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SI TODAS LAS IGLESIAS DEL MUNDO...

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Hace unos días volvió a mi memoria el recuerdo de una película que, a mediados de los cincuenta, filmara el cineasta francés Christian Jaque y que en su momento tuvo gran repercusión, "Si todos los hombres del mundo...".

Narraba en ella la odisea de un pequeño barco pesquero cuya tripulación se ve atacada de botulismo en alta mar y cuyas posibilidades de supervivencia son absolutamente nulas pero que se salva gracias a la solidaridad de una red de radioaficionados que capta el desesperado pedido de auxilio del capitán del barco, primero en Togo y luego a través de varias ciudades europeas, consigue hacerles llegar el imprescindible antídoto.

Ese recuerdo me llevó a pensar en la situación de nuestra nave planetaria. Estamos a la deriva y atacados no por una sino por varias enfermedades que pueden llevarnos al más insondable de los abismos, el consumismo, la drogadicción, la destrucción de la naturaleza, el hambre, la miseria, la violencia... de modo que estamos en una situación tanto o más grave que la de la tripulación de aquel barco. Sin embargo, contamos ahora con una tecnología mucho más desarrollada, dinámica y efectiva que la de aquella época y organizaciones que puestas al servicio del bien común pueden cambiar el rumbo de la historia.

A principios del siglo pasado, más exactamente en 1910, en Edimburgo (Escocia), en el seno de un Congreso Misionero surge la idea de restaurar la unidad de las religiones cristianas, lo que luego se dio en llamar el Movimiento Ecuménico.

[Del griego" oikoumenē» = «lugar o tierra poblada como un todo»]

Fueron primero tres protestantes los que le dieron el impulso inicial: el obispo luterano Natan Sôderblom, el episcopaliano canadiense Carlos Brent y el metodista Juan Mott a los que más tarde, bajo el pontificado de Juan XXIII, se sumó la iglesia católica. La propagación y la consolidación del movimiento ecuménico debería hoy sentar las bases para una mayor participación de las iglesias en la vida contemporánea.

Veinte siglos de predica no han dado los frutos esperados, los cristianos salvo unos pocos muy pocos no dan en la vida cotidiana testimonio de su fe, de sus principios, de lo que debieran ser sus convicciones, ni manifiestan mayor arraigo a las enseñanzas de Jesús de Nazareth.

La iglesia si quiere encarnar al buen pastor no puede mantenerse alejada de su rebaño, cuando el rebaño sufre y se rebela contra la opresión y el abandono de sus propios gobernantes, sino que debe ponerse resueltamente a la cabeza de ese rebaño, acompañándolo, no solo exhortando a los creyentes a "cumplir con fidelidad sus deberes temporales" sino compartiendo la genuina rebeldía que provocan las injusticias, incentivando y prestando su activa colaboración en las demandas por las que actualmente claman los movimientos sociales, verdaderos sujetos de ese rebaño que las iglesias han pretendido desde siempre condicionar con la promesa del Reino.

El Reino es aquí y ahora como lo proclaman muchos teólogos contemporáneos pero debemos construirlo entre todos y para eso es necesario convocar a todas las fuerzas de que disponemos: las iglesias tienen estructura, tienen territorialidad, tienen grandes reservorios morales y seguramente creatividades subyacentes capaces de despertar y de convertirlas en las verdaderas líderes del cambio.

Las iglesias no solo deben conducir con la palabra sino también con las obras y no me refiero a las tradicionales obras de caridad las que, aún sin negarles su profundo valor, son apenas paliativos, remiendos bienintencionados que por el contrario siguen contribuyendo involuntariamente a que nada cambie.

El movimiento ecuménico actualmente compuesto por 334 iglesias de diferentes tradiciones eclesiales, de casi todos los países del mundo, reunidas en el Consejo Ecuménico de las Iglesias y que además mantiene relaciones fraternales con otras iglesias que no forman parte aún de su organización, puede llegar a conformar uno de los poderes más extraordinarios de nuestro tiempo.

Podría convertirse en un verdadero factor de cambio en la medida en que como instituciones comiencen a cooperar activamente con los movimientos sociales, pero también a incentivarlos y a orientarlos en la búsqueda de nuevas formas de convivencia, de producción, de administración planetaria, de transformación en paz de las actuales estructuras de sometimiento, de explotación, de aniquilación de los más débiles, de agotamiento e injusta distribución de los bienes naturales indispensables para la vida.

Y en tal sentido no estaría tal vez del todo mal que toda nuestra iglesia católica hiciera un examen colectivo de conciencia y evaluando los resultados de su prédica en la historia humana decidiera preocuparse menos por la liturgia y más por los desamparados, siempre presentes, nunca olvidados por el Maestro a quién dicen anunciar.

Pero para lograr un cambio tan profundo hacen falta conversión, convicción y nuevas ideas, aunque estas últimas serán sin duda el fruto de las dos primeras.

Es innegable que la creatividad humana no tiene límites: ¿por qué no poner en funcionamiento los cerebros de nuestras jerarquías para instrumentar nuevas formas de lucha pacífica en el seno de nuestras sociedades? ¿por qué no pedirles que asuman la cristiana responsabilidad de poner la imaginación, la voluntad, el esfuerzo individual y colectivo al servicio de esa transformación que, con intensidad creciente, reclama nuestro mundo? Y ¿cuáles podrían ser esas nuevas tareas, esas nuevas responsabilidades?

Para no extenderme demasiado voy a mencionar solo un ejemplo, pero habría muchos más. A nadie le pasa desapercibido que algunos programas de televisión (e increíblemente hasta radiales) se han transformado en un venero de inmoralidad, de estupidización y de deformación cultural de gran parte de la población.

El exhibicionismo sin límites de que hacen gala merecerían sanciones que nadie les impone y contribuyen en no poca medida a la banalización del sexo, a la iniciación temprana en las relaciones sexuales y sus muchas veces dolorosas consecuencias.

No nos rasguemos después las vestiduras clamando por la no despenalización del aborto. Busquemos atacar los males en sus raíces y en sus causas profundas. Estoy convencida de que está en manos de la sociedad poner coto a tales excesos, una de ellas organizar campañas para comprometer por lo menos a aquellos que se dicen cristianos a no comprar productos de las empresas que patrocinan esos programas y a cumplirlo y a comunicárselo a dichas empresas de la forma más masiva posible.

Es probable que en la medida en que estas campañas fueran estimuladas y respaldadas por las mismas iglesias, sus prelados, sus organizaciones, sus colegios, sus universidades... podrían alcanzarse algunos resultados, aunque desde luego partiendo siempre de la convicción de que será necesario mantenerlas con perseverancia y en el tiempo.

De modo que no nos podemos quedar en las voces de alerta ni en el terreno de los lamentos, es necesario pasar a la acción: organizar boicots, apoyar a los indignados y orientarlos, colaborar pacíficamente con sus protestas, fortalecer la esperanza, acrecentar su fe.

Urge no solo concientizar a la gente sobre las consecuencias de estos nefastos derroches sino también y principalmente asumir liderazgos que condenen estas y otras prácticas similares que amenazan no solo al bienestar moral sino también al bienestar material de nuestras sociedades presentes y eventualmente futuras.

Solo así podremos seguir soñando con un mundo más humano, más digno, más cristiano... Si todas las iglesias del mundo... se lo propusieran podrían tal vez salvar a la humanidad de su actualmente previsible aunque evitable final.

 

Susana Merino

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