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AMAR A LOS ENEMIGOS

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VII Domingo del TO

23 de febrero

Lc 6, 27-38

Parece innegable que nuestra especie no está programada para amar a los enemigos. De hecho, en nuestra evolución moral, la llamada “ley del talión” supuso un progreso notable. “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”, se lee en el Libro del Éxodo (21,24-25), cuya versión definitiva puede datarse en el siglo VI a.C. Con esa norma, presente también en el Código de Hammurabi -en torno al siglo XVIII antes de nuestra era-, se trataba de preservar el principio de reciprocidad, que suponía un paso adelante en el comportamiento ético de los humanos, en cuanto buscaba evitar una venganza desmedida y sin control.

Afirmar que, como especie, no estamos programados para amar al enemigo no significa conceder que la energía que ha movido nuestro desarrollo haya sido básicamente la agresión, el enfrentamiento y la competitividad. Estudios recientes vienen a demostrar, por el contrario, que el principio de cooperación ha sido, a lo largo de la historia, tanto o más frecuente y más poderoso que el de competitividad. Pero, en cualquier caso, al “enemigo” -a todo el que era percibido como tal para el propio grupo- se le privaba incluso de su condición de “humano”, lo cual establecía las bases para eliminarlo.

Han sido las tradiciones sapienciales las que nos invitan a mirar la realidad desde otro ángulo, un ángulo que ahora vienen a confirmar las ciencias como el más ajustado.

Aunque es indudable que podemos hacer daño a otros, de la misma manera que podemos recibirlo de ellos, no lo es menos que cada cual, en cada momento, hace lo mejor que sabe y puede. Entender el daño que se hace no significa justificarlo. Pero no entenderlo revela solo narcisismo por parte de quien no puede ver más allá de sus propios “mapas” mentales. Dado que, si pudiéramos ponernos en la piel del otro, seríamos capaces de entender -aunque no justificar- todo lo que hace.

Las tradiciones sapienciales han insistido siempre en que el ser humano se halla constitutivamente orientado hacia el bien. Y la ciencia actual -biología, neurociencias- nos van mostrando que la culpa no existe. Y que, hablando con rigor, llamamos “libre albedrío” a lo que todavía desconocemos de la biología

Eso explica que, en línea con la propuesta de Jesús, si supiéramos o pudiéramos mirar en profundidad, veríamos que no existen “enemigos”; existen personas que hacen daño, desde su propio sufrimiento no resuelto y desde una ignorancia radical de la que tampoco son culpables.

Esa mirada en profundidad es la que nos permite situarnos en la consciencia de unidad donde, más allá del comportamiento de cada cual, nos percibimos Uno con todos.

 

Enrique Martínez Lozano

(Boletín semanal)

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