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DESPUÉS DE JESÚS, NOSOTROS LA IGLESIA

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Jn 21, 1-19

«Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas»

Uno de los capítulos del “Curso de cultura religiosa” de José E. Ruiz de Galarreta estaba dedicado a la Iglesia, y abarcaba desde sus orígenes en el siglo primero hasta nuestros días. En él ofrecía una visión muy positiva de su coyuntura actual, y vamos a comenzar este comentario con un resumen telegráfico de su contenido.

Decía así:

Imbuidos del espíritu de Jesús, aquellos hombres y mujeres comprometidos con la misión se convierten en semilla poderosa que cae en buena tierra y da cosecha abundante. Surgen las primeras comunidades cristianas y sus miembros se reúnen en las casas para celebrar la Cena del Señor, en la que escuchan a los Testigos, leen las primeras recopilaciones de los hechos y dichos de Jesús y atienden las necesidades de los más necesitados. Su modo de vida es fértil y contagioso, y no dejan de crecer.

Las autoridades comienzan a recelar de su creciente influencia sobre el pueblo y llegan las persecuciones. Judíos y romanos los persiguen, los encarcelan, los torturan y los matan, pero el espíritu que los anima, el espíritu de Jesús, los mantiene firmes, y cuanto más los persiguen, más se reafirman en su fe… Y siguen creciendo.

Pero a partir del siglo II se abandona el estilo de Jesús. Primero se imponen las teologías filo-gnósticas en boga y luego las metafísicas platónica y aristotélica. Se relegan las parábolas. Abbá se convierte en la Primera Persona de la Santísima Trinidad y se olvida la buena Noticia. Se impone el celibato y se margina a las mujeres. Llegan las pompas señoriales de los obispos bizantinos y la monarquía absoluta del Papa. La Iglesia, antes perseguida, se convierte en perseguidora…

Y llegamos a nuestros días. Y cuando todo parecía perdido, surge una generación de gente que no está dispuesta a permitir que el Viento de Dios que empujó a la primera comunidad deje de soplar en la Iglesia actual.

Y el espíritu renace. Y hay signos evidentes de que la Iglesia, quizá por primera vez, es consciente de sus pecados y se esfuerza por salir de ellos. Y vemos que hay más la gente que se acerca a la Iglesia movida por la fe, y no por la costumbre. Que el sacerdocio deja de ser una situación de prestigio y comodidad, y se convierte en una opción de servicio. Que casi nadie piensa que fuera de la Iglesia no haya salvación o que la acción de Dios en el mundo se dé solamente dentro de la Iglesia.

Y vemos también que el Santo Sacrificio de la misa va dejando paso a la eucaristía y que la exégesis seria nos ayuda a entender mejor la Palabra. Que se recupera la humanidad de Jesús –tantos siglos sometida a un docetismo indiscutido– y se redescubre a Abbá, enmascarado por ese Padre Todopoderoso caracterizado, sobre todo, por el poder y la justicia. Y que por primera vez en muchos siglos, no es el clero, sino todos los cristianos, los que podemos decir “nosotros la Iglesia”.

La Iglesia se enfrenta esperanzada –terminaba diciendo José Enrique– al reto de responder a los desafíos de cada momento y cada cultura; de ser fiel simultáneamente a dos principios fundamentales: a lo recibido de los Testigos, y a los signos de los tiempos…

Y todo eso es cierto, y enormemente esperanzador, pero la visión preponderante entre cristianos y no cristianos es otra distinta basada también en hechos palpables. Porque es innegable que el bienestar que ha traído aparejada la cultura consumista ha hecho que el mundo haya dejado de ser un valle de lágrimas, que los fieles hayan dejado de refugiarse en el más allá y hayan olvidado su dimensión espiritual… Que hayan cerrado la puerta de acceso a su interior, abandonado la eucaristía (alimento básico de las primeras comunidades), dejado de escuchar la Palabra, sacado a Jesús de sus vidas y, al menos aparentemente, que se estén convirtiendo en grupos marginales en extinción que nada representan en la marcha del mundo. Como decía J. Antonio Estrada: «El progreso del más acá va a sustituir a la expectativa del más allá»…

Ante este panorama, quizá tengamos que acostumbrarnos a pensar en una Iglesia minoritaria, de gente activa y comprometida, que se mantenga fiel a los criterios de Jesús, aparque sus prejuicios y sus complejos seculares, deje de ir a remolque de los criterios del mundo (aunque con ello cause escándalo) y se sienta levadura destinada a fermentar toda la masa. Una Iglesia fértil abrazada con decisión a la misión de empapar la sociedad de los criterios de Jesús.

A muchos de sus seguidores nos gustaría que toda la humanidad le conociese y adoptase sus criterios, pero eso es una utopía. Lo que quizá no lo sea, es una humanidad plural empapada de los criterios de Jesús (aunque no lo sepa) y que camina hacia su destino; el Reino. Porque los criterios que definen el Reino son universales, y porque Jesús nos envió por el mundo a proclamarlos.

Y no se trata de predicar por las calles y plazas (eso no sirve de nada), sino de vivir el evangelio de forma coherente con la esperanza de que esa forma de vivir se contagie al resto de la sociedad. Ya ocurrió en el tiempo  de las primeras comunidades e incluso en la sociedad romana previa a Constantino… y puede volver a pasar.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí

 

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