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VENDE LO QUE TIENES Y SÍGUEME. Y SE MARCHÓ ENTRISTECIDO PORQUE ERA MUY RICO

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DOMINGO 28º T.O. (B)

(Mc 10, 17-30)

La pobreza en cuanto carencia de lo más básico para vivir es una desgracia. Los responsables de los estados, los organismos, las instituciones tienen la obligación de eliminar la pobreza en todas sus dimensiones. La existencia de los pobres, si recordamos el Deuteronomio (15,7-9.11), es un hecho escandaloso. No obstante, todo el evangelio está lleno de denuncias y críticas de quienes provocan la pobreza. Y así seguimos en el siglo XXI.

Jesús nos advierte contra la servidumbre de la riqueza: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), “El que amasa riquezas para sí no es rico ante Dios” (Lc 12,21) ya que ésta conlleva muchos peligros: “Es difícil que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt 19,23). El hambre debe combatirse como un mal. No hay derecho que los/as pobres sean ignorados, explotados, maltratados, despreciados. La pobreza, secularmente, tiene rostro de mujer. Actualmente la brecha entre ricos y pobres se ha incrementado con respecto al siglo pasado. Los ricos viven a costa de los pobres. (Los datos, muy numerosos, se pueden verificar en internet).

No obstante, la desigualdad extrema no es inevitable, hay suficientes recursos para todos; es una cuestión de voluntad política de los gobiernos. Por otra parte, el hambre es ocasión de manifestar la misericordia de Dios y la justicia de los/as profetas. Dios ama a los pobres y los saciará. Es su esperanza. Asimismo, concita la solidaridad de quienes luchan contra ella.

Cristo se identificó con los pobres y proclamó bienaventurada a la pobreza (Mt 5,3) (Lc 6,20) como disponibilidad total para con Dios y los hermanos/as, basada en la entrega, en la comunicación cristiana de bienes, en la generosidad. Además, es indicativo de una vida sencilla, exenta de codicia, ambición, egoísmo, pero también la ausencia de riquezas aligera la conciencia del peso de las preocupaciones/tentaciones que nos pueden desviar de nuestra opción fundamental. La Palabra de Dios es una espada cortante, categórica, que inquieta la cómoda seguridad de nuestras conciencias conformistas, resignadas, adormecidas, indiferentes.

En el evangelio de hoy, Jesús, camino de Jerusalén, sigue enseñando a sus discípulos/as. Se le acerca un joven a preguntarle qué hacer para heredar la vida eterna. Y habla de la riqueza. Nos habla. Por tres veces en el texto, se destaca la mirada de Jesús. Nos mira. Y nos dice: “Sígueme”. Pero para llegar al compromiso del seguimiento hay que liberarse de las riquezas, de la seducción o el señuelo consumista del tipo que sea, que son un obstáculo que dificulta gravemente la relación con Dios y con los hermanos.

“El joven se entristeció porque era muy rico”. La tristeza como compañera de camino de quien se empeña en pasar por encima de los demás, en no seguir la voz de Dios que grita en el corazón de nuestra conciencia, ésa que va a contracorriente de lo establecido. La tristeza como compañera inseparable de las sociedades que se constituyen alrededor del tener, del poder, del aparentar, de la mentira, de la ambición, de la violencia de cualquier tipo. Y en ellas, paradójicamente, la presencia también de seguidores/as que responden con valentía, con decisión, rompiendo moldes y obstáculos que hacen renacer la verdad, el amor, la justicia, la paz, la esperanza. La verdadera riqueza está en el seguimiento de Jesús, en vivir gozosamente la fraternidad-sororidad. Y eso solo se puede entender desde la gratuidad para así, caminar juntos.

El hombre trata de reafirmarse en su ego, en su falso “yo” identificándose con las riquezas materiales, psíquicas, buscando en lo externo el sentido de su ser[1]. Ese rico es al que se refiere Jesús: “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”. De lo que se nos habla es de que el alma, mi “yo” original, ha de saber liberarse de los apegos, de las dependencias para que, al fin libre de engaños y artificios, del yo soy esto, yo soy más… o yo soy menos…, yo tengo tal título, yo poseo mejores creencias, yo no necesito a nadie…, encuentre su verdadero Ser. Solamente los que son “como niños”, el hombre y la mujer natural, esencialmente buenos pueden acceder y saborear esa Verdad. El alma que se abandona en Dios se fía de Él, acepta su voluntad en cada instante, se deja llevar sin preguntar a dónde ni por qué…, “porque quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta.”

¡Shalom!

 

Mª Luisa Paret

 

[1] Esperanza Borús, Luminarias y asombros, Ed. Visión Libros, 2012.

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