Jueves de la 24ª semana (Lc 7,36-50)

Comiendo en casa del fariseo, una pecadora vino con un frasco de perfume y, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas y los ungía con el perfume. El fariseo se dijo: si fuera profeta, sabría que es una pecadora. Simón, tengo algo que decirte: un prestamista tenía dos deudores; a uno le perdonó quinientos denarios y a otro cincuenta. ¿Cuál lo amará más? Aquel a quien perdonó más. Ella ha hecho conmigo lo que tú no hiciste. Sus pecados están perdonados, porque amó mucho.

El amor y el perdón son inseparables

En los evangelios encontramos una contradicción. Por una parte presenta a los fariseos como enemigos acérrimos de Jesús, pero por otra le invitan a comer, que era el gesto más significativo de confianza y amistad.

El lenguaje, un poco enrevesado, se podía aclarar de alguna forma si tenemos en cuenta que en arameo se utiliza el término ‘amar’ para indicar el agradecimiento ante un favor. Sería una reacción afectiva ante un favor.

Un fariseo no se plantearía nunca el tema del perdón. Eran estrictos cumplidores de todas las normas y no necesitaban para nada del perdón de Dios ni de los demás. Aquí está la clave de su dureza al juzgar a otros.

Por eso exigían condiciones tan estrictas para que Dios pudiera otorgar el perdón a los demás. Creían que Dios mostraría la misma diferencia entre justos y pecadores.

La actitud de la pecadora no les conmueve en absoluto. Las normas para obtener el perdón estaban muy bien establecidas y de su cumplimiento dependía el resultado.

Tal vez sea el tema en que mejor se percibe el abismo entre la postura de Jesús y la de los fariseos. Ni con la mejor voluntad es posible armonizarlas.

 

Fray Marcos