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PARÁBOLA DEL PAN Y DEL VINO

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Lc 9, 11-17

«Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo…»

Hoy, día del Corpus Cristi, no me resisto a incluir aquí una preciosa reflexión de José E. Ruiz de Galarreta sobre el sentido profundo de la fiesta que celebramos.

Dice así:

En la fiesta de hoy, la Iglesia no conmemora propiamente la eucaristía; es la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la fiesta del pan y del vino. Muchas veces, los cristianos centramos la celebración en la adoración de la presencia real de Cristo en el pan (el vino suele brillar por su ausencia). Nos perdemos lo mejor. Lo mejor está, como siempre, en las parábolas, en el sentido parabólico de las expresiones. Vamos a explicarnos. Igual que Jesús al hablar del Reino decía: ¿A qué compararemos el Reino?... “El Reino se parece a de esa misma manera, podemos decir que el cuerpo y la sangre de Cristo son como el pan y el vino. Vamos a meditarlo desde esa óptica.

El pan, nacido de granos de trigo sembrados, muertos, multiplicados, molidos, amasados, fermentados por la levadura, para ser alimento de muchos, para convertirse en los que lo comen. Los granos de uva, milagros de la vida en la vid, machacados también y estrujados, que también fermentan en la oscuridad para ser bebidos y dar fuerza y alegría a los que beben. El grano de trigo, los granos de uva, el pan y el vino enlazan con lo mejor y más profundo de las parábolas.

Podemos imaginar a Jesús contemplando la resurrección de los granos de trigo enterrados en otoño. El grano olvidado en el granero está muerto. El grano que muere en la tierra resucita en los verdes brotes que serán espigas, portadoras de muchos granos... Asistiendo a la fiesta de la vendimia en su pueblo de Galilea. Los racimos arrancados de la vid, pisados sin piedad, estrujados, exprimidos, fermentados en la oscuridad de las cubas. El milagro del vino...

Imaginemos la casa de Cafarnaúm al atardecer. El grupo de Jesús alrededor de la mesa. Compartiendo la Palabra y el pan. El pan, los granos de trigo molidos, amasados, abrasados al horno. El pan va a morir. Lo comen y ya no existe. El triunfo del grano de trigo es desaparecer para que el que lo come tenga vida. La copa de vino que corre de mano en mano. El vino que alegra el corazón de todos. El triunfo de los granos de uva que mueren para ser alegría.

El pan y el vino tuvieron el honor de ser elegidos como la parábola de las parábolas, en la cena de despedida de Jesús. Muchas cosas habría encima de la mesa en aquella cena. Cordero (si es que fue una cena pascual), verduras, salsas, candelabros para iluminar la estancia… Muchas de ellas habían sido ya elegidas como símbolos del mesías: el cordero inmolado, la luz que resplandece en las tinieblas. Pero aquella noche, los ojos de Jesús se fijaron en signos más sencillos, el pan y el vino. Jesús se sintió pan, se sintió grano de trigo enterrado y muerto para ser fecundo, hogaza fermentada por el viento de Dios para que muchos tuvieran alimento. Se sintió grano de uva estrujado y exprimido, fermentado hasta ser vino generoso que enciende el espíritu del que lo bebe.

Y se sintió pan y vino compartido por muchos, alrededor de una mesa de hermanos que, al compartir el pan y el vino con él mismo, se sentían más hermanos, compartían con él su entrega para ser pan y vino para muchos.

Jesús no fue un grano de trigo conservado en un viril para ser adorado. Jesús no fue un frasco de vino precioso reservado por su dueño para admirar a los huéspedes. Jesús no fue pan y vino desde aquella cena de despedida. Jesús leyó durante la cena su vida entera, como se lee la vida en la inminencia cierta de la muerte, y se interpretó a sí mismo con la más bella de todas las parábolas.

Así, la cena de despedida de Jesús coronó todas sus comidas y cenas con pecadores, en las que se sembraba y se derramaba con riesgo de su prestigio y de su vida. Aquellas comidas que expresaban con perfección toda su forma de vivir: sembrarse en cualquier terreno, aunque estuviera lleno de piedras y de cardos, a voleo, generosamente, sabiendo que sería pisado, ahogado por las zarzas, rechazado por la tierra endurecida por la sequía. La cena de despedida resumió en el pan y en el vino la vida entera de Jesús, su estilo, su concepción del Reino, el modo de proceder de los que quisieran seguirle, su imagen de Dios.

Por eso los que se atrevieron a seguirle, los que después de verle morir en la cruz vencido y humillado se atrevieron a proclamar que Dios estaba con él, significaron también toda su fe y su modo de vida compartiendo el pan y el vino en un recuerdo que hacía presente a Jesús; que invitaba a la comunión con él y con todos los que se reunían alrededor de la mesa. Y allí, alrededor de la mesa, cada uno presenta y ofrece su grano de trigo y se presenta a sí mismo como grano de trigo entregado con Jesús y como Jesús, para que haya más vida en el mundo.

Es estremecedor pensar en la profundidad de la imagen del pan y del vino y su enorme superioridad sobre la idea de sacrificio ritual de una víctima sustitutoria. El verdadero sacrificio de Jesús no fue solamente ser cordero inmolado en la cruz, sino ser grano de trigo sembrado desde que se dejó llevar del Espíritu, allá en el Jordán, desde el entorno del bautista.

El cordero es una imagen sangrienta, espectacular y momentánea. El grano de trigo es una imagen cotidiana, desapercibida, constante. El sacrificio del templo es oficiado por el sacerdote y contemplado por los demás. El grano enterrado es cada uno, todos los días, como sacerdote de su propio sacrificio que es toda su vida.

Y no es bueno que se mezclen, porque el sacrificio del cordero inmolado por el sacerdote tiene el atractivo de los espectáculos cultuales, y sus resplandores hacen olvidar fácilmente al grano cotidiano, enterrado en silencio.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí

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