Tierra de nadie
Perdí
al Dios de mi infancia, mi Dios materno, de un modo parecido
a como perdí Los Reyes Magos: atando cabos, viendo que algo
no cuadra, abriendo los ojos, despertando... Más o menos
como cualquier hijo de madre cristiana que al crecer
abandonó una idea de Dios tan contraria a la evidencia y a
la conducta de quienes la predicaban.
Y del
mismo modo que tras quedarme sin los míticos magos me quedé
sin el gozo que esa ilusión me daba, con la pérdida de Dios
perdí también el consuelo de orar y a la vez el de sentirme
parte de ese pueblo que se llama a sí mismo escogido y
cristiano.
Perder
los Reyes Magos no es una gran pérdida. La leve desconfianza
hacia los padres y mayores que el descubrimiento de esa
pequeña mentira conlleva no es un trauma sino un suave
zarandeo que nos ayuda a rechazar inocencias insostenibles y
nos lleva a madurar. Pero perder al Dios materno puede ser
ya algo más grave, sobretodo para quien ha llevado en su
niñez y juventud una vida interior profundamente religiosa.
Porque
el Dios materno será lo que será según opinen unas u otras
mentes más o menos creyentes y eruditas, pero para quien
cree es una referencia básica, un refugio emocional en todos
los momentos de la vida, especialmente en los áridos. Y su
pérdida puede ser, desde este punto de vista, mucho más dura
que la perdida del padre o de la madre.
Tal
vez por este motivo, por el recuerdo de esa pérdida que tan
dolorosa pudo habernos resultado, muchas de las personas que
habíamos hecho el paso de creyentes a no creyentes decidimos
no educar a nuestros hijos religiosamente.
Tratamos, eso sí, de transmitirles cuantos valores humanos
teníamos acumulados en el alma mediante nuestro amor y
nuestro propio ejemplo, pero nos encontramos sin lo más
importante: la tribu. Una tribu, un entorno humano con el
cual compartir nuestro modo de pensar y de sentir, con el
cual construir en la mente y en la realidad esa forma de
vida que queríamos darnos y darles.
Todo
ser humano tiene en su realidad su dios o sus dioses, su
tribu y su mundo. Todo ser humano sin excepción es fruto de
cuanto ha mamado, pero también de cuanto lo nutre día a día,
tanto en lo material como en lo afectivo; y esta realidad es
ineludible, por más que cada cual vaya eligiendo su propio
rumbo y trazando su camino en la vida.
Y así,
quienes abandonamos una patria espiritual que no nos acogía
y nos lanzamos a la aventura en busca de una nueva, nos
encontramos de la noche a la mañana «sin padre ni madre ni
perro que nos ladre», en una situación parecida a la de
quienes tras la decepción causada por los partidos “de
izquierdas” abandonaron toda ideología política y se
lanzaron a vivir “sin ideario alguno”.
¡Qué
gran engaño! Nadie vive sin ideario, porque aun pensando
distinto en lo abstracto asumimos en lo real el que profesa
nuestro entorno, pues querámoslo o no pensamos y sentimos
según vivimos y lo que transmitimos a nuestros hijos es
lo que vivimos.
Emigrantes de un mundo religioso que vivía con la mirada
fija en lo alto del cielo, quemando incienso y cera,
entonando cantos de alabanza al Dios eterno y esperando una
felicidad inacabable tras la muerte, fuimos a parar a otro
que negaba a ese dios mientras que sin saberlo rendía culto
a ídolos sanguinarios con sus actos, con su forma de vida,
con sus afanes de aquí y ahora.
Tenían
en común ambos, el mundo religioso y el profano, su forma de
vivir individualista regida por la siguiente regla de oro:
primero yo, después yo y siempre yo; ayudar si se puede y
si conviene; caridad sí o no según nos venga en gana o nos
convenga.
Para
las gentes creyentes el Reino de Dios no es de este
mundo; la justicia divina compensará, en el más allá, de la
injusticia humana a los desheredados; los ricos se salvarán
por la caridad y los pobres por la resignación.
Para
las no creyentes el más allá no cuenta, luego no necesitan
este discurso “justiciero” para tranquilizar su conciencia.
Y para
creyentes y no creyentes, a cada cual lo suyo según las
leyes. Discernir qué es lo suyo y cuestionar
las leyes queda fuera de juego para ambos.
Ese
fue el mundo que encontramos y, salvando honrosas
excepciones que siempre las hay en todo colectivo humano,
esta es la realidad actual si bien se mira.
Desde
esta perspectiva que acabamos de ver resulta fácil entender
que quienes no profesamos creencias religiosas pero sentimos
viva la necesidad de poner en el primer plano de nuestra
vida la dimensión espiritual de la persona, nos hallamos en
una incómoda situación de “tierra de nadie”, fuera de toda
demarcación creyente y no creyente.
Tal
vez no sea así en un marco territorial amplio; tal vez no lo
sea a través de internet, un medio frecuentado por gentes
muy diversas; pero sí que lo es en nuestro entorno real, en
un área extensa de muy amplio perímetro.
Claro
que para no confundirnos hay que poner en claro qué se
entiende aquí por «dimensión espiritual de la persona». Pues
bien, entendemos por ello esa determinada configuración de
la mente que nos hace sentirnos parte del cosmos y miembros
de la gran familia humana, que nos lleva a sentir y pensar
de forma solidaria, respetuosa y compasiva, y a vivir y
obrar en consecuencia.
Un
modo de sentir y de pensar al cual puede llegarse sin duda
por mil rutas distintas, por mil caminos religiosos y
humanos, pero siempre por sendas de verdad, de compasión, de
respeto y de equitativa justicia. Nunca a través de engaños,
imposiciones y mentiras ni de formas de vida egoístas,
adobadas o no con creencias excluyentes y soberbias.
¡Qué
lejos están de estas sendas las religiones que conozco! Tan
lejos como lo está el modo de vivir de esta «civilización
occidental cristiana» centrada en el bienestar material, en
el bien propio, en la propia complacencia, en la ignorancia
expresa del sufrimiento ajeno que nuestro bienestar
conlleva.
¡Qué
importa si profesamos o no consensuadas ideologías y
creencias! ¡Qué importa si avanzamos o no por la vida en
muchedumbre lanzando proclamas y enarbolando victoriosos
estandartes! ¡Qué importa si adoramos o no con ritos y
plegarias a un ser supremo, justiciero y eterno! Lo que
importa, a mi ver, es si somos conscientes del fuego que
atizamos creyentes y no creyentes en este infierno que
estamos creando aquí en la tierra con el modo como estamos
viviendo.
Pepcastelló
http://lahoradelgrillo.blogspot.com/