Después de una semana de viaje en el Brasil, lo primero que hizo el Papa tras descender de la escalerilla del avión fue dirigirse a la Basílica de Santa María la Mayor para dejar una ofrenda a la Virgen: una camiseta conmemorativa de la Jornada Mundial de la Juventud y una pelota hinchable, de las que los niños usan en la playa.
Esa modestísima pelota en el altar, junto al precioso sagrario y los fastuosos candelabros, bajo el artesonado enriquecido con el oro de las Américas obsequio del emperador Carlos I, esa frágil pelota, verde y amarilla, a los pies de las esculturas de Bernini y Maderno, es un símbolo brutal. Causa el mismo efecto que si fuera un fajo de cartuchos de dinamita.
Francisco es un Papa de gestos demoledores. Su verbo es provocador, pero a la vez de una lógica aplastante que apabulla. Cuando le preguntaron por qué se saltó las medidas de seguridad para acercarse a la multitud que le esperaba en Río, fue conciso: «Porque vengo a visitar a gente y quiero tratarla como a gente; tocarla». Frases como ésta tiene para hacer un rosario. En lugar de hablar, deja sentencias luminosas, con la virtud de no parecer pedante.
Viene a ser como Churchill, pero sin puro y con sotana blanca. Seguramente, como el estadista británico siente que está en guerra contra el mal. Acorralado en una isla donde los suyos han entrado tarde en la batalla. Lejos de encerrarse en su cuartel vaticano ha salido a buscar al enemigo. Y al hermano.
Lo sorprendente es que alguien que dice en voz alta lo que se antoja natural –que hay que ayudar a los pobres, integrar a los homosexuales, apartar a los corruptos, combatir a los lobbies...– emerja como un revolucionario. Cabe preguntarse, pues, qué sociedad hemos construido en la que desconcierta un discurso ético básico, casi de mínimos.
El poder de Francisco es que transmite credibilidad. Lo suyo no es pose. Sólo alguien que cree a pies juntillas en lo que hace se somete a las preguntas de setenta periodistas en el pasillo de un avión. Con una sonrisa en la cara. Sin límite de tiempo ni censura previa. Lo subversivo de Francisco es su ejemplo. Después de esa rueda de prensa da risa pensar que hay responsables públicos que no admiten preguntas o que contestan leyendo las respuestas.
Esa pelota de playa del Papa va a estallar.
Ferrer Molina
El Mundo