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Libro de la biblia

* Cita biblica

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Fecha de Creación (Inicio - Fin)

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Desde aquella primera bacteria que hace tres mil quinientos millones de años recibió el soplo de la vida, la Tierra ha estado proporcionando todos los recursos necesarios para que aquella vida insignificante pudiese extenderse y desarrollarse hasta llegar a nosotros. Pero lo fascinante es que el ser humano no solo encontró a su llegada un hábitat que le permitía sobrevivir, sino un universo henchido de belleza capaz de solazar sus sentidos y conmover su espíritu; un paraíso que parecía diseñado para su disfrute.

Las fotos de la Tierra desde el espacio son reveladoras. Entre una infinidad de planetas opacos y amorfos aparece el nuestro, azul y luminoso, totalmente distinto a todo cuanto le rodea. Y si bajamos a la superficie nos encontramos con mucha más belleza, y además con vida. La inmensidad del firmamento estrellado, el intenso azul del mar, las montañas nevadas en el horizonte, el colorido de los bosques en otoño, el sonido rumoroso de una regata que se desliza entre hojas caídas o el sosiego que trasmite un atardecer de verano, son cosas innecesarias miradas desde Darwin, pero imprescindibles si las miramos desde la perspectiva de un padre que está preparando la morada de sus hijos. El cronista del Génesis habla de “Paraíso Terrenal” para referirse a la primera morada del hombre, y nos podemos imaginar la inmensa belleza de aquella Naturaleza virgen.

La teoría de la evolución de las especies explica por qué los individuos son cada vez más fuertes, más rápidos, con mejores reflejos, e incluso más inteligentes, pero no explica el papel de lo bello en el mundo. Podríamos sobrevivir en un mundo feo y tenebroso como el que imaginó J.R.R. Tolkien en “El señor de los anillos” para albergar a los Orcos, pero vivimos en un mundo que parece concebido para recrear nuestros sentidos.

Y esto es asombroso, porque el único objeto de la belleza es provocar fascinación y no tiene sentido sin un sujeto capaz de apreciarla. En realidad, resulta vana y superflua; casi diríamos que fuera de lugar; sencillamente sobra. Pero en este universo primoroso, nada —absolutamente nada— sobra y nada es vano ni superfluo, sino que todo es necesario para mantener su armonía. Por eso, cuando la Tierra se va formando y van naciendo los colores, los sonidos, las fragancias, las texturas… parece que la Naturaleza estuviese sobre aviso; que supiese que al final del proceso iba a haber sobre ella unos seres capaces de complacerse en ellos; de disfrutar de ellos.

Esta anticipación del futuro —junto a la infinidad de ellas que se han dado a lo largo de la evolución— resulta muy difícil de explicar sin admitir el carácter teleológico de todo el proceso; es decir, sin aceptar que todo el proceso evolutivo está diseñado conociendo el destino final. Un pintor tiene en su mente el modelo que quiere plasmar, y sus primeras pinceladas no nos dan ninguna pista sobre el objeto del cuadro. Parecen carentes de sentido. Pero terminado éste, comprendemos cada uno de los pasos previos que hasta entonces eran ininteligibles.

En el universo pasa lo mismo. Hay un plan, la Naturaleza tiene impreso el objetivo final de dicho plan, y se cumple sin necesidad de violentar sus leyes, sino todo lo contrario; a través de ellas. Galileo sostiene que «las matemáticas son el lenguaje en el que Dios escribió el universo» (y así se entiende que las leyes físicas se pueden plasmar en ecuaciones matemáticas). Muchos científicos clásicos, y no pocos contemporáneos, nos invitan a pensar que las Leyes Naturales son el nexo de unión entre Dios y el mundo; las que propician la acción de Dios en el mundo; en definitiva, el lenguaje de Dios para dirigir el mundo.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús

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