Sábado de la 32ª semana (Lc 18,1-18)
Había un juez que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Una viuda le decía: hazme justicia. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no acabe pegándome en la cara. Y añadió: fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? Os digo que les hará justicia sin tardar.
La justicia de Dios no puede ser reivindicativa
Es absolutamente disparatado aplicar a Dios las torpes motivaciones del juez injusto. El argumento es que incluso el peor de los jueces puede ceder ante la petición insistente de un perjudicado indefenso.
El relato da por supuesto que la justicia de Dios toma ejemplo de la justicia humana y que se mueve por los mismos motivos de restaurar una injusticia ya cometida.
Dios no tiene que hacer justicia puntual, porque para Él todo está en equilibrio en cada instante. La misma injusticia lleva en sí el daño para el que la comete y no se necesita ningún castigo al culpable para restaurarla.
Es un tema importante que aún hoy no tenemos claro. Dios no tiene actos. Mucho menos reacciones a lo que hagamos o dejemos de hacer los seres humanos.
Querer poner a Dios de nuestra parte en cualquier litigio interpersonal es convertirlo en el ídolo a nuestro servicio. Dios es mucho más que justo, porque es amor absoluto e incondicional que nos integra en su mismo ser.
Debemos tomar conciencia de que la justicia humana nunca puede restablecer una depravación ya cometida contra el hombre. Nuestra justicia siempre cae en la trampa de la necesidad de venganza del injuriado.
Fray Marcos