Hace unos días tuve la alegría de encontrarme con un amigo y viejo compañero de la Sociedad de San Vicente de Paul. Recordamos que allí en la iglesia de Santa Catalina de Siena comenzó él y recordaba que la primera vez que fue a visitar a un necesitado lo enviaron con mi persona porque yo ya tenía experiencia. Él no concebía que en Miami hubiera personas con necesidad, y que nosotros fuéramos a ayudarlos, luego que las casas que visitábamos eran bonitas, en el barrio de Kendal, nuevas y por el mobiliario, nada aparentaba su necesidad. Antes de entrar en la casa yo le pedí que hiciéramos una oración al Espíritu Santo para que todo saliera bien y él se sorprendió porque, a pesar que era católico, nunca le había rezado al espíritu santo. Lo primero que hice fue pedir un vaso de agua y le hice señas a mi compañero que observara, aquella nevera, de dos puertas bien cara. Lo único que había en su interior era un galón con agua fría. Era una familia con dos niños, que sus padres fueron despedidos del trabajo y no les alcanzaba para pagar sus gastos altos con lo que recibían como ayuda de desempleo.
Aquella anécdota siempre la recordó porque le sirvió de mucho en su vida. Me contó que había entrado en el ejército y lo hubieron de enviar a Afganistán y allí pudo ver muy de cerca el hambre y la necesidad, cómo niños que estaban huérfanos, deambulando por las calles, tratando de robar o sencillamente mendingando por la falta de alimentos. Él, como oficial del ejército, trató de ayudar a esos niños. A veces tuvo miedo porque los enemigos usaban esos niños para llenarlos de metralla y enviarlos donde ellos estaban. Sin embargo, a él y a su compañía nunca les pasó un caso parecido; compartían la comida con esos niños y recordaba la frase muy nuestra de que “El que da, recibe mucho más de lo que da”. Ellos todos regresaron sanos a sus casas, después de haber participado en muchas misiones de mucho riesgo en ese país. Esto lo atribuía a lo que pudieron hacer por esos niños. Aun después de haber regresado, ha tenido contacto con hermanas de la caridad y curas radicados allí para, de alguna manera, seguir ayudándolos.
Una de las cosas que más me agradecía es que le había hablado del Espíritu Santo, haberle ingresado en su devoción y rezarle cuando tenían un grave problema. Hablaba con su capellán y siempre antes de salir a misiones riesgosas, en la que muchos hubieran perdido la vida, ellos se sintieron protegidos, porque le entregaban a Él la misión y le pedían que los ayudara, una de las cosas que más le sorprendió, fue la abundancia de palabras que ponía en su boca para que aquellos compañeros suyos mucho de ellos ni creían en Dios, fueran ingresando en sus vidas la fuerza que nos inspira el Espíritu Santo.
Desafortunadamente mi amigo estaba solo de visita en Miami y el encuentro fue breve. Vive en Seattle y allí tiene su familia. Ese abrazo que me dedicó y el saber estas historias y muchas más que me contó, me llenaron de regocijo, porque una vez más comprendí que Dios trabaja a veces muy raro y usa a personas distintas para que lleven su mensaje. Gracias, Espíritu Santo, por estar siempre pendiente de nuestras vidas.
Víctor Martell