REIMAGINAR UNA IGLESIA DE JESÚS MÁS ALLÁ DEL CLERICALISMO (PARTE I)
José ArregiSon muchos los hombres y las mujeres cuya biografía e identidad más profunda está ligada a esta Iglesia católico-romana, pero que hoy se sienten en ella fuera de lugar. Entre ellos me cuento. No nos reconocemos en su forma actual. Vivimos en exilio. No es, sin embargo, ella, nuestra Iglesia, la que ha cambiado, sino nosotros. ¿Y cómo podíamos vivir sin cambiar en un mundo que cambia, en una vida que es permanente transformación? Hoy, después de décadas postconciliares de esperanzas frustradas, somos muchos los que nos hallamos en una delicada encrucijada vital, personal y colectiva a la vez: romper lazos o transformarlos en una Iglesia reimaginada. Opte cada uno como su aliento vital le inspire. Yo opto por reimaginar la Iglesia católico-romana y reimaginarme en ella.
La reimaginación no es un ejercicio artificioso, irreal, superficial y ficticio. Con todas las incoherencias y ambigüedades, reimaginar la Iglesia y reimaginarnos en ella puede ser también un ejercicio exigente de fidelidad a nuestra identidad profunda más allá de muchas –no necesariamente todas– las formas que la han sustentado. Y un ejercicio de fidelidad profunda a la Iglesia más allá de todas las formas en la que ya no la reconocemos ni nos reconocemos.
Reimaginar la Iglesia es redescubrir más a fondo su realidad profunda, y la nuestra, en libertad crítica y creadora. Es un ejercicio vital (mental, cordial, práctico) de transfiguración de la Iglesia, de toda su teología, de su compromiso con la vida y con el mundo de hoy, de sus ideas, palabras y ritos. De liberación de la letra, para dejar que el espíritu vuelva a mover la mente, el corazón, la acción. De renovación de las instituciones y formas eclesiales, para que vuelvan a encender la emoción de la belleza, la llama creadora, el aliento vital del que todo nació.
1. Reimaginar la Iglesia de Jesús
“Reimaginar la Iglesia de Jesús” no quiere decir volver a la imagen o a la figura impresa en ella por Jesús. En realidad, Jesús no concibió ni estableció ninguna imagen, ningún modelo de Iglesia. Jesús no “fundó” ninguna Iglesia propiamente dicha, mínimamente organizada. Nunca elaboró un código cerrado de normas, ni unos rituales específicos, ni unas creencias vinculantes. Nunca organizó una autoridad orgánica, ni estableció una estructura de poder, ni impuso unas relaciones de sumisión, menos aún una “sucesión apostólica” para el futuro. Ni siquiera pensó en ninguna Iglesia futura, pues se consideraba como el “profeta de los últimos tiempos” y estaba convencido de que la transformación radical del mundo, la liberación de todas las opresiones, era inminente, es más, ya estaba haciéndose presente en él, en sus palabras y accionas sanadoras.
Jesús lo llamaba “reino” o “reinado” de Dios: el fin de la dominación y de toda desigualdad injusta, el nacimiento de un nuevo mundo en este mundo. Un mundo de hermanos y hermanas libres. Ese es el mundo que Jesús imaginó, reimaginó y anunció, soñó y anticipó en su esperanza activa, libre y arriesgada. Ese fue el mensaje, la causa, la opción de Jesús. Y para anunciar e impulsar ese mundo reimaginado, reunió en torno a sí un grupo de discípulos y -hecho insólito- también discípulas, que hacían vida itinerante con su maestro. Y, muy probablemente, nombró un grupo especial de doce, que no poseían poder sobre los demás discípulos, sino que constituían un símbolo de la reunión de las doce tribus judías dispersas (de todos los pueblos divididos y dispersos, diríamos). Nadie debía estar por encima de nadie. “A nadie llaméis maestro, padre, señor. Todos vosotros sois hermanas, hermanos” (Mt 23,8-10). La liberación de los cautivos, la sanación de los heridos, la comensalía abierta, la fraternidad-sororidad universal: he ahí los elementos constitutivos del reino de Dios, sin relación esencial con ninguna institución (credo, culto, código y autoridad establecida).
Para muchos hombres y mujeres afligidas, Jesús fue consuelo, sanación, fuerza liberadora, aurora de un nuevo tiempo, promesa de liberación definitiva. Así se formó un movimiento en torno a su persona y su mensaje. Un movimiento fraterno-sororal de esperanza activa, transformadora. Para la élite judía sacerdotal y laica, así como para la autoridad romana, Jesús era un hereje y un peligro, y muy poco tiempo -entre uno y tres años- después de comenzar su itinerancia profética, fue condenado a muerte por el tribunal romano, a instancias del Sanedrín judío. No obstante, el movimiento de Jesús no se detuvo. “Los que lo habían amado lo siguieron amando”, dirá Flavio Josefo. Lo reconocieron viviente en su memoria, en el espíritu que les seguía animando, en la fracción del pan, en el corazón de la esperanza activa, liberadora, de todas las opresiones.
Con el paso del tiempo, aquel movimiento fue adoptando formas institucionales propias, cada vez más fijadas y rígidas. Hasta finales del s. I, siguió siendo una corriente intrajudía, en tensión creciente con el judaísmo sacerdotal primero y con el judaísmo rabínico tras la destrucción del templo en el año 70. Hacia finales del s. I, se constituyó en “religión” cristiana (“cristianismo”). El movimiento escatológico de liberación se fue convirtiendo en "culto religioso" o "religión", un sistema religioso organizado. La Iglesia se fue "eclesiastizando" (E. Troeltsch), en torno a dos ejes fundamentales: la fijación de una “ortodoxia” y la organización de la autoridad. Al mismo tiempo, fue siguiendo un proceso de uniformización de acuerdo a la corriente eclesial “protocatólica romana” marcada por la tradición petrino-paulina, mientras la Iglesia judeo-cristiana iba desapareciendo y las Iglesias gnósticas eran duramente perseguidas.
En ese sentido, tenía razón Alfred Loisy (1857-1940): “Jesús anunció el reino de Dios y lo que vino fue la Iglesia”. Primero fue el reino de Dios, luego vino la Iglesia institucionalizada. Y a medida que se institucionalizaba, se fue apartando de la imaginación creadora de Jesús. La llama del reino nunca desapareció de la Iglesia, pero una y otra vez quedó amortiguada o ahogada por el peso de la institución.
Con siglos de retraso, es hora de reimaginar la Iglesia de Jesús. No para volver al pasado, sino para reavivar con la mayor libertad el fuego creador que ardió en el profeta Jesús y en el movimiento liberador que impulsó. Reimaginemos una Iglesia animada por la compasión liberadora, que promueva a la vez la “revolución de la ternura” y la revolución de todas las estructuras de opresión psíquica, social, sexual, política, laboral, económica. Una Iglesia inspirada por una memoria creativa y cohesionada en una comunión abierta, amplia, libre. Una Iglesia democrática, descentralizada, plural, siempre en camino. Una Iglesia que comparta las dudas y los interrogantes, los desgarros y amenazas de la humanidad planetaria en la comunidad de los vivientes. Una Iglesia que reciba del mundo de hoy la buena noticia de Jesús que les anuncia, despojada de toda pretensión de superioridad ad intra y ad extra. Una Iglesia guiada en sus palabras, opciones prácticas e instituciones por el clamor de los últimos, los migrantes forzados, los sin-casa ni pan, todos los marginados y olvidados. Una Iglesia itinerante, libre del significado literal de todo dogma y creencia, consciente de la relatividad y provisionalidad de todas las expresiones históricas, culturales, del pasado o del presente. Una Iglesia que haga sitio en su liturgia a textos, gestos, danzas y músicas inspiradas de ayer o de hoy, más allá de la Biblia, de la tradición y de las rúbricas canónicas. Una Iglesia fraterno-sororal, desacerdotalizada, desclericalizada, despatriarcalizada. Una Iglesia que sea “puesto de socorro”, “hogar de humanidad”, comunidad de respiro, de paz, de hambre y sed de justicia. Una Iglesia mística y liberadora.
Pero antes de proseguir este ejercicio de reimaginación de la Iglesia y de nuestro discipulado evangélico más profundo, querría dejar claro un criterio decisivo: aunque Jesús –hipótesis carente de toda verosimilitud histórica– hubiese fundado la Iglesia con un cuerpo bien organizado de dogmas y códigos, de sacramentos y ritos, y aunque hubiera instituido un orden sacerdotal clerical y masculino, y hubiera decretado que sus doce apóstoles fueran sucedidos por obispos y que éstos fueran presididos por un papa como sucesor de Pedro, aun en ese supuesto descabellado, hoy, 2000 años después, podríamos y deberíamos reimaginar la Iglesia de Jesús de otra manera muy distinta, siguiendo al espíritu que lo inspiró, más allá de toda letra y forma pasada o presente.
2. Reimaginar la Iglesia sin clérigos ni laicos[1]
El capítulo precedente ha mostrado que la “primavera eclesial” tan esperada por muchos tras la elección del papa Francisco y tras algunos de sus primeros gestos, se ha visto frustrada, prisionera del modelo clerical de Iglesia y de la teología en su conjunto. Bien por presiones o imposiciones ajenas –contradicción inherente a todo sistema de poder personal “absoluto”– o bien por propia voluntad y convicción teológica, el papa Francisco, tras doce años de pontificado, ha dejado intacto el viejo, milenario, edificio clerical de la Iglesia católica romana, con el papa a la cabeza.
A saber: una Iglesia de clérigos y laicos, de pastores que mandan y de rebaño que obedece. Una Iglesia de escogidos (“clérigos”) e investidos directamente por “Dios” del poder sagrado exclusivo de enseñar, de hacer realmente presente a Jesús en el pan y el vino y en la comunidad, de perdonar los pecados en nombre de “Dios” y de transmitir su poder sagrado por la imposición de las manos. Una Iglesia piramidal de autoridades ordenadas de arriba abajo, presidida por la figura de un “padre”, un papa plenipotenciario, cimiento, piedra angular y clave de bóveda de la entera edificación clerical. Una Iglesia masculina que reproduce la subordinación de sexo y de género. Una Iglesia cuyos lenguajes e instituciones reflejan todavía hoy una cosmovisión dualista, una sociedad jerárquica, una antropología patriarcal. Una Iglesia en ruinas.
El modelo clerical de esta Iglesia forma parte de un mundo jerárquico de dominio y sumisión: lo material bajo espiritual, lo sagrado bajo lo profano, la naturaleza bajo el ser humano, la mujer bajo el hombre, el laico bajo el clérigo, el presbítero bajo el obispo, el obispo bajo el papa, el mundo bajo Dios. ¿Puede ser esta Iglesia hogar de humanidad, signo de la nueva tierra habitable de la comunidad de los vivientes?
No creo exagerado afirmar que el clericalismo es la raíz de los peores males de la Iglesia católico-romana y la razón fundamental de su insignificancia cultural en el mundo actual: patriarcalismo, autoritarismo, división entre clérigos y laicos, sacralismo, estancamiento dogmático y ritual… Y la primera víctima del clericalismo, me atrevería a decir, es el propio clero: excesiva dependencia de su rol, distorsión entre las necesidades psico-afectivas y las exigencias de la función, represión de la sexualidad, soledad, insignificancia y falta de reconocimiento, sensación de fracaso…
El pasado nunca es criterio determinante de lo que debe ser hoy, pero es bueno recordar que durante los dos primeros siglos no hubo clérigos en la Iglesia, y en consecuencia tampoco hubo “laicos”. Es en el s. III cuando ya se aplica el término “clero” a los obispos, sacerdotes y diáconos.
La derogación de este modelo clerical de la Iglesia fue poderosamente reclamada e impulsada en el movimiento reformador del s. XVI provocado por Lutero, y ya antes en los siglos XIII-XIV por Juan Wiclef (1324-1384) y por Jan Hus (1369-1415), y mucho antes incluso en el movimiento valdense inspirado por Pedro Valdo (1140-1218). Honramos su memoria y la de todos los hombres y mujeres (como Marguerite Porete) que les inspiraron y apoyaron. El Concilio Vaticano II ni siquiera remotamente planteó la posibilidad de superar la distinción entre “ministerios ordenados” (obispo, sacerdote, diácono) y ministerios o servicios ordinarios. Tampoco el papa Francisco, a pesar de sus reiteradas críticas del “clericalismo” (como talante), ha dado ningún paso para la derogación del modelo clerical de la Iglesia que preside.
La tarea es decisiva, sigue en pie y emplaza a todas las Iglesias: reimaginar una Iglesia sin clérigos y laicos, más allá de la distinción entre ministerios clericales (“sacramentales”, “ordenados” o “sagrados”) y laicales, más allá de la potestad exclusiva reservada a obispos y presbíteros para presidir la eucaristía, “absolver pecados” (¡qué expresión!). No basta con exigir un estilo clerical más amable, ni con nombrar laicos e incluso laicas para altas responsabilidades curiales o sinodales, ni con ordenar sacerdotes a viri probati (hombres casados de conducta virtuosa), ni con la derogación del celibato obligatorio, y ni siquiera con la ordenación de mujeres como sacerdotisas u obispas dándoles acceso al estado clerical. Es el estado clerical el que es preciso derogar. El Evangelio pone en labios de Jesús: “No ha de ser así entre vosotros” (Mt 20,26), y“Todos vosotros sois hermanas, hermanos” (Mt 23,8).
3. Reimaginar una Iglesia de Jesús sin papado
Aquí ya no se trata de “reimaginar el papado” en la Iglesia católico-romana, sino de reimaginarla sin papado. El papado es la piedra angular y la clave de bóveda del constructo de la Iglesia clerical, y responde a su vez al viejo paradigma teológico, patriarcal y piramidal: Dios Padre en lo alto, el Hijo encarnado en el hombre Jesús, el apóstol Pedro investido de poder sobre los demás apóstoles, el papa sucesor de Pedro en la Iglesia y vicario de Cristo en la tierra. Un solo Dios, un solo Hijo encarnado, un solo papa que lo representa (en oportuna alianza con el rey de turno).
La institución católico-romana, con el papa al frente, es un enorme embrollo de buena voluntad, de creencias y prejuicios ancestrales, de lucha de intereses y de ambiciones contrapuestas de poder. Un inmenso círculo vicioso que apresa el Evangelio y oscurece el futuro: la teología legitima el sistema clerical, y el sistema clerical con un papa plenipotenciario defiende la teología. Al final del pontificado del papa Francisco, esta Iglesia católico-romana clerical sigue enteramente vigente, y así seguirá en el próximo pontificado y en todos los siguiente mientras no se rompa el círculo vicioso. En cualquier caso, no bastará con que un papa sea buena persona, ni con reformar las curias, ni con exponer a la luz del día el oscuro mundo de las finanzas (cosa en la que no se ha avanzado…), ni con escribir para otros encíclicas y exhortaciones económico-políticas y ecológicas de enorme urgencia, ni con organizar sínodos, ni con nombrar cardenales afines para mejor preparar el próximo cónclave.
En realidad, el edificio está agrietado por todos sus lados. No puedo menos de evocar aquella tarde silenciosa en la semiderruida ermita de San Damián, a las afueras de Asís, donde el joven Francisco escuchó la voz que brotaba de lo más profundo de su búsqueda personal y de los labios llagados de los hermanos leprosos: “Francisco, reconstruye mi Iglesia, ¿no ves que amenaza ruina?”. Al hermano pobre de Asís nunca se le pasó por la cabeza que alguien pudiera ni siquiera pensar en la derogación del papado, pero a muchas cristianas y cristianos de hoy nos parece una condición necesaria, aunque insuficiente, para reimaginar una Iglesia de Jesús que aporte aliento y levadura para la transformación del mundo.
En los dos últimos pontificados encontramos dos propuestas de reforma del papado: la Enciclica Ut unum sint de Juan Pablo II (1995)[2] y el documento El obispo de Roma del Dicasterio para la Unidad de los Cristianos (2023). El obispo de Roma se limita prácticamente a recoger las reacciones de las diferentes Iglesias cristianas a la Encíclica Ut unum sint et a extraer como conclusión la necesidad de la sinodalidad ad intra y ad extra de las diferentes Iglesias, pero una sinodalidad bajo el primado del papa. Son, pues, la misma propuesta, dos veces nacida muerta, ahogada en su propio cordón umbilical: la imposibilidad de reformar el papado definido por el primado.
En Ut unum sint, Juan Pablo II expresó la voluntad de buscar una nueva manera de ejercer el primado del obispo de Roma como ministerio de comunión de todas las Iglesias. La propuesta suscitó interés en todas las Iglesias, pero muy pronto quedó relegada al olvido. El ministerio del obispo de Roma, reconoce, “constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos” (UUS, n. 88).
Todos los esfuerzos ecuménicos postconciliares han encallado una y otra vez debido a la reivindicación por parte de Roma de un primado entendido como poder jurisdiccional sobre las demás Iglesias. Inesperadamente, el propio Juan Pablo II, el papa conservador e inflexible, vino por fin a reconocerlo en la Encíclica. Y afirma: "Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva” (UUS 95). Pero ¿en qué consiste, justamente, “lo esencial” del primado o de la misión del obispo de Roma? He ahí el nudo de la cuestión que la Encíclica deja intacto, pues afirma: “La Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (UUS, n. 88). Una afirmación a todas luces excesiva.
Ut unum sint propone volver a la relación entre las Iglesias de Oriente y Occidente durante el primer milenio, antes de la división de 1054, pero dando a entender que durante ese tiempo todas las Iglesias reconocían al obispo de Roma como garante último de la plena comunión. Cosa que no es verdad. De hecho, ninguna Iglesia del Oriente aceptaba que el obispo de Roma tuviera la última palabra en caso de discrepancia.
Por otro lado, Ut unum sint afirma taxativamente que “la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo” (n. 95). Pero entre los exégetas hay un amplísimo consenso en que Jesús no confió a Pedro ningún “poder jurisdiccional” sobre las diversas comunidades, cuánto menos un poder heredable. Por lo demás, me permito señalar una vez más: aunque Jesús hubiera dado a Pedro un poder jurisdiccional sobre todas las Iglesias, poder heredable por sus “sucesores”, de ningún modo estaríamos obligados a secundar la norma 2000 años después. El “así fue” nunca significa “así debe seguir siendo”. De modo que ni histórica ni teológicamente se sostiene la declaración solemne de la Encíclica en el n. 81: “La autoridad docente tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo” (UUS, n. 81).
Pasemos al largo documento de estudio El obispo de Roma de 2023 del Dicasterio para la Unidad de los Cristianos. Tras una prolija recopilación de las reacciones de las diversas Iglesias a la Encíclica Ut unum sint desde su publicación en 1995 hasta el año 2023, el documento se cierra con una proposición titulada “Hacia un ejercicio del primado en el siglo XXI”, aprobada por la asamblea plenaria del Dicasterio. La novedad consiste en que apela al principio de la sinodalidad, el camino en común, entre el obispo de Roma y todas las Iglesias o confesiones cristianas.
Pero la novedad acaba encallada en la roca del papado. En efecto, la mencionada proposición del Dicasterio cita el discurso pronunciado por el papa Francisco al grupo de trabajo mixto ortodoxo-católico San Ireneo, del 7b de octubre de 2021, en el que dijo: “Hemos llegado a comprender mejor que en la Iglesia primacía y sinodalidad no son dos principios contrapuestos que hay que mantener en equilibrio, sino dos realidades que se establecen y sostienen mutuamente al servicio de la comunión. Así como la primacía presupone el ejercicio de la sinodalidad, la sinodalidad implica el ejercicio de la primacía” (n. 5). Perdura el círculo vicioso.
Habría que decir más bien: donde hay primado, donde un papa es elegido por unos cardenales elegidos por él y posee la última palabra no es posible una auténtica sinodalidad (“caminar juntos”) entre todas las Iglesia. Un papa investido de un poder superior otorgado directamente por un “Dios” de lo alto no solo no es “principio de la comunión de las Iglesias”, sino que es un obstáculo decisivo para la sinodalidad, el ecumenismo, la comunión de Iglesias hermanas y libres. Mientras no se derogue el papado junto con los dos dogmas del Vaticano I (1870) que lo sostienen (el primado de jurisdicción y la infalibilidad), un verdadero ecumenismo de todas las Iglesias seguirá siendo un sueño vano. No son las diferencias, por numerosas e importantes que sean, las que rompen o impiden la comunión, sino la intolerancia de las diferencias. Y no es la autoridad primacial de un papa la que garantizará la comunión, sino el respeto y el reconocimiento mutuo en la diversidad. El papado es hoy un atolladero. Por todo ello, la razón de que hoy podamos y debamos derogar el papado no es que Jesús no lo instituyera –que no lo instituyó–, sino que hoy no tiene sentido.
En el sistema canónico de la Iglesia católica romana, solo un papa podría dictar y sellar canónicamente la abolición del papado y de la teología que la sustenta. Y sería necesario que lo hiciera inteligentemente, y sin que hayamos de esperar otros 12 años. Es más que dudoso que quiera hacerlo. Pero aun cuando quisiera, ¿lo podría? Sabe que, si lo hiciera, sería acusado de herejía por muchos cardenales, obispos y teólogos, que reclamarían su destitución. Y se produciría un cisma. Esa amenaza o el miedo que la imagina o la propia convicción teológica impiden a este papa e impedirán al siguiente dar este paso. Todo ello pone de manifiesto que el papado es una institución constitutivamente contradictoria: hace que un hombre limitado se sienta investido de un poder absoluto que no puede ejercer ni puede dejar de querer ejercerlo, y todo ello por voluntad divina. Todo papa es rehén de su poder absoluto.
Es hora de deshacer ese artificio malsano. ¿Será eso una herejía? ¿Surgirá por ello un cisma? Y ¿qué importan todavía y a quién unas “herejías” doctrinales y unos “cismas” intracatólicos a estas alturas del siglo XXI, en estos tiempos tan críticos en los que el futuro de la comunidad humana planetaria se halla gravemente amenazado y en los que la capacidad inspiradora del cristianismo y de la memoria de Jesús se desmorona?
Los puntos 4, 5 y 6 se pueden leer en la parte segunda, publicada en los artículos de esta misma semana
José Arregi, Aizarna, 6 de enero de 2025
www.josearregi.com
(Publicado en Robert Ageneau, José Arregi, Gilles Castelnau, Paul Fleuret y Jacques Musset, Réformer ou abolir la papauté. Un enjeu d’avenir pour l’Église catholique, Karthala, febrero de 2025, pp. 111-132.
[1] Cf. José Arregi, « Cléricalisme ou Evangile ? Comprendre les enjeux. Vers une église sans clercs ni laïcs » (Assemblée Générale de NSAE, Paris 2-3 février 2019)https://www.pretresmaries.eu/pdf/fr/609-Vers-une-Eetn769;glise-sans-clercs-ni-laietn776;cs_1.pdf?PHPSESSID=3918e4b0cbac89c5668ed631bdf73352
[2] Cf. https://josearregi.com/es/otro-papado-para-el-siglo-xxi/