VI Domingo de Pascua
25 de mayo
Jn 14, 23-29
En un comentario anterior traté de mostrar el amor como criterio de verdad. El amor constituye el test por antonomasia que nos permite verificar la verdad o no de lo que pensamos, decimos y hacemos.
Y lo es, no por un capricho arbitrario, sino porque solo cuando se vive en amor, se tiene la garantía de vivir en la verdad de lo que somos, no girando en torno al propio ego, en una imaginaria consciencia de separatividad, creada por la mente, sino anclados en la consciencia de unidad, sabedores de compartir el mismo y único fondo de lo real.
“Maestro interior” es otro de los nombres de lo que realmente somos, ese fondo único que se manifiesta a través de la intuición como guía certera de nuestra existencia. Sabemos que la intuición no yerra nunca. Sin embargo, podemos errar nosotros al tomar como intuición lo que fuera solo una idea, un deseo o un capricho de nuestra mente. Pues bien, junto con otros que nos permitan detectarlas con lucidez, a la hora de discernir la verdad de la intuición, encontramos un criterio en el amor. Eso que me parece ser una intuición, ¿nace del amor, es decir, de la consciencia de unidad o, por el contrario, persigo algún interés con ello?
La intuición -a diferencia del razonamiento- siempre nos sorprende, se halla dotada de un dinamismo que impulsa a la acción y tiene el signo de la gratuidad o desapropiación. Su objetivo no es alimentar el ego, sino trascenderlo. Si resumimos todos esos rasgos en un solo solo, podría decirse así: la intuición nace del amor, entendido como certeza de no-separación. De ahí que, cuanto más vivamos de manera consciente el amor que somos, con mayor claridad notaremos que somos conducidos por la certera luz interior.
Enrique Martínez Lozano
(Boletín semanal)