Quizás la esperanza es la virtud más extraña y peculiar del ser humano. Que esperemos algo a partir de la experiencia que tenemos, a partir de la confianza que nos da lo que ya ha ocurrido, es comprensible. Lo extraño es seguir esperando cuando lo ya acontecido nos indica que no tiene sentido la esperanza. Somos irrealistas e ilusos, no optimistas, cuando mantenemos expectativas ya defraudadas y sin resquicios de que sean posibles.
Hace poco más de un año nos sorprendía la pérdida de una esperanza. El sínodo de octubre de 2023 no daba los frutos concretos esperados. Fue “un parto de los montes” que renovaba la experiencia tan repetida de una Iglesia miedosa, en la que la tradición del pasado bloqueaba el presente y cerraba expectativas de futuro. Quedaba todavía una esperanza debilitada pero no eliminada, la segunda sesión sinodal de octubre del 2024.
Ahora se confirma la verdad de esperanzas fallidas y de reformas concretas que ni siquiera se mencionan. Es verdad que no todo ha sido inútil y que ha habido muchas aportaciones positivas. Pero la globalidad de la esperanza fallida se confirma. Este papado “diferente” nos había hecho esperar tanto, que lo que ha cambiado nos parece muy poco para la necesidad que tenemos. Sus muchos gestos para cambiar la Iglesia y renovar la dinámica del Vaticano II, quedan muy limitados por el temor en una Iglesia polarizada. Hay miedo a volver al evangelio y a sus exigencias, se prefiere la paz religiosa, a los conflictos que generaría someterla al evangelio.
Y esto en un momento histórico en que se está gestando otro modelo de sociedad, una crisis de civilización y en ella de la Iglesia. Desde la Reforma del XVI no vivíamos una realidad más cruda. La Iglesia actual no puede atender a las necesidades del pueblo; tampoco ofrecer los sacramentos a los que los demandan y no tiene ministros para todas las comunidades. Y esa carencia global y esencial se mantiene después de los dos sínodos y de un papado reformador, pero que cada vez muestra más lo que puede y probablemente desea, pero no se atreve a hacer.
Y no porque vaya contra algún principio evangélico. Al contrario, lo inaceptable es aceptar comunidades sin pastores antes de asumir lo que sí permitió Jesús y los apóstoles, y el conjunto de la Iglesia durante más de mil años: un clero abundante, casado y célibe, integrado en el pueblo y con “olor a oveja” en una Iglesia sinodal. Se prefiere el statu quo actual, cuando la corrupción y los abusos sexuales y de autoridad son manifiestos. Nunca ha sido más necesario cambiar al clero, y sin hacerlo es difícil mantener la esperanza de reforma que se vuelve ilusoria.
Celebramos el adviento y nos preparamos para la navidad, que nos invita a la esperanza. Pero ¿En qué podemos encarnarla? ¿Qué mediaciones ponemos para realizarla? ¿No hacemos abstracta, ilusoria y engañosa la esperanza que teóricamente afirmamos? Dios no puede ni quiere hacerlo todo, cuenta con el seguimiento de los miembros de la Iglesia. Y cuando el miedo atenaza la libertad, la comprensión de la realidad se pierde. ¿A qué personas dirige la iglesia actual, y su jerarquía, el mensaje cristiano? ¿No nos damos cuenta de que en el siglo XXI ha comenzado a cambiar el mundo y el ser humano?
Para que la esperanza cristiana sea real tiene que haber correspondencia con la realidad existente. Sin ella no solo se desatiende el presente, sino también se bloquea el futuro. Es ilusorio hablar del Dios adveniente y de la esperanza que nos trae el nacimiento de Jesús, cuando anteponemos la paz jerárquica a los conflictos del evangelio. Si una comunidad cristiana no puede celebrar los sacramentos esta navidad, la jerarquía, comenzando por el papa, tiene una responsabilidad moral y jerárquica. Es cuestión de opciones por lo más coherente evangélicamente. Revitalizar el cristianismo exige las urgentes reformas necesarias para que no sea cada vez más difícil ser cristiano en una sociedad cada vez más distante de la cristiandad existente.
Juan Antonio Estrada
Religión Digital