la imagen del Crucificado. Y un crucificado es un difunto.
Sin embargo, la imagen de Jesús que nos dejaron los
evangelios no va por ahí.
Si algo hay claro en el gran relato del Evangelio, es que
a Jesús le interesó mucho esta vida. Por eso le interesaron
tanto las dos cosas que más preocupan al común de los
mortales: estar sanos y poder comer. Rara es la página de
los evangelios donde Jesús no aparece o curando enfermos o
comiendo o hablando de comidas y banquetes, de pordioseros o
de gentes que no tenían que llevarse a la boca.
Además, es decisivo caer en la cuenta de que, en todo este
asunto, hay dos hechos que son centrales y los que más
llaman la atención: 1) los evangelios hablan más de enfermos
y comidas que de oración, piedad, devociones, liturgias o
cultos religiosos; 2) por causa de las curaciones de
enfermos o del tema de las comidas, Jesús entró en conflicto
con la religión de su tiempo hasta tal punto que, por curar
enfermos cuando la religión lo prohibía o por comer con
quien no se debía comer o cuando y como no se debía comer,
por esas cosas los hombres de la religión enfilaron a Jesús
y no pararon hasta que lo quitaron de en medio.
Cuando el evangelio de Marcos cuenta la curación de un manco
en la sinagoga, termina el relato diciendo que, “al salir,
los fariseos, con los partidarios de Herodes, se pusieron
enseguida a maquinar en contra (de Jesús) para acabar con
él” (Mc 3, 6).
Y sobre todo, la sentencia de muerte contra Jesús se decidió
precisamente cuando las autoridades religiosas se dieron
cuenta de que los hechos prodigiosos que realizaba aquel
hombre en favor de la vida atraían a la gente de tal forma
que ellos mismos temieron seriamente perder el poder (Jn 11,
47-52).
Está claro en los evangelios que Jesús siempre estuvo a
favor de la vida. Nunca se sirvió de la muerte para sacar
ventaja del difunto o del dolor de la familia. La enseñanza
de los evangelios es que Jesús dio vida donde había muerte:
la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, Lázaro. Sea
cual sea el valor histórico de esos relatos, el mensaje
religioso está claro: el interés de Jesús estaba centrado en
la vida, no en sacar provecho de la muerte.
Y es que la muerte, como es un hecho tan decisivo y tan
patético, se presta a que haya gentes que, a la vista de ese
hecho inevitable, en lugar de ponerse a defender la vida, lo
que hacen es aprovecharse de la muerte para sacar lo que a
cada cual le interesa. Con la muerte se hace negocio.
Es mucho el dinero que circula con ese motivo. ¿No se podría
regular todo esto de otra manera y canalizar de forma más
razonable y menos ostentosa los sentimientos de dolor de
familiares y amigos? ¿No sería más lógico gastarnos en los
vivos que sufren el dinero que nos gastamos en los muertos,
un dinero que, si la cosa se piensa en serio, sólo sirve
para presumir y seguir manteniendo el negocio de los
muertos?
Además, de los difuntos saca provecho demasiada gente, sobre
todo los hombres de la religión y los de la política. Los de
la religión, porque echan mano de la muerte para tener a los
feligreses sumisos y generosos. Y los de la política, porque
cuando ganan, echan mano de las muertes que han evitado; y
cuando pierden, se acuerdan de los difuntos que pueden
contabilizar como víctimas, un asunto políticamente rentable
en estos tiempos.
¿Hay algo después de la muerte? Las religiones predican, de
distintas maneras, otra vida después de la muerte. Pero,
¿creemos de verdad en eso? Me temo que poco. Porque a la
vista está la cantidad de gente que piensa en la muerte más
para el propio provecho que para dignificar la vida. Y mi
convicción más firme es que sólo puede creer en la otra vida
el que hace cuanto puede para que esta vida se nos haga más
soportable y hasta más gozosa.
José M. Castillo