«A los pobres ni siquiera se les perdona su pobreza», señalaba una vez el Papa Francisco. Y precisamente para proclamar que la indigencia no es una culpa ni un destino ineludible, la Jornada de los Pobres se celebra este Domingo 17 de noviembre, como un día de justicia y de solidaridad. Están en juego los derechos de las personas y las comunidades y la supervivencia de miles de millones de personas. Mientras tanto, sin embargo, se ha llegado a teorizar y poner en práctica una ‘arquitectura hostil’, para deshacerse de su presencia incluso en las calles.
Pero los pobres no son números a los que apelar para presumir de obras y proyectos. Los pobres son personas a las que hay que tender la mano. Son jóvenes y ancianos solitarios a los que hay que invitar a casa para compartir una comida. Hombres, mujeres y niños que esperan una palabra amiga. Y la misión de la Iglesia es dar testimonio de compartir con los más frágiles. El Magisterio de la Iglesia siempre ha considerado la pobreza como una grave privación de bienes materiales, sociales y culturales que atenta contra la dignidad de la persona. Los pobres son los que sufren condiciones inhumanas en lo que respecta a la alimentación, la vivienda, el acceso a la atención médica, la educación, el trabajo y las libertades fundamentales.
La Iglesia, estimulada por el Papa Francisco, aborda el sufrimiento y las dificultades de la sociedad, mirando a las periferias del mundo. La expresión «opción prioritaria» (u «opción preferencial») por los pobres fue integrada en la doctrina social de la Iglesia por San Juan Pablo II. El Nuevo Testamento no condena a los ricos, sino la idolatría de la riqueza y que el sistema actual se mantiene gracias a la cultura del despilfarro, por lo que crecen la desigualdad y la pobreza. La globalización ha ayudado a muchas personas a salir de la pobreza, pero ha condenado a muchas otras al hambre. Es cierto que en términos absolutos ha crecido la riqueza mundial, pero también han aumentado las desigualdades y han surgido nuevas pobrezas.
Este sistema se mantiene gracias a esa cultura del descarte: hay una política, una sociología y también una actitud de descarte. Cuando en el centro del sistema ya no está el hombre sino el dinero, cuando el dinero se convierte en ídolo, hombres y mujeres quedan reducidos a meros instrumentos de un sistema social y económico caracterizado, de hecho dominado por profundos desequilibrios. Y así se descarta lo que no sirve a esta lógica: es esa actitud la que descarta a los niños y a los ancianos, y la que afecta también a los jóvenes ni-ni, los que ni estudian ni trabajan.
¿Cuál será el próximo descarte? Una jornada así es también una invitación a detenerse a tiempo, a no resignarse, a no considerar este estado de cosas como irreversible. Hay que intentar construir una sociedad y una economía en las que el hombre y su bien, y no el dinero, estén en el centro. Hace falta ética en la economía y hace falta también ética en la política.
Sin una solución a los problemas de los pobres, no resolveremos los problemas del mundo. Urgen programas, mecanismos y procesos orientados a una mejor distribución de los recursos, a la creación de empleo y a la promoción integral de los excluidos. En los orígenes del cristianismo, San Juan Crisóstomo afirmaba: «No compartir los propios bienes con los pobres es robarles y privarles de la vida. Los bienes que poseemos no son nuestros, sino de ellos». Esta preocupación por los pobres está en el Evangelio y en la tradición de la Iglesia.
La pobreza no es miseria. La miseria es indignidad, la pobreza es una forma de vida. El imperativo es no abandonar nunca a nadie. Hay que despertar la impaciencia de la caridad. Los pobres necesitan que les levantemos las manos, que nuestros corazones vuelvan a sentir el calor del afecto, que nuestra presencia supere la soledad. El pobre necesita del amor samaritano. A veces basta poco para devolver la esperanza: contemplar, detenerse, compadecerse, escuchar, consolar, ayudar.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Religión Digital