JUAN SALVADOR GAVIOTA
(En homenaje y agradecimiento a otros tantos
“Salvadores”)
Sugestiva imagen la que
Richard Bach plasmó literariamente en una obra
memorable: Juan Sebastián Gaviota. Una gaviota en
permanente estado de vuelo, de mente nómada y
eternamente impulsada a despegar de los acantilados de
la vida trivial y rutinaria. Su mayor reto: aventurar la
existencia en arriesgadas travesías.
Este es el desafío que
la protagonista lanza a todos sus congéneres. Una
propuesta que fundamentalmente es invitación a dejar de
pensar como siempre y de la misma manera que el resto de
la Bandada: “La mayoría de las gaviotas no se molesta
en aprender sino las normas de vuelo más elementales:
cómo ir y volver entre la playa y la comida”.
La supervivencia –y ésta
era la máxima y única preocupación de esta Comunidad
aburguesada- estaba plenamente garantizada por las leyes
que, desde tiempos inmemoriales, regían a ritmo de
cronómetro la etnocéntrica vida de las patosas
palmípedas: “Para la mayoría de las gaviotas, lo que
importa no es volar, sino comer. Para esta gaviota, sin
embargo, no era comer lo que importaba sino volar”.
(En su mundo interior resonaba con insistencia, como una
luz creadora, el bíblico grito redentor de ¡¡No solo
de pan vive el hombre!!)
Así que Juan Salvador,
comprometiéndose con el futuro –y lo que es más, consigo
mismo- se preocupó por encontrarle sentido a la vida
arrancándose por acrobacias y trascendiendo el estrecho
horizonte que sofocaba lo más valioso de sus
potencialidades. (Hace falta mucho valor para subirse al
trapecio y lanzarse a tumba abierta, sin otra red en la
pista, que la “confianza radical” de que nos habla Hans
Küng en Lo que yo creo).
Los efectos no se
hicieron esperar en el Gran Circo y, como los jerarcas
del bíblico Sanedrín, todos los de las gradas se
rasgaron escandalizados las vestiduras. La Comunidad de
gaviotas se reunió entonces en Sesión de Consejo para
condenar a Juan “por irresponsabilidad al violar la
dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas”.
Cada vez que alguien
pretende ejercer el inalienable derecho a manifestar en
libertad el propio pensamiento surge ineludiblemente el
escándalo.
De piedras de este
mineral –Salvador en este caso- están repletas las
páginas de la Historia. El más importante, y no el
único, un tal Jesús de Nazaret. Con él un ejército de
libertos empeñados en desafiar, lanza en ristre, las
letales estructuras del poder establecido.
Pero para Salvador
Gaviota, que no buscaba honores y sólo quería compartir
lo que había encontrado y mostrar esos nuevos horizontes
a los demás, su único pesar “no era la soledad, sino
que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria
que les esperaba al volar, que se negasen a abrir los
ojos y a ver”.
Por esa razón dejó un
día el exilio y se decidió a volver a la Bandada de la
Comida y les habló de cosas muy sencillas: “que está
bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma
esencia de su ser; que todo aquello que impida esa
libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición
o limitación en cualquier forma”.
Y, aunque la Bandada
parecía de piedra, terminó comprendiendo que ahora
tenían una razón para aprender, para descubrir, ¡para
ser libres!
Comprendió que la
realidad en la que se desenvuelve la trama exterior de
la existencia -el mundo de las obligaciones determinadas
por las costumbres y las normas- resulta huera y poco
significativa si no va acompañada de la realidad del
espacio interior. Un espacio en el que, aunque en
apariencia absurdo, se encierran el exterior y el
interior: el Uno y el Todo están en él, y no hay
encuentro posible sin la ineludible presencia del Todo y
del Uno.
Esta es la historia de
cuantos un día decidieron desplegar sus alas, romper con
la vida cómoda y empezar a volar más allá –para
regresar luego una y otra vez más acá- de los
acantilados.
Las consecuencias –y yo
las hago mías- las apunta Rad Bradbury haciéndose eco de
la novela: “Con este libro Richard Bach hace dos
cosas: me da alas y me hace joven. Y por ambas le estoy
agradecido”.
Vicente
Martínez