CARLOS MUGICA, EL PASTOR MÁRTIR EN EL CORAZÓN DE LA VILLA 31 (I)
Ricardo MautiEl olvido de los mártires es un “complejo” que la Iglesia Argentina y latinoamericana carga desde hace décadas. Es curioso que habiendo sido el culto a los mártires lo que configuró la piedad en los primeros dos siglos del cristianismo, haya encontrado en este continente, “cristiano en su mayoría”, tantos reparos y obstáculos. En parte, tiene que ver con aquello que el teólogo Karl Rahner planteaba en un célebre artículo, “¿por qué no habría de ser mártir un monseñor Romero, por ejemplo, caído en la lucha que él hizo desde sus más profundas convicciones cristianas”, (K. Rahner, “Dimensiones del martirio”, Concilium, 183 [1983], p. 323).
El caso de Romero es paradigmático, pero es “uno” entre miles en el continente si no el más pobre, sí el de las mayores desigualdades sociales. La sangre de estos hermanos y hermanas nuestros, muertos por dar testimonio de su fe en Dios y por haber amado sin cortapisas a los que Él ama de preferencia, es una de las riquezas más grandes de la Iglesia latinoamericana. La sangre de estos mártires es prueba también de que no será fácil borrar su memoria de los pobres del continente, (Cf. Gustavo Gutiérrez, “Desde Medellín a Aparecida”, Lima, CEP, 2018, p. 63). Desde hace años y vamos a circunscribirnos en este artículo a la Argentina, “desinterés e incredulidad” han sido reacciones frente a los mártires antes, durante y después del Terrorismo de Estado (1976-1983).
Sin intención de generalizar, con la beatificación de los “mártires riojanos” en 2019 sucedió exactamente eso en amplios sectores de la Iglesia en Argentina, a ellos deben agregarse los mártires Palotinos, el obispo Ponce de León y una multitud de “testigos”, hombres y mujeres de la cultura, religiosas, maestras, catequistas y asistentes sociales comprometidos desde el evangelio y la justicia, que sufrieron persecución, secuestro, tortura, y desaparición. Con el paso del tiempo, la cosa no ha cambiado, paradójicamente los frutos del “martirio” de tantos hermanas y hermanos (identificación con los ideales evangélicos, actitud de denuncia frente a toda injusticia, mayor “militancia” de cristianos/as en las organizaciones de DD.HH), han generado al interno de la “institución eclesial” un gélido muro de silencio, ¿hecho de “ignorancia”, “indiferencia”, “complicidad” o “negación”? retrasando una propuesta catequística de sus figuras, a las nuevas generaciones.
La pregunta es: qué espacio encuentran “hoy” los/as mártires y confesores/as de la fe, en los planes y lineamientos de estudio de los seminarios y facultades católicas, en las Juntas de Educación católica de las diversas diócesis argentinas, en las respectivas Juntas catequísticas diocesanas y en la pastoral vocacional de las diferentes diócesis.
Las causas y las respuestas que pueden darse, son múltiples y no es nuestro interés tratarlas en los límites del presente artículo. Si bien, el tema ha sido trabajado exhaustivamente en una obra cumbre aparecida en 2023 sobre “La Iglesia católica en la espiral de violencia en la Argentina”: (Cf. C. Galli, J. Durán, L. Liberti, F. Tavelli, La verdad los hará Libres. La Iglesia católica en la espiral de violencia en la Argentina 1966-1983, Buenos Aires, Planeta, 2023, [T.1 pp. 578-683; T.2 pp. 97-137; 200-223; T.3 pp. 165-189]), es necesario una mayor “recepción” del tema, lo cual ha de esperarse se dé, no de manera “mecánica” sino mediante, el ejercicio de la predicación, la celebración de sus “memorias” y la formación del pueblo de Dios, que abarque desde los “sectores populares” a la “academia”.
Mantener viva la memoria
Pero vengamos a nuestra figura central. El 11 de mayo, se cumplen 50 años del asesinato del Padre Carlos Mugica (1974-2024), acribillado a la salida de la celebración de la misa en la Parroquia San Francisco Solano en el barrio de Villa Luro. Veinte años después, el P. Jorge Vernazza, amigo y conocedor como pocos de la vida y obra de Carlos, señalaba que era “necesario rescatarlo de un muro de silencio tras el cual se intentó sepultarlo”, (Padre Mugica, “Una vida para el pueblo”, Buenos Aires, Lohlé-Lumen, 1996, p. 9). El “muro de silencio” levantado en parte por una lectura “sesgada” de la epoca dramática que le tocó vivir, tuvo complicidades en determinados sectores de la Iglesia, que aún hoy se resisten a aceptar su figura, tal vez por no adecuarse a los “cánones clásicos” de comprensión del ser y quehacer sacerdotal.
Acercarse al menos, a una descripción acotada de su vida, pasión y muerte, permite vencer algunos prejuicios, actualizar su memoria y proponer un modelo de “pastor creíble”, comprometido con la “causa de los pobres”, que es la “causa de Jesús y de su reino”. A su vez, en tiempos de “crisis de vocaciones sacerdotales”, es saludable proponer modelos “aggiornados” de pastores, que permitan leer los signos de los tiempos, y descubrir, los “valores permanentes” que identifican al presbítero del Vaticano II, comprendido desde la entera tradición de recepción latinoamericana y argentina.
Carlos Mugica en contexto
Carlos Francisco Sergio Echagüe, había nacido en el Palacio Ugarteche, llamado comúnmente Palacio de los Patos en pleno Barrio Norte de Buenos Aires. De familia “antiperonista”, Carlos comulgó en sus años de niñez y adolescencia con aquellas ideas. Su padre, ingeniero civil y abogado, ocupó varios cargos públicos, y llegó a ser ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Arturo Frondizi (1961). En tanto, su madre, Carmen Echagüe, era hija de terratenientes adinerados y descendiente del exgobernador bonaerense Pascual Echagüe, quien colaboró con Juan Manuel de Rosas durante la invasión anglofrancesa.
Como es de suponer, Carlos fue criado en el seno de un familia de honda fe cristiana, en un clima de piedad religiosa, tradicionalista, lo que significaba que había dos valores que consideraban esenciales: “la patria y la religión”. Él mismo lo expresa en su autobiografía “era un fe trascendentalista, muy preocupada por la salvación del alma, que no turbaba para nada la conformidad que sentíamos hacia todo lo que nos rodeaba. El otro mundo, el mundo de los humildes, no lo conocía” (Cf. “El padre Mugica cuenta su historia”, Revista Cuestionario N° 1 [Mayo, 1973], p.1).
El ambiente en el que nació y vivió Carlos Mugica hasta cumplir su mayoría de edad condicionó, lógicamente su visión social. En el artículo periodístico (antes citado) publicado unos años antes de su asesinato, aceptaba que en su juventud desconocía totalmente “el mundo de los humildes”, y recordaba que las únicas ocasiones que tenía de “tocar las cosas del pueblo” era cuando iba a la cancha de Racing, del cual era “fanático”, acompañado de Nico el hijo de su cocinera. Una síntesis de su visión del mundo en aquella época, la rememora un hecho sucedido durante un verano: “Había ido con mis hermanos en las vacaciones, al campo y desde allí le escribí a mis padres. En la despedida de la carta había puesto, ‘saludos a las sirvientas’.
Cuando volvimos de afuera, María (una de las empleadas) me dijo: ¡Carlos, nosotros no somos sirvientas, somos seres humanos!”. Los primeros años de estudio en el Nacional Buenos Aires no solo fueron de pésimas calificaciones sino que fue suspendido media docena de veces, llevándose materias a diciembre y marzo. “Mirá, Carlos -le dijo su padre-, yo no voy a obligar a ninguno de ustedes a estudiar. Reconozco que soy un tragalibros y no pretendo que mis hijos sean así, porque cada uno es como es. Pero si vos no querés estudiar, yo te voy a mandar a una estancia que está al sur, que es de una gente que conozco, para que trabajes. La amenaza y el cambio de escuela le sentaron bien” (María Sucarrat, “El Inocente. Vida, pasión y muerte de Carlos Mugica”, Buenos Aires, Octubre, 2017, p. 29).
Debido a los contratiempos sufridos, el joven Carlos comenzó a esforzarse y tomó conciencia de su capacidad intelectual, elevó notablemente su rendimiento escolar y concluyó sus estudios. Años más tarde, luego de conocida su vocación sacerdotal, sus familiares recordarían que paradójicamente, Carlos fue el único de los siete hermanos que nunca llegó a cursar en un colegio religioso. Su vida fue tomando rumbo aunque con profundos interrogantes que no terminaba de aclarar: “Me acuerdo que un día, charlando con mi confesor, el entonces padre Aguirre (luego primer obispo de San Isidro), le dije: ‘Padre me siento un tipo feliz. Primero, porque hay una chica que creo que me lleva el apunte; segundo, porque Fangio salió campeón mundial y, tercero, porque Racing va primero…El padre Aguirre me dijo: ‘Mirá, yo creo que la felicidad depende de cosas más profundas…’Un tipo extraordinario, el padre Aguirre. Además, me hizo pensar por primera vez que la felicidad no está en las cosas de uno sino en las cosas de los demás” (“El padre Mugica cuenta su historia”, art. cit.).
Buscando seguir los pasos de su padre, ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA), aunque, como refiere su hermana Marta, ya se notaba que tenía vocación religiosa. Dada la holgada situación económica de su familia, no necesitó trabajar durante su época de estudiante, aunque tuvo un empleo temporario a comienzos de 1951, cuando colaboró en la edición del Boletín Oficial en el Palacio de Tribunales. La posibilidad de disponer de tiempo libre y una cómoda situación económica, le permitió viajar por primera vez a Europa. Era un Tour organizado por la institución religiosa “Obra del Cardenal Ferrari” con motivo del Año Santo de 1950, viajó con su confesor y otros sacerdotes, y junto con Alejandro Mayol, quien se transformaría poco después en su compañero de seminario y su mejor amigo (Cf. Martín De Biase, “Entre dos fuegos. Vida y asesinato del padre Mugica”, Buenos Aires, Patria grande, 2013, p. 22).
En marzo de 1952, Carlos ingresa al Seminario de Buenos Aires en Villa Devoto. El padre Héctor Botán, compañero de Mugica en el seminario y, posteriormente en el MSTM y en el Equipo sacerdotal para las Villas de Emergencia, comenta que en esa época se producían conflictos entre la nueva camada de postulantes y sus superiores, debido a que “la mayoría de nosotros, siendo muy libres y muy poco dóciles, debíamos movernos dentro de una vieja estructura preconciliar. Nuestra forma de actuar hacía que fuéramos un ‘hueso duro de roer’ para directivos formados en una mentalidad clásica” (De Biase, p. 30). Aun plenamente inserto dentro de ese ambiente conflictivo del seminario, Carlos Mugica no se situaba entre el grupo de muchachos especialmente rebeldes. Proviniendo de una familia tradicional, acostumbrada a una religiosidad ritualista y alejada de las cuestiones mundanas, la imagen de sacerdote que tenía internalizada era la de una firme disciplina y sujeción casi absoluta a las normas impuestas por sus superiores.
Esto queda de manifiesto en el hábito adquirido de una evaluación periódica de su comportamiento, que dividía en algunas páginas de su libreta personal en ítems como “oración”, “estudio”, “meditación”, “conversación política”, “humildad en la conversación”, “comida” y (lectura del) “diario”. Los primeros años de seminario coinciden con el recién iniciado segundo gobierno peronista y justo cuando comienzan las fricciones entre Perón y la Iglesia. El enfrentamiento entre el gobierno y la Iglesia se profundiza y es aprovechado al máximo por los opositores a Perón, que azuzarán las pasiones hasta convertirlas en verdaderos “odios de clase”.
Estos odios expresados en las pintadas callejeras como “Viva el cáncer” ante la muerte de Eva Perón, hasta los bombardeos a Plaza de Mayo en junio de 1955, por parte de la aviación naval con la insignia de “Cristo vence” pintada en los aviones. Grupos peronistas en represalia quemarán algunas Iglesias, culminando todo con el golpe de Estado de Lonardi, Aramburu y Rojas el 16 de septiembre de 1955.
El proceso de conversión espiritual y político
Carlos Mugica no era indiferente a ninguno de estos hechos. El padre Rodolfo Ricciardelli, recuerda la actitud de ambos en la procesión del Corpus Christi el 11 de junio de 1955, vivando “Acá están, estos son, los contreras de Perón”, y la “lamentación” por la “quema de las iglesias” y “no por los centenares de muertos” que yacían tirados en las calles como consecuencia de los bombardeos del 16 de junio. En septiembre de 1955, pocos días después de la caída de Perón, su vida sufrió un vuelco fundamental mientras visitaba, junto con el padre Juan José Iriarte, sacerdote de la Parroquia Santa Rosa de Lima de Balbanera (que llegaría a ser obispo de Reconquista y arzobispo de Resistencia), un conventillo ubicado en la calle Catamarca:
“En mi familia, mi padre estaba prófugo y yo tenía dos hermanos en la cárcel de Villa Devoto. En el Barrio Norte se echaron a vuelo las campanas y yo participé del júbilo orgiástico por la caída de Perón. Una noche, fui al conventillo como de costumbre. Tenía que atravesar un callejón medio a oscuras y de pronto, bajo la luz muy tenue de la única bombita, vi escrito, con tiza y en letras bien grandes: ‘Sin Perón no hay patria ni Dios. Abajo los cuervos’. Tras ese primer impacto, se inició la “conversión” de Carlos; en parte se sentía responsable de esa situación: “Yo era un miembro de la Iglesia, y ellos le atribuían a la Iglesia parte de la responsabilidad de la caída de Perón. Me sentí bastante incómodo aunque no me dijeron nada. Cuando salí a la calle, aspiré en el barrio la tristeza. La gente humilde estaba de duelo…Y si la gente humilde estaba de duelo, entonces yo estaba desconsolado, yo estaba en la vereda de enfrente. Cuando volví a casa, a mi mundo que en esos momentos estaba paladeando la victoria, sentía que algo de ese mundo ya se había derrumbado. Pero me gustó” (“El padre Mugica cuenta su historia”, art. cit., p. 5).
Seguramente algunos pretendían para Carlos Mugica una vida al nivel de la clase social a la que pertenecía y esperaban que transitara una “carrera eclesiástica” en constante ascenso con dignidades y cargos importantes incluidos. La amistad de su padre Adolfo con el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Caggiano, podría ser útil para darle el primer empujón que necesitaba. Estas perspectivas parecieron cumplirse en los primeros días de 1960, cuando Caggiano propuso al recientemente ordenado sacerdote desempeñarse como uno de sus secretarios en la curia. Sin embargo, el joven presbítero, que en ese momento tenía 29 años, sorprendió a todos. En lugar de aceptar de inmediato el ofrecimiento, comunicó que pasaría un año junto al recién designado obispo de Reconquista, monseñor Iriarte, realizando misiones rurales en la zona del Chaco santafesino, pero agregó que, luego de cumplida esa etapa, no tendría inconveniente en ponerse a disposición de Caggiano.
El trabajo pastoral en el norte santafesino sería la segunda experiencia determinante en su vida, básicamente en dos etepas. En febrero de 1962, según refiere el historiador Guido Pavillon de Colonia Alejandra (norte de la Pcia. de Santa Fe), “ocurre un desusado acontecimiento en nuestro pueblo, y es el arribo de una delegación de unos treinta jóvenes católicos católicos romanos, presidida por el sacerdote Mugica y el seminarista español Maldonado. Su misión se prolongó por espacio de tres semanas, visitando familias del pueblo, adoctrinando niños, atención a los necesitados, predicación, lectura de la Biblia, celebración de la Misa, bautismos, etc.”.
En los días posteriores, la Iglesia Evangélica Metodista, en su salón realizó una fraternal reunión, en la que escucharon conceptos del sacerdote Mugica y el pastor Martínez Gordillo, en la que participaron medio centenar de jóvenes que tuvo un felíz epílogo. “Nuestra Iglesia en actitud solidaria con su pastor, resolvió abrir sus puertas a la delegación católica romana y le correspondió a la Liga de jóvenes ser la anfitriona de esta oportunidad […] En lo sucesivo, en todo acto público que se realice en Alejandra, están presente en unión, ambas Iglesias” (Guido Abel Tourn Pavillon, “Colonia Alexandra. Un lugar del Pájaro Blanco”, Santa Fe, SERV-GRAF, 2001), p. 220).
Es conveniente ubicar al lector, por cuanto, la actitud del pastor metodista y particularmente del padre Carlos Mugica en esta “apertura” ecuménica de diálogo fraterno, se daba en el recién iniciado Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia católica aún no había dado disposiciones claras sobre las reuniones ecuménicas y seguían vigentes las “normativas” de Pío XI en la Encíclica “Mortalium Animos” (1928), que prohibía (bajo “excomunión”) a los católicos participar de este tipo de encuentros.
Una actitud “profética” de ambos pastores fue bien correspondida por los jóvenes que sintonizaban con una iglesia más de los “hermanos de otras confesiones” y menos con la de “hermanos separados”. Las cuatro misiones de Mugica en Alejandra tuvieron lugar durante el tiempo de verano a partir de 1962, y fueron determinantes para que en 1965, el obispo Iriarte de Reconquista, procediera a la creación de la parroquia local (Guido Abel Tourn Pavillon, “El padre Mugica en Alejandra. El nacimiento de una vocación”, Impresos SA, Vera, 2019, p. 8).
Desde 1960, cruzando apenas Avda. del Libertador (Buenos Aires), desde su casa familiar, Carlos encarna su vida en “otro mundo” y comienza el trabajo pastoral y social en la llamada “Villa de Retiro” o “Villa del Puerto”, donde fundó la Parroquia Cristo Obrero. Actuará también como asesor de jóvenes universitarios, desde 1963 en que asumirá como profesor de Teología de la Universidad del Salvador, dentro de las Facultades de Ciencias Políticas y Medicina. Como en otros ámbitos de actuación, Mugica desempeña la actividad académica de un modo no convencional. Sus clases estaban lejos de distinguirse por la cantidad de conocimientos o por la calidad de las reflexiones teológicas. Los contenidos de sus programas de estudio eran simples y poco estructurados, quizás impropio de un catedrático.
Sin embargo, sus reflexiones eran siempre apasionantes, ya que su perspectiva religiosa y la pasión con la que se expresaba, lejos de dejar indiferentes a sus alumnos, provocaban polémicas que despertaban gran interés. Curiosamente, las posturas de los estudiantes parecían invertirse: mientras que los menos creyentes solían concordar con sus reflexiones, muchos de quienes supuestamente tenían más fe por haber sido educados en una concepción religiosa “tradicional”, se sentían incómodos con sus clases. Por estos años, en plena celebración del Concilio, Carlos retorna a “su” colegio, el Nacional Buenos Aires, para desempeñarse como asesor de la Juventud de Estudiantes católicos (JEC), que estaba integrada por adolescentes que cursaban sus estudios secundarios. Su presencia de gran carisma, que además del acompañamiento religioso, propugnaba la participación en actividades políticas y sociales, no podía menos que atraer a una gran cantidad de adolescentes con inquietudes.
Era común verlo luego de los encuentros grupales, varias horas confesando y aconsejando a quienes lo requerían. Aquellas reuniones que se realizaban semanalmente en un viejo edificio ubicado en la calle Alsina 830, constaba básicamente de tres partes: la primera de oración; la segunda, de análisis del medio (se juzgaba la realidad del adolescente vinculada a la sociedad en la que vivía) y la tercera, de iluminación. Aquí se extraían las conclusiones sobre la forma en que debía actuar el joven cristiano ante los distintos desafíos que la vida le iba presentando. A pesar de la “masiva” participación estudiantil, el paso de Mugica por la JEC, no sería recordado si, en esas circunstancias, no se hubiera relacionado con dos futuros integrantes de Montoneros: Mario Eduardo Firmenich, luego el jefe máximo de la agrupación, y Carlos Gustavo Ramus.
También conocería en esas circunstancias al fundador de la organización guerrillera, Fernando Luis Abal Medina, pero la relación entre ambos sería más distante. Los futuros miembros de Montoneros comenzaron a participar en la JEC en 1964, cuando Ramus y Firmenich tenían 16 años y Abal Medina 17. En febrero de 1966, regresarán por quinta vez al Chaco santafesino, y los dos primeros participaron junto a unos quince compañeros de una misión rural, organizada por la Acción Misionera Argentina (AMA), conducidos por Mugica en la pequeña localidad de Tartagal (norte santafesino); entre otros adolescentes se encontraban también Emma Almirón y Graciela Daleo, que colaboraban con Carlos en la Villa 31. La misión en Tartagal fue profundamente movilizadora para aquellos jóvenes que conocieron de cerca un pueblo fantasma de La Forestal (británica), que entre finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, explotó los extensos bosques de quebracho, y logró ser la primera productora de tanino a nivel mundial. La empresa llegó a fundar cerca de 40 pueblos con 400 kilómetros de vías férreas propias y alrededor de 30 fábricas. Entre los años 1919 y 1923, sindicatos de trabajadores de la empresa, protagonizaron luchas obreras que finalizaron en la “masacre de La Forestal”, una de las mayores de la historia argentina.
La empresa se fue de Argentina a principio de los 60’ y cerró las ciudades que había fundado, luego de haber talado casi el 90% de los bosques. La película “Quebracho” dirigida por Ricardo Wullicher, estrenada el 16 de mayo de 1974 (“cinco días después” del asesinato de Mugica), con actores como Héctor Alterio, Lautaro Murúa y elenco, describre de manera brutal el contexto vital y el resultado final que encontraría Mugica y aquellos jóvenes “idealistas” que se encontrarían con una “realidad” que “clamaba al cielo” por transformaciones radicales. En las inmediaciones de lo que había sido la Fabrica, quedaban cuarenta o cincuenta ranchos muy precarios, una escuelita y un galpón. Los misioneros iban en parejas a visitar vecinos, les hablaban de Dios y su bondad y les preguntaban por sus problemas más urgentes.
Quedaron muy impresionados cuando según el relato del propio Mugica una chica llegó de un rancho y una viejita le dijo: “A mí qué me vienen a hablar de Dios, si me estoy muriendo de hambre”. El grupo organizó una reunión con los hacheros, “vinieron unos noventa y cinco…y uno empezó a decir ‘Yo soy la alpargata del patrón’. Ni el mejor literato, ni Borges, hubiera dicho las cosas con tanta precisión y claridad” (De Biase, p. 76). Mugica les repetía a los jóvenes que el hambre y la pobreza no iban a terminar porque sí, que la burguesía no iba a dejar sus privilegios, si nadie los obligaba. Hablaba de una revolución, pero no de una revolución espiritual sino política, y les decía que quizás esa revolución tuviera que ser violenta, porque la violencia de arriba engendraba la violencia de abajo, pero que la explotación del hombre por el hombre era la peor violencia que existía (Cf. Lucas Lanusse, “Montoneros. El mito de sus 12 fundadores”, Buenos Aires, Vergara, 2005, p. 149).
Mugica entendía que la situación del país convocaba a un cambio de estructuras, aunque la “forma” en que debía realizarse ese cambio era objeto de discusiones. Cuatro años después, en una serie de artículos escritos para el diario Noticias, Firmenich aseguraba haber escuchado al sacerdote pronunciarse en favor de la violencia revolucionaria: “Carlos Mugica fue el primero en proclamar que la única solución estaba en la metralleta (tales sus palabras textuales” (Mario E. Firmenich, “Nuestras diferencias políticas”, Diario Noticias, 15/05/1974, p. 24). Graciela Daleo se expresa en forma similar a su excompañero, “Carlos Mugica es la primera persona a la que yo le escucho decir que la única posibilidad de que las cosas cambien en la Argentina, de que la burguesía deje sus privilegios, es a partir de la lucha armada” (De Biase, p. 77).
Los historiadores difieren al afrontar la interpretación de estos datos; el consenso parece inclinarse hacia la posición que al regreso de Tartagal, las diferencias entre Mugica y aquellos que sostenían la posibilidad de la lucha armada fue distanciándolos. El mismo Mugica repetirá “estoy dispuesto a que me maten pero no estoy dispuesto a matar” (De Biase, p. 180). De este modo sentaba su posición, estaba de acuerdo con sus compañeros, pero les dejaba constancia de que, aunque podría bendecir la lucha, jamás empuñaría un arma. Fue en la ciudad de Vera (norte santafesino), donde Firmenich y Ramus, al terminar una reunión, le pidieron a Mugica que se quedara tranquilo con las noticias que iban a aparecer en los diarios. Le explicaron que la agrupación, que ya tenía unos quince miembros, se llamaría “Montoneros”, el líder natural era Fernando Abal Medina, que las acciones armadas tendrían nombre y apellido, y que ellos entendían que Carlos tenía otro rol en la lucha, aunque como ellos, reivindicaba la violencia de los oprimidos por sobre los opresores (Cf. María Sucarrat, p. 208).
La cuestión de si Mugica apoyó o no la lucha armada, no tiene una respuesta que pudiera esperarse “aséptica” del contexto histórico que se estaba viviendo: aunque en lo “personal” rechazara el camino de las armas, veía que los acontecimientos iban llevando a muchos jóvenes hacia esa opción. En un programa de TV “El Pueblo quiere saber”, que se transmitía por Canal 11, posiblemente en noviembre de 1972, Carlos Mugica en una ronda de jóvenes, habló de una reunión que días atrás habían tenido curas del Tecer Mundo, con otros que no pertenecían al Tercer Mundo e incluso aquellos que se oponían al Movimiento, y sin embargo, la conclusión había sido unánime “si en el país no hay ‘elecciones libres’, los curas no vamos a poder impedir que miles y miles de jóvenes engruesen los grupos guerrilleros, ya que acá la situación es límite” (Cf. “El padre Mugica en El Pueblo quiere saber” [YouTube]).
El tema de la violencia es complejo y no se lo puede despachar simplemente con el enunciado doctrinal de ser “antievangélico”. Mugica reflexionó en varios de sus escritos, estableciendo analogías históricas: “Pío IX decía en el siglo pasado que era totalmente imposible ser socialista y cristiano. Sin hacer una mistificación del socialismo, podemos afirmar hoy, con los obispos del Tercer Mundo, que ‘el socialismo es un sistema menos alejado del Evangelio y de los Profetas que el capitalismo opresor’, y que muchos jóvenes están dispuestos a dar sus vidas, no sé si por el socialismo pero sí por la “revolución”, y que además van a identificar su compromiso revolucionario con su fidelidad a Cristo” (Padre Mugica, “Una vida para el pueblo”, p. 69).
Es claro que la cuestión del socialismo estaba “instalado” en el ambiente con la “recepción” del Vaticano II en América Latina, donde la Iglesia asumió en amplios sectores “luchas populares” en los procesos revolucionarios de liberación. El tono “doctrinal-pastoral” ya lo había dado en plena asamblea conciliar con expresiones radicales, el patriarca de los Melquitas, Máximo IV Saigh, que declaró, que el verdadero socialismo “es el cristianismo integralmente vivido en el justo reparto de los bienes y en la igualdad fundamental de todos” (Cf. Richard Gillespie, “Soldados de Perón. Historia crítica sobre los Montoneros”, Buenos Aires, Sudamericana, 2011, p. 104; texto también citado por Mugica, “La voz de los que no tienen voz”, en Padre Mugica, “Una vida para el pueblo”, p. 71).
Mugica bebe todos estos temas de múltiples fuentes de la época. Entre otras voces, Don Helder Camara, el obispo de Olinda y Recife (Brasil), difusor del “Manifiesto de los dieciocho obispos del Tercer Mundo”, que cumplió un rol destacado en la captación de las raíces del problema revolucionario en América Latina, decía: “Esta violencia instalada, “institucionalizada”, esta violencia “número uno” atrae a la violencia número dos: la revolución, o de los oprimidos, o de la juventud decidida a luchar por un mundo más justo y más humano” (Helder Camara, “Espiral de violencia”, Salamanca, Sígueme, 1970, p. 19).
Una carta de Carlos a sus padres en febrero de 1968, describe bien su estado de ánimo: “Les escribo desde Tartagal en plena misión. Estoy muy contento porque estoy trabajando con todo entusiasmo, y creo que vamos a poder hacer algo para que nuestros queridos hermanos hacheros, que están viviendo una vida miserable, puedan agruparse y hacerse valer como seres humanos. Mi tarea es muy tranquila físicamente, ya que consiste en conversar con la gente, reuniones, etc. Cada vez siento con más fuerza que lo único que cuenta para Cristo es que EN SERIO pongamos nuestra vida al servicio del prójimo, en especial de los más pobres, de los que más sufren. Bueno viejos, será hasta pronto. El 19, si Dios quiere, estaré por allí…Un abrazo” (De Biase, p. 77). Sin embargo, la situación era alarmante para quién quería tomar en serio el problema de extrema pobreza en que había quedado la zona de La Forestal, y que constituía un exponente bastante generalizado en amplios sectores del país como de Latinoamerica. Mugica tenía claro que el ministerio sacerdotal no se contradecía con la política. En Europa, reconocidos teólogos protestantes que participaron como observadores en el Concilio, hablaban de ello. En los escritos de Mugica, se descubre que ha leído y analizado el famoso libro de Oscar Cullmann, “Cristo y los revolucionarios de su tiempo” (1969), de allí sostiene que “el resultado del análisis histórico debe crear en el cristiano la base que le permita plantear correctamente el problema, eludiendo simplificaciones reduccionistas, fruto de posiciones dogmáticas que conducen a un Cristo pacifista a ultranza o a un Cristo guerrillero” (Padre Mugica, “Una vida para el pueblo”, p. 97).
Esto le lleva a asumir con realismo que “el problema hoy, en la Argentina, está en convalidar o no el sistema capitalista liberal vigente, inevitablemente subordinado al imperialismo”. Por eso sostiene que “no cabe el ‘apoliticismo’ del sacerdote. Los claros pronunciamientos del Magisterio no nos dejan opción. Jamás podremos adherir a un sistema como el vigente en la Argentina, afirmado esencialmente en la explotación del hombre por el hombre. Un sistema cuyo motor es el lucro y que provoca, cada día, desigualdades más irritantes, ya que como dice Pablo VI, los ricos se vuelven cada día más ricos y los pobres cada vez más pobres” (Cf. Padre Mugica, “Una vida para el pueblo”, p. 119).
Ricardo Mauti
Religión Digital