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SOMOS HIJOS DE LA HISTORIA

 

 

Job no fue un personaje histórico. Es un símbolo. De influencia mucho más eficiente, en la religiosidad judeocritiana, que si hubiese sido un profeta histórico o el mismo rey de Israel. Prototipo literario del perfecto creyente: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó” (Job 1,21). Aquí el único que manda, el último responsable de todo, en cualquier tragedia o bendición, es Dios.

 

La capacidad del hombre es aceptar, con resignación o con rebeldía. Dios es dueño. Y es un Dios difícil de entender. A Job no le convencieron los teólogos oficialistas que intentaban encajarle las piezas.

 

Todos los profetas dedicaron sus vidas a arrancar al pueblo de Israel del atractivo tranquilizante y simplón de los ídolos. No había un dios dueño de las cosechas, y un dios especialista en guerras. Sólo Yahvé era dueño absoluto de cielo, tierra, mar y aire. El ridículo del pagano es evidente:

 

El pagano “corta un cedro. Con una mitad hace lumbre. Asa carne sobre la brasa, se la come, queda satisfecho, se calienta y dice: Bueno, estoy caliente y tengo luz. Con el resto hace la imagen de un dios, lo adora y le reza: sálvame que tú eres mi dios” (Is 44, 14-17)

 

Para la teología israelita, de manera más evidente en la llamada línea yavhista, el hombre se mueve dentro de una creación y una historia sacralizada: nada es, ni nada ocurre sin que Dios lo mueva o dirija. Acatamiento ante el Soberano: esa es la salida del creyente.

 

Ante una sequía, ante el temblor de la tierra, ante un fracaso bélico, quedan las rogativas, las purificaciones y sacos de cenizas, implorando perdón y misericordia a Dios: el Dueño.

 

Los milagros, las catástrofes y las victorias son el lenguaje de Dios: pruebas de su existencia y reclamos de su presencia. Dios no sólo es creador, sobre todo es dueño y gerente.

 

Job no comprende a Dios. Ni como dueño, ni como gerente. Se resiste ante su misterio. Y Dios le increpa:

 

¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?

Dímelo, si es que sabes tanto.

¿Quién señaló sus dimensiones? – si lo sabes - ,

¿quién le aplicó la cinta de medir?

¿Dónde encaja su basamento

o quién asentó su piedra angular

entre la aclamación unánime

de los astros de la mañana

y los vítores de los ángeles? (Job 38, 4-7)

 

Y es que de Dios, Job “apenas ha oído un murmullo de él” 26,14

 

Quizá podría decirse que el Antiguo Testamento salva a Dios, pero a costa del hombre. Hoy cada vez comprendemos con más argumentos que el Antiguo Testamento no es propiamente la historia de un pueblo, ni mucho menos la historia de los hombres. Es la historia de la fe de un pueblo. O si queremos, la visión creyente de un pueblo.

 

Hay quien duda (me refiero a especialistas bíblicos creyentes o arqueólogos israelitas) incluso de la historicidad de la esclavitud del pueblo de Israel en Egipto. Incluso aquello, tan épico, tan bonito y litúrgico del Éxodo, con su Sinaí y sus tablas, podría ser una bella odisea literaria para explicar el nacimiento del pueblo de Israel en torno a un líder Moisés, una Ley,  y un Dios Yahvé.

 

La Biblia es un libro de historia, pero ni es la historia de la humanidad, ni es en primera intención, la crónica periodística de un pueblo. Es mucho más la búsqueda teológica de Dios en unos hechos ya pasados. La historia profana y la historia de la revelación caminan a la vez.

 

Con frecuencia, para algunos lo de menos son los acontecimientos que se narran sino el para qué se narran. En concreto, en los libros históricos llamados sagrados, lo básico es el caudal de fe, y cómo se va configurando un Rostro de Dios. Todo con la misma lentitud y la misma oscuridad con la que avanza la historia.

 

Las fuentes del Nilo son difusas, entre brumas, desproporcionadas, pero con el tiempo su caudal inunda y fertiliza la tierra. Si en la historia de los hombres, cada pueblo y cada raza aporta al resto de la humanidad un color y una riqueza propia, Israel ofrece la imagen menos oscura de un Dios que, poco a poco, se revela como un Dios del hombre.

 

Esta es la enorme importancia del Antiguo Testamento: ser la historia de la fe de un pueblo pequeño que va, muy poco a poco, en busca de su libertad, y descubriendo, a la vez, un cierto y borroso Rostro del Dios para hombres libres.

 

Ese aprendizaje no lo hace al modo griego a base de ideas y teorías, sino por medio de una historia difícil, con hombres grandes o ruines; y falsos o iluminados profetas capaces de ir entendiendo el lenguaje de Dios con corazón transparente y sano.

 

Aquí hay una lección imprescindible para el creyente individual y para los del Templo actual. La historia fue siempre un lugar teológico. Para entender a Dios hay que tragarse la historia, toda la historia. Con todas sus esquinas.

 

Porque Dios no da a los hombres clases de teología. Si el universo puede ser una conferencia, en silencio, sobre Dios, todo cuanto ocurre, siglo tras siglo, es también “historia sagrada”. No hay una historia profana al margen de Dios. Y la historia completa, forma parte de la esencia del hombre.

 

La historia lleva en su vientre lo humano, y la “revelación” de Dios. Esta historia no se escribe en Roma, ni en Moscú, ni en Harward, ni necesita el imprimi potest de la conferencia episcopal.

 

Andan ahí los españoles pegándose con su memoria histórica de España. Se arrojan los muertos como si fueran misiles.

 

El hispanista Gibson ha encontrado cuarenta mil muertos enterrados en barrancos, victimas sin nombre de asesinos sin nombre. El siervo de Dios, Cesar Vidal, se alía incluso con ateos para escribir su guerra como una historia sagrada. Les pone nombres a los muertos y a los verdugos.

 

Y los papas, empujados por el alto clero, canonizan a los suyos de mil en mil. Y para acabar la feria sale ZP con un abuelo a cuestas cuyo pedigrí no acaba de aclararse.

 

Quizá, cuando los muertos vayan todos juntos en una manifestación, gritando contra los vivos, entendamos algo de la historia profana o sagrada.

 

 

Luís Alemán

 

un capítulo del libro en preparación

“Tempestad sobre la cristiandad”