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DOMINGO 3º DE CUARESMA (C)

Lc 13,1-9

El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo. “El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”.

Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos, desde una visión mítica de la historia. No es Dios sino los seres humanos quienes podemos alcanzar la salvación. Esto es muy importante. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a los humanos.

“Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia. Dios no tiene nombre, simplemente, ES. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente inadecuado, y solo “sequndum quid”, acertado. A la hora de la verdad, lo olvidamos y defendemos esos conceptos como si fuera la realidad de Dios.

El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema. ¿Es el mal consecuencia de un pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios.

Incluso la lectura de Pablo que hemos leído se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. Está claro en el evangelio de hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro, el del ciego de nacimiento en el evangelio de Jn, donde preguntan a Jesús, ¿quién peco, éste o sus padres?  

Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos alcance debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede ser más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos incapacitados para oír lo que nos dice.

Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griego metanohte, que significa cambiar de mentalidad. No dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos termina en el abismo, nunca lo evitaremos. Si soy yo el que camino hacia el abismo, solo yo podré evitar el precipicio.    

La parábola de la higuera es clara. El tiempo para dar fruto es limitado. Dios es don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, la culpa será solo mía. No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi plenitud es el premio; no alcanzarla es el castigo.

¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Esta es la pregunta que nos debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, ya está en ti, porque ya estás identificado con Dios. Nuestra tarea consiste en descubrir y vivir esa realidad, que es tu verdadera salvación. Lo que no sea esta toma de conciencia es mitología.

 

Fray Marcos