El oro y la palabra divina
«La salvación está en los pobres».
Algo
así me parece recordar que leí en algún escrito de Jon
Sobrino. De ser así no me extraña que a punto estuviesen de
silenciarlo, porque si elogiar la pobreza dentro de una
institución que viene apostando por el poder y la riqueza
desde tiempos de Constantino hasta el presente es una
afrenta, pensar de tal modo que lleve a decir algo semejante
puede ser un zarandeo a las creencias que amparan la
conducta de quienes la rigen.
Por
suerte, Sobrino no es el único que piensa de ese modo dentro
de la Iglesia Católica, pues son muchas las personas
religiosas que son ejemplo vivo de esa conducta que
predicaba el Jesús de los evangelios. Pero algo ocurre que
quienes así piensan pintan poco dentro de esa institución.
¿Será voluntad del Espíritu Santo, que así sea?
Me
vino esto a la cabeza cuando leí que Benedicto XVI, citando
el evangelio aconsejó construir sobre sólido y seguro. Muy
buen criterio, nadie lo duda, aunque algo ambiguo, porque
mientras el Papa consideraba sólida la palabra divina, sus
economistas apostaban por el oro. Una tonelada, dicen que
tienen.
No voy
a entrar en si es correcto o no predicar aquello de “los
lirios del campo y las aves del cielo” teniendo cubiertas
las espaldas con 1.400 millones de €, porque como bien
sabemos «todo es según el color del cristal con que se mira»
y cada cual tiene sus buenas razones para justificar lo que
hace. Pero sí quiero apuntar que desde esta “tierra de
nadie” en que me encuentro, donde no hay cabida ni para las
ensoñaciones religiosas ni para la inconsciencia de un
positivismo que huyendo de engaños y supercherías echa por
la borda la esencia misma de la dimensión humana, no parece
aceptable predicar una cosa y hacer la contraria.
En mi
opinión, una institución que se comporta de un modo tan
ambiguo no puede autodenominarse seguidora de aquel que no
tenía donde recostar su cabeza, que aun teniendo hambre no
quiso convertir las piedras en panes, que renunció a
triunfar espectacularmente tirándose de lo alto del templo,
y también a hacerse dueño y señor de la tierra a cambio de
adorar al diablo; y aun más: se atrevió a cuestionar el
pensamiento de las clases dominantes de su tiempo aun
sabiendo que en esta acción empeñaba su vida.
Desde
mi personal perspectiva se entiende la ambigüedad en el
ámbito individual, en el cual vivimos -quien más quien
menos- encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Pero no
en el institucional, porque una institución no puede caminar
a la vez hacia la derecha y hacia la izquierda. No puede
estar a la vez del lado de los oprimidos y de los opresores,
de las víctimas y de los verdugos.
No veo
pues que la Iglesia Católica haya hecho una opción clara por
el reino de Dios y su justicia. Veo, eso sí, que la ha hecho
por lo emocional, que se pone claramente al servicio de
quienes buscan su felicidad en los arrobos “espirituales”
que nacen de la contemplación del imaginario religioso, pero
no de quienes la buscan en el esfuerzo por la consecución
del bien común a lo largo y ancho del planeta Tierra. ¿Será
que se ha centrado tanto en «amar a Dios» que se ha olvidado
de «amar al prójimo»?
Hoy la
humanidad está pasando por un momento verdaderamente
difícil. En nuestra opulenta civilización occidental
cristiana la justicia social está en franco retroceso. Los
ricos del mundo se han hecho amos ya de casi todo lo
necesario para subsistir. Se han adueñado de la tierra, del
agua y de cuantos recursos naturales han hecho posible a lo
largo de los siglos el desarrollo humano. La vida de
millones de personas está en manos de los ricos, que
aseguran con la ventaja que les dan los avances tecnológicos
y la sofisticación de los medios de guerra esta apropiación
que antaño hicieron a filo de espada y a punta de bala. Y en
medio de esta realidad, la Iglesia Católica sigue el juego
de las finanzas mientras el Papa pronuncia bellas palabras.
¡Ah,
las palabras! Las palabras son los cantos de sirena que los
cazadores de corazones emplean para lograr que millones de
personas inocentes les sigan, tanto para lo bueno como para
lo malo. Porque la palabra, dicha o pensada, llega hasta lo
hondo de la mente, alcanza el sistema endocrino y dispara
torrentes de hormonas. Y ya sabemos lo que pueden las
hormonas.
En
esta poderosa acción de la palabra que acabamos de señalar
se basan la psicoterapia, el adoctrinamiento, la plegaria,
la educación, los lutos, el culto religioso y todo cuanto
desde dentro modifica los sentimientos y la conducta de las
personas. Es la conexión que hay entre el pensamiento y la
totalidad endocrina del cuerpo humano lo que hace posibles
esos “milagros” de transformación interna que a veces
observamos o experimentamos. En este siglo XXI en que
vivimos, sabemos a ciencia cierta que ésa es nuestra
realidad corporeomental. Luego no hay que escandalizarse por
pensarlo o decirlo. Dios o la naturaleza, según se vea desde
una perspectiva creyente o una atea, nos han hecho así.
¡Demos gracias!
Demos
gracias, sí, pero vayamos con cuidado, porque la palabra es
esclava del corazón de quien la dice. De ahí la necesidad de
mirar los hechos antes de dejar que nos afecten las
palabras. Porque toda palabra, aun la más divina, la dicen
los humanos, y en el corazón humano caben las mayores
ruindades que podamos imaginar. «Por sus hechos los
conoceréis», no por sus palabras, porque son los hechos los
que desenmascaran las conductas hipócritas.
Posiblemente sea inexacto decir que la soberbia clerical y
su hipocresía son la causa principal del materialismo
exacerbado que aqueja a nuestra opulenta civilización
occidental cristiana. Pero no pienso que lo sea decir que
mucho han contribuido a ello, ya que han servido y sirven
todavía para ahuyentar a miles de personas y alejarlas del
camino de humanización que representa un cristianismo vivido
según las enseñanzas que nos transmiten los evangelios. Y
sirven también para que muchas personas de buena fe tomen
por buena esa conducta ambigua de la jerarquía eclesiástica
y vivan mirando al cielo y haciéndole a la vez el juego a
los poderes terrenales, esos que justamente son la causa del
hambre y de las miserias que un cristianismo auténtico
debiera esforzarse en impedir.
No sé
si tendrá razón o no Jon Sobrino. No sé si la salvación nos
va a venir de la mano de los pobres. Pero sí que estoy
plenamente convencido de que no nos va a venir de la mano de
quienes, diciendo lo que digan, apuestan por la seguridad
que dan la riqueza, la posición social y el dinero, que bien
sabemos de donde salen y qué costo humano tienen.
Pepcastelló
www.lahoradelgrillo.blogspot.com